1.2.2024

Una charla en Weimar

Desde que entré en nuestra Facultad de Arquitectura en 1955, el nombre Bauhaus era muy sonoro y señalaba una experiencia que los estudiantes de entonces estábamos obligados a conocer.


La primera vez que estuve en Weimar, en la Escuela de Arquitectura que funciona en el edificio de Henry van de Velde (1863-1957) construido como sede de una Escuela de Arte que se transformó después en la Bauhaus, me sentí intimidado.

Desde que entré en nuestra Facultad de Arquitectura en 1955, el nombre Bauhaus era muy sonoro y señalaba una experiencia que los estudiantes de entonces estábamos obligados a conocer. Y en los años posteriores inevitablemente caían en manos de uno textos, comentarios o libros que trataban sobre lo que ella había significado para el desarrollo del diseño y el modo como influía en los métodos docentes utilizados en la mayor parte de las Escuelas de Arquitectura de esos tiempos. Estar en la que había sido su sede inicial tenía para mí, pues, como lo tendría para cualquier compañero de generación, una especial repercusión.

Sentía algo parecido a lo que se siente en muchos lugares de Alemania: que allí han pasado cosas que marcaron muy fuertemente al mundo, para bien o para mal, y que uno, aún desde muy lejos, en cierto modo fue testigo de sus consecuencias o tuvo noticia viva de ellas. Testigo lejano pero testigo al fin. Es el privilegio o, visto de otra forma, el peso que tiene en ese país y su cultura, el haber protagonizado episodios decisivos muy frescos aún en la memoria colectiva universal.

Me asaltaba una actitud reverencial el caminar por el edificio. En los descansos de las escaleras secundarias podía ver los murales de algunos de los maestros tantas veces nombrados, pintados simplemente (y por eso constantemente restaurados), porque se trataba de gestos espontáneos que no aspiraban a la permanencia. A ambos lados de la escalera principal sendos bustos de Van de Velde y Walter Gropius añadían un toque de solemnidad.

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