29.10.2019
Barrio de Alaberga en Errenteria, Gipuzkoa
Hay proyectos que transitan por escalas diversas y que en principio parecen inconjugables, escalas que afectan a la ciudad pero que anclan su arquitectura en la materia.
La ciudad es forma, tejido edificado, público y privado, pero también es el sumatorio de las personas que la habitan. El envejecimiento de la población es en la actualidad una realidad innegable. En nuestra sociedad 9 millones de personas tienen ahora más de 65 años. En el año 2050 esa cifra alcanzará los 15 millones, es decir, 1 de cada 3 ciudadanos tendrá más de 65 años. El impacto sobre la sanidad, la economía, o la sociología es más que evidente, pero ¿cuál será el impacto sobre la ciudad?
El barrio de Alaberga en Errenteria, Gipuzkoa, se construyó en los años 60, en pleno desarrollo industrial, para albergar un gran número de población de la forma más rápida posible. La accidentada topografía dividió la ordenación en dos ámbitos diferenciados, uno en la cota baja organizado en torno a la iglesia y con unos bloques lineales que se acercan a la formalización de manzanas y calles; y otro ámbito con edificaciones dispersas que trepan por las laderas dejando vacías las zonas más escarpadas. Hoy Errenteria se ha expandido por la cota más alta dejando ese territorio verde como un vacío verde urbano que divide el municipio con un desnivel de más de 40 metros.
Una ciudad partida, que puede ser reconectada para el peatón mediante dos ascensores urbanos, que van suturando todas las cotas importantes, caminos intermedios, accesos a la iglesia o a las viviendas cercanas. Así como la de un nuevo vial que permite que un bloque con 6 portales y 42 viviendas acceda ahora a cota al portal, sin tener que subir un desnivel de 10 metros de angostas escaleras para poder acceder a la planta baja. Esta intervención únicamente puede explicarse desde lo urbano, como una solución directa a la obsolescencia de un esquema de ciudad que fue pensado para otro perfil de habitante y que hoy resulta inaceptable para una gran mayoría de la ciudadanía.
Por otro lado la propuesta debe concretarse y responder al lugar en el que se sitúa. El proyecto concentra gran cantidad de esfuerzos en domesticar la percepción de estas dos infraestructuras que cruzan la ladera. Aquel espacio residual, cedido a la naturaleza, dadas sus malas condiciones para la edificación, es una barrera física para la ciudad pero también un pulmón verde de gran valor que debe ser preservado. Un bosque denso de arboles caducos cuya apariencia cambia radicalmente del verano al invierno, construyendo diferentes percepciones respecto de un nuevo lugar.
Las caras facetadas de ambas estructuras y su revestimiento de aluminio pulido espejo pretenden una relación directa con ese entorno cambiante. Juguetear con los mecanismos que rigen la percepción del espectador supone para el arquitecto la posibilidad de organizar un mundo de sorpresas o desequilibrios que retan a la seguridad que el conocimiento previo del mundo nos rodea. Al fin y al cabo la percepción no es otra cosa que la manera en la que nuestro cerebro interpreta los diferentes estímulos que recibe a través de los sentidos para formarse una impresión consciente de la realidad del contexto por el que nos movemos. Los reflejos y superposiciones de cubiertas, nubes, ramas u hojas se convierten en el verdadero y cambiante material de las torres y pasarelas. De algún modo el paisaje parece en ocasiones fluir apoderándose del volumen construido, desdibujando sus límites, alterando su masa. No se sabe si el paisaje ha reabsorbido la arquitectura, o si por el contrario es la obra construida la que se ha apropiado del marco natural.