6.3.2010

Los Ángeles, un alma compleja

Publicado en ABCD las Artes y las Letras, ABC, Madrid – Número 936

Fundada en 1781 por el español Felipe de Neve, y parte de México entre 1821 y 1848, año en que fue integrada a Estados Unidos en 1848, Los Angeles ha constituido durante el siglo XX el epitome de ciudad moderna: una metrópolis que, a diferencia de Nueva York (cuya red urbana fue desarrollada para la circulación de peatones y caballos), fue diseñada según los ideales avanzados de progreso, planificándose para el desplazamiento de transporte rodado. Como describe el arquitecto Kazys Varnelis en The Infrastructural City. Networked Ecologies in Los Angeles (2009), la ciudad se emplazó sobre un terreno inhabitable: un ensamblado de ciénagas, llanura inundable, desierto y montañas, un terreno seco y totalmente dependiente en recursos lejanos para poder sobrevivir. En un lugar donde no debería haber ninguna ciudad, existe gracias a una infraestructura que crea un sistema vital que ha logrado transformar esa superficie de tierra estéril en la segunda metrópolis de los Estados Unidos, una superficie urbana de 1,290.6 km2 y en la que actualmente habitan más de cuatro millones de personas.

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El esplendor permitido por su riqueza petrolífera, sumado a la fuerza de la industria cinematográfica que estableció allí sus principales estudios, contribuyó a un desarrollo pujante de la ciudad y a una gradual expansión territorial que adquirió una profunda intensidad en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. La concentración y desarrollo de industrias de todo tipo, que van del entretenimiento a la tecnología, pasando por el turismo, la moda o las telecomunicaciones, hicieron que en 2008, Los Angeles estuviese ocupando el octavo puesto en la lista de las ciudades más económicamente poderosas del mundo elaborada por ‘Forbes’, y que desde el punto de vista de fenómeno urbano constituye un paradigma absoluto en sí misma.

Varnelis señala que la ‘era heroica’ de la construcción de infraestructuras en Los Angeles concluyó hacia los años 80, habiéndose apenas producido intervenciones, debido a la falta de dinero y voluntad pública. En los años 60, la ciudad ya se percibía como un insalvable desorden, el resultado de un siglo de infraestructura para generar beneficios, de un desarrollo inmobiliario descontrolado y marcado por la falta de gusto de los nuevos ricos, que le ha llevado a culminar como el producto de una delirante velocidad de aceleración con la que se ha desarrollado la expansión urbana de la ciudad, determinado por el implacable peso del exacerbado individualismo de los angelinos. Un factor, este último que ya en 1971, el historiador británico Reyner Banham apuntaba en Los Angeles: The Architecture of Four Ecologies: una ciudad dinamizada por intereses competitivos, agencias gubernamentales, grupos de presión y, sobre todo, los individuos. Los Angeles encarnaba el espíritu de una sociedad que ya no se regía por parámetros culturales tradicionales, razón por la que su tejido urbano no podía de ninguna manera articularse según ellos. Banham veía en Los Angeles la emergencia de una nueva sociedad a partir de la cual debía plantearse una una nueva forma de concebir edificios. Su manifiesto, que él denominó «Non-Plan» aparecía entonces como una reacción contra la modernidad, pero que en realidad sentó las bases que dieron pie a una planificación urbana neo-liberal de la ciudad.

Varnelis apunta que se estima que la población de la ciudad va a incrementarse masivamente en los próximos años y que no se encuentra preparada urbanísticamente para afrontar ese reto: polución, falta de territorio que pueda acoger a los nuevos residentes, impacto sobre el equilibrio ecológico de la zona de la construcción indiscriminada…

La identidad urbana de Los Angeles hoy se define por la de ser un lugar habitado por ciudadanos obsesionados con su vida privada, ‘con cierta antipatía hacia lo cívico’ -en palabras de Kazys Varnelis-. Ésta es una ciudad donde no han abundado nunca los espacios públicos, como parques y plazas, y, hasta cierto punto, no sería exagerado decir que la arquitectura de Los Angeles son de hecho las viviendas unifamiliares. Si otras capitales estadounidenses como Chicago o Nueva York poseen un skyline que es expresión identitaria de la ciudad, los rascacielos de Los Angeles son genéricos, su downtown carece de interés. Las dos iniciativas más recientes para diluir ese aire anodino del skyline inspiradas en el efecto-Guggenheim y promovidas por el multimillonario Eli Broad (promotor inmobiliario y el mayor productor de sprawl suburbano de Estados Unidos), el Disney Concert Hall de Frank Gehry y la extensión de Renzo Piano al Los Angeles County Museum of Art, con el objetivo de usar la ‘alta arquitectura’ como una vía de incrementar el valor de la propiedad inmobiliaria en esas áreas.

Sucesos conflictivos producidos por tensiones raciales como los disturbios de Watts en 1965, el mediatizado ataque a Rodney King en 1991, y el incremento de negocios mafiosos, corrupción policial y tráfico de drogas han incidido también en la conformación de una identidad urbana donde se tiende a abandonar la idea democrática del territorio urbano y la clase media exige que la ciudad y la arquitectura les permitan incrementar un aislamiento espacial y social. Divisiones de raza y clase están dramáticamente dibujadas en el escenario urbano angelino.

En el Los Angeles posliberal de esta era presente, la defensa del lujo ha generado un arsenal de sistemas de seguridad y una obsesión por la vigilancia que ha tendido a ejercer por un lado, un efecto de criminalización de ciertos sectores de la población, como los homeless, contra quienes el ayuntamiento se encuentra en un estado de ataque eufemísticamente denominado ‘contención’ y que, mediante vigilancia policial y la creación de un paisaje urbano lo más incómodo posible, imposibilite al máximo su ‘ocupación’ por parte de éstos; y, por otro, y una militarización de la ciudad que se ha manifestado cada vez con mayor claridad desde los años 90. El experto en Urbanismo y Economía Política Mike Davies ha analizado cómo esa obsesión por la seguridad ha anulado cualquier posibilidad de generar una actitud de construcción urbana que se base en la integración social, exponiendo cómo arquitectura y aparato policial se han fusionado hasta niveles inusitados – no sólo porque la vista aérea de la ciudad está organizada para facilitar la identificación de las calles desde los helicópteros de vigilancia que sobrevuelan permanentemente determinadas áreas, sino también por el modo en que el trabajo de Frank Gehry en esta ciudad está subliminalmente manifestando las relaciones de represión, vigilancia y exclusión que caracterizan al paisaje fragmentado de Los Angeles y la paranoia de sus residentes por la hiper-seguridad y la exacerbación de la privacidad. El resultado es un tejido urbano que filtra a los ‘indeseables’ y que, simultáneamente, tiende a homogeneizar y a vigilar a la masa social restante haciéndole ocupar centros comerciales y espacios públicos bien escenificados y controlados.

Se puede comprender Los Angeles como la última de las ciudades tal cual las habíamos podido comprender, o como la referente de una serie de conglomeraciones urbanas a las cuales hemos estado tratando de comprender y denominar en los últimos tiempos. Los Angeles como hiper-urbe que provocó cierto escándalo y curiosidad durante el siglo pasado, ha sido deglutida por el desarrollo anárquico de lugares como Dubai. Seguramente porque el significado de Los Angeles como ciudad amorfa, transgresora y capitalista, ha sido superada con creces por esas macroestructuras del Medio y Lejano Oriente. Aun síntoma y expresión del tiempo en que vivimos, puede observarse a Los Angeles ya con distancia, como metáfora de un germen que se encuentra a medio camino de esa transición, del tiempo después de la modernidad.

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