22.1.2024
Un muro de silencio
Desear la inmortalidad es querer eternizar un error, podríamos decir siguiendo a Schopenhauer, aunque la Arquitectura sea -quizá- la única de las Bellas Artes que no puede eludir esa eternidad, aún cuando sólo sea una brizna de eternidad.
Podemos evitar la Pintura y la Escultura, escondiéndolas en almacenes; podemos evitar el Teatro y la Danza, renunciando a lo que nos hace sociales; podemos evitar la Música, si somos lo suficientemente habilidosos; incluso, podemos evitar la Literatura, si renunciamos a explicarnos el mundo y a nosotros mismos. Pero no podemos evitar la Arquitectura, porque todo cuanto nos rodea es arquitectura o protoarquitectura.
Es por eso que la Arquitectura manifiesta ese ansia de inmortalidad, de transcender la época del hombre que la crea. Quizá porque al contrario del resto de las Artes, la arquitectura no nace del hombre, sino sobre el hombre. Siendo así, la arquitectura no se pliega a los límites temporales humanos, sino que se expande más allá de ellos, en una declaración de su rotunda independencia de quien la levanta. La eternidad es un tapial de silencio.
Desgraciadamente, sobrevivir a tu propio tiempo acostumbra a ser garantía de incomprensión y aislamiento. Y así sucede también con la Arquitectura, a menudo arrinconada, o incluso oprimida por los nuevos crecimientos urbanos de épocas recientes, que someten a los viejos edificios que han ido sobreviviendo con el mismo ímpetu con que las raíces levantan aceras pretendiendo su espacio. Atronador como un disparo con silenciador.
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