10.12.2012

Ciudacas

La ciudad latinoamericana es diferente de las demás ciudades. No hay una sola por supuesto, pero podríamos perfectamente percibir al conjunto de cada una de ellas bajo un mismo formato y entonces englobarlas con un mismo patrón. Un patrón relacionado con una identidad única, apasionada, misteriosa, rica y deseada hasta la avaricia y la muerte en tiempos en que el oro abundaba, y aun en estos tiempos en que nada realmente abunda.

En Brasil hay ciudades surrealistas. Río de Janeiro es un lugar que pareciera requerir de una capacidad visual de 360 grados, especialmente al caminar Copacabana, ese borde maravilloso que expone a un lado la playa y el océano y al otro la ciudad colándose entre los morros. Diseñado por un maestro del paisaje, artista y músico, este borde no delimita sino que se sumerge bajo los pies del caminante urbano a modo de sendero-orilla-olas-partituras.

San Pablo es una máquina infernal que mueve cultura, gente y automóviles; cada día el metro mueve unos tres millones de personas bajo tierra, mientras otros tantos intentan movilizarse en la superficie, evitando atascos, horarios pico y reuniones en distintos puntos de la ciudad. Conviven allí el arte y la pobreza, la arquitectura de autor y el poder de las calles, el glamour y el miedo.

 

Belém, llegando a la desembocadura del Amazonas, permite a la gente un espectáculo diario y gratuito: ver pasar la lluvia cada tarde por sobre la superficie del río. Sentados o caminando el borde urbano-ribereño, los locales saben la hora exacta de la llegada de la masa de agua, frente a la ciudad caliente.

 

En Colombia las ciudades son verdes y frescas. En Bogotá, la ciudad derramada en los valles puede ser vista en su totalidad al asomarse desde los caminos que bordean los cerros-bosques; las avenidas son símbolo de detenimiento y entre los coches atrapados pasean los vendedores de bananas y mangos, despreocupados. La gente es cálida y abierta, como el clima. Igual que en Medellín, en donde las noches se ofrecen con el equilibrio perfecto de calidez y brisas frescas. En Bucaramanga, una pequeña ciudad entre montañas y reminiscencias coloniales, la gente le da tiempo a la vida. O eso pide y enseña al visitante apurado.

 

En Bolivia hay lugares cósmicos y lunares. El Salar de Uyuni, el desierto de sal más extenso del planeta, comunica con desiertos de arena y con pueblos perdidos de gente de pocas palabras y paso lento. Las ciudades altas, como Sucre o Potosí, son aun más lentas: una lentitud impuesta por la falta de oxígeno que viene con los 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar y viene también con una pureza de espíritu y una humildad que se ve en los ojos y en las respuestas de quienes las habitan. El espíritu andino y de la puna atraviesa Perú y sus pueblos, que cuentan historias y leyendas del pasado más original. Lima se queda siempre con una atmósfera gris y húmeda, mezcla de ese aire andino y de la bruma del Océano Pacifico que la enmarca. Ofrece, sin embargo, los más increíbles sabores para el paladar, inolvidables frutos de mar y de árboles y plantas gloriosas y únicas.

 

El desierto sigue en Chile y baja hasta desaparecer de a poco entre pequeñas ciudades de mar, azules, muy azules, hasta llegar a Santiago, una ciudad casi aristocrática, asiento de la mejor arquitectura latinoamericana de los tiempos presentes, y que hace lo que puede entre cadenas montañosas que se desprenden de la Cordillera y la pre-Cordillera. Las pequeñas ciudades del sur van apareciendo aisladas por la estepa patagónica extendida entre caminos desolados y rebaños de ovejas, o entre bosques que van del verde al rojo y amarillo, siguiendo las estaciones del año, y enmarcan campos de tulipanes que remiten a tierras lejanas. El fin del mundo existe, y es propiedad chilena y argentina. El fin del mundo llega a un mar frío, lejano y místico.

 

Y como agua no falta en gran parte de esta tierra, el delta del Río de la Plata y los ríos que lo alimentan son el origen de otras ciudades bellas: Buenos Aires, Montevideo, Rosario. Imposible no ser una ciudad bella con una historia de río y puerto: puerto que trae historias de otras ciudades diversas y río de horizonte plateado, incomprensiblemente horizontal y eterno, que a veces se despliega libre para el caminante y otras debe buscarse en rincones escondidos que son oasis dentro de la negación urbana. Buenos Aires es igualmente plana, tiene carácter metropolitano y tiene tanto más de lo que sus habitantes le agradecemos cada día. Pero claro, el amor es ambivalente algunas veces y trae también rechazos. Montevideo es una expresión íntima de la experiencia urbana, en donde una rambla revestida en granito rosa hace devenir la presencia platense en imagen visual intensa. Rosario es, ante todo, amable, receptiva y segura de sí misma.

 

Hay más ciudad latinoamericana-sudamericana.

Hay tanta más tierra, más agua, más oro y más vida que la que un corto relato puede siquiera intentar esbozar.

Por Jimena Martignoni

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