5.5.2007
Tensiones de arquitectura
Han transcurrido casi cien años desde que Antoni Gaudí se enfrascase en un prolongado litigio judicial, cuando Pere Milà se negó a abonarle una parte de sus honorarios por la Casa Milà. La altura del edificio, según la planificación de Gaudí, infringió las normativas locales y Milà debió hacer frente a una considerable multa, tras la cual se negó a incorporar a la obra un grupo escultórico esencial para el concepto diseñado por el arquitecto. Gaudí abandonó entonces totalmente su dedicación a este edificio y dejó su conclusión en manos de empleados de su taller, más profundamente herido por la mutilación de su obra y la imposibilidad de haber podido concretar en ella su visión arquitectónica que por la cuestión pecuniaria.
Esta semana se ha anunciado que la demanda de Santiago Calatrava contra el Consistorio bilbaíno por considerar que la extensión de su puente Zubi Zuri mediante una pasarela diseñada por Arata Isozaki supone un atentado contra el derecho moral de su propiedad intelectual y seguirá su curso en el judicial en el ámbito mercantil. El juez titular ha admitido en un auto que la obra de Calatrava está amparada por la ley de Propiedad Intelectual, rechazando el argumento esgrimido por el Ayuntamiento y las empresas constructoras implicadas: el de que la obra construida, por haber devenido un objeto de uso público, no pueda merecer la consideración de obra artística o plástica, siendo únicamente los materiales desarrollados para la concepción y diseño (esto es: planos, dibujos, maquetas…) de la obra los que estarían asistidos por la ley de Protección Intelectual. «No se aprecia impedimento para incluir un objeto arquitectónico dentro del concepto legal contenido en el artículo 10.1 de la LPI», afirma el magistrado Edmundo Rodríguez Achutegui, cuyo presente auto no dirime acerca de si se han vulnerado los derechos morales de Calatrava sobre su obra -quien exige en la demanda admitida a curso una indemnización millonaria o el derribo de la pasarela de Isozaki-, sino que considera procedente la interposición de la demanda por parte del arquitecto.
Las disputas entre socios de un estudio ante la autoría de un proyecto puntual, conflictos entre las ideas de los arquitectos y los intereses y expectativas de sus comitentes, resoluciones de concursos controvertidas, reacciones colectivas ante determinados proyectos… son avatares que afectan a proyectos arquitectónicos a todas las escalas. Pueden recordarse las iras que suscitó la ampliación del Prado de Rafael Moneo; propuestas ganadoras que finalmente son descartadas a favor de otra diametralmente opuesta en su planteamiento conceptual y morfología, como el caso del Distrito de las Comunicaciones de Telefónica, cuya construcción fue asignada al finalista Rafael de la Hoz pese a que la convocatoria del concurso fue ganada por Antonio Lamela; la reciente revuelta protagonizada por Norman Foster, Rafael Viñoly y Kisho Kurokawa retirándose del jurado que decidió la construcción de la torre Gazprom en San Petersburgo por discrepar con los conceptos de las ideas presentadas; la disputa por la autoría del proyecto de la Torre Biónica entre Cervera & Pioz y Eloy Celaya… Daniel Libeskind se vio obligado a someter su diseño para la Freedom Tower a las revisiones y modificaciones del arquitecto David Childs por imposición del promotor del World Trade Center, de manera que debió suprimir de su discurso acerca de él cualquier alusión a su propia individualidad como creador e ideólogo de su significado.
En el contexto actual, algunos asuntos de ese tipo, que solían permanecer en la trastienda del gremio, cobran la dimensión de noticia destacada -que, como en el caso del proyecto de Álvaro Siza para el Paseo del Prado, pueden llevar tangencialmente a la arquitectura a las páginas de la prensa rosa- cuando están protagonizados por arquitectos mediáticos. El auto del juez Rodríguez Achutegui sobre el específico caso de Calatrava sienta un precedente tras el que subyace una cuestión sobre la que la profesión arquitectónica debería reflexionar: la creciente hegemonía de estos arquitectos-estrella, de la imposición de sus visiones y decisiones pretextadas por el peso del genio y talento al que se atribuye su prestigio. Lo que puede entenderse como una razonable defensa de la integridad creativa -asunto que Calatrava ya esgrimió en 1996, en un contencioso ante las autoridades berlinesas por sus derechos de autor a causa del supuesto plagio que Foster hizo de la cúpula para el Reichstag- puede interpretarse asimismo como una autoproclamación de la omnipotencia que la época actual está entregando a ciertos arquitectos.
Ruido mediático
Debe aceptarse que la arquitectura tiene un compromiso social de equivalente valor que el expresivo y que el factor económico. Que la ciudad moderna no es un objeto inmóvil y que se encuentra en constante adaptación a las necesidades de sus habitantes. Por ello, del mismo modo que se reconoce que la propiedad intelectual y el valor de la obra son un fundamento a respetar y proteger, es igualmente indispensable que se exija al arquitecto el ejercer su trabajo desde una actitud de creativa responsabilidad.
La obsesión de Gaudí hacia su obra -mezcla de devoción y misticismo- le impidió alcanzar un acuerdo con Milà para culminar la Pedrera. Con su retórica poética, Libeskind no supo comprender que el factor especulativo y las normativas de seguridad eran indispensables para la reconstrucción de la Zona Cero más allá de las metáforas, siéndole negada la posibilidad de negociar con el cliente un final que preservara el ansiado reconocimiento de su autoría. En Calatrava el conflicto parece no tener tanto que ver con la reivindicación de su obra: se percibe un intento de generar con esta reacción ruido mediático en torno a su persona. Hay obras maestras que deben ser preservadas, pero en este mundo mediático probablemente lo único que se intente a través de la búsqueda de confrontación y controversia es mantener el estatus de celebridad, sea a través de la arquitectura o contra la arquitectura.