26.5.2020

La vieja normalidad

Norman Foster flota en su piscina sobre un unicornio multicolor.

Con cierto conformismo y frivolidad suele decirse que las crisis son momentos de oportunidades. Estábamos todavía siendo sacudidos por los últimos coletazos de la gran recesión de 2008 cuando estalló la epidemia del coronavirus, y volvemos a escuchar de nuevo ese soniquete optimista. Por eso creo que es necesario detenerse a observar cómo se ha  procesado esa crisis que empezó hace sólo poco más de una década para poder comprender que la presente crisis (sanitaria y económica) no va a ser tampoco un momento de oportunidades.

La debacle de 2008, que afectó fundamentalmente a Europa y Estados Unidos, encendió un efímero pero iracundo descontento generalizado que se canalizó a través de las protestas de movimientos como el 15-M u Occupy Wall Street. Vista retrospectivamente, en la esencia de esta indignación no estaba la búsqueda de un cambio que construyese un mundo verdaderamente más justo sino la restitución del mundo de ficción robado: ese sueño de perenne prosperidad que se había vendido y que una gran parte de la sociedad había comprado con los ojos cerrados. Nada de cambiar el sistema.  La razón inconfesada de la protesta para una gran mayoría era haber perdido ese mundo artificial, acomodado y confortable.

Sí es verdad que las crisis abren oportunidades, pero para los caraduras y los falsos mesías. En aquel momento, aparecieron autoproclamándose la voz del pueblo y arrogándose el título de dueños de la razón y la verdad  aprovecharon el momento de oportunidades para dar un salto al poder y a la notoriedad –algo que no sólo sucedió (y sucede) en la política sino también en la cultura y, evidentemente, también en la arquitectura.

La reacción que se produjo en 2008 fue el caldo de cultivo para el neopopulismo, del pensamiento único, del auge del factor emocional, aprovechado tanto por la izquierda como por la derecha. Un proceso de degradación y destrucción cultural en manos de tramposos, cuentacuentos y fanáticos que en nombre del cambio y de la gente se posicionaron y construyeron su influencia instrumentalizando una sociedad más terriblemente embrutecida y, consecuentemente, crédula. Carente de capacidad crítica. Azuzados por la crisis y por el sobrevenido cambio de modelo, los arribistas profesionales que siempre apuntalan el sistema cambiaron abruptamente de chaqueta o bien se las confeccionaron a medida de la situación con buenismo y conmiseración para poner en valor lo precario, convirtiéndose en los salvadores de ese ente abstracto denominado «la gente» o «el pueblo».

Afloraron charlatanes en todos los rincones del globo, contándonos lo que ya sabíamos, resucitando ideas muertas y siempre situados a una distancia preventiva de esa sociedad de la que aseguraban ser protectores, sobreactuando, falsamente preocupados por un apocalipsis lejano, colgando pancartas en las fachadas de las instituciones para dar la bienvenida a refugiados o clamando por un barco a la deriva lleno de refugiados, solamente motivados por lucir la consigna antes que por un verdadero interés en el padecimiento ajeno, sin proponer jamás una solución viable o arrimando el hombro sólo para ser vistos en Instagram. Todo en abstracción, mostrando disposición pero sin ofrecer ningún tipo de solución real. Mirando desde sus atalayas sin ensuciarse las manos.

Exactamente igual que hoy.

Hace poco más de un año (aunque nos pueda parecer que han transcurrido décadas) nació un personaje en el que se condensaba todo ese estado de las cosas. No fue casual que en una sociedad adolescente la estrella fulgurante, la nueva celebrity, fuera una adolescente dramáticamente dolida y enfurecida con el mundo. Greta Thunberg se transformó el más perfecto símbolo de esa realidad teatralizada, de esa perversamente frívola impostura. Un ser intocable, escudado en un trastorno para repeler así fácilmente las críticas que se le pudieran hacer, para una sociedad que prefería creer en el personaje de una profetisa del apocalipsis que en la opinión y los argumentos científicos. Un producto para reconfortar al buenismo neopopulista.

Esencialmente el escenario legado por la crisis de 2008 y que se ha encontrado el coronavirus es el de un mundo en retroceso, obsesionado con las identidades (nacionales, de género… ) que se han radicalizado o enquistado al encerrarlas en la órbita de lo emocional, de lo demagógico, convirtiéndonos así en conjunto en una sociedad caprichosa e histérica, que harta de su confort estaba renegando de su posición acomodada para denostar los avances de una tecnología a la que, simultáneamente, no estaba dispuesta a renunciar. Una sociedad quejosa pero carente de voluntad para alterar ni un ápice de su comodidad, empeñada en culpar al verdadero progreso de todos los males −ese mismo progreso que hoy nos diferencia y nos pone a salvo de los estragos causados por otras epidemias de la historia (sin ir más lejos, hace sólo cien años; o aún menos, hace sólo cuarenta años, a causa del SIDA)−. Vivimos en modo “presente continuo” y este eterno hoy y este narcisismo crónico no nos permiten ver que no somos los únicos individuos de la historia que han vivido una pandemia ni tampoco que hay otros mundos, no tan lejanos y que viven sufriendo constantes epidemias a las que no nos interesa considerar trascendentes (una clara evidencia de que nuestro buenismo es fruto de un dictado y no de una conciencia surgida de un conocimiento real y crítico sobre el estado del mundo).

Si no fuera por todo lo expresado anteriormente, esta pandemia y la inevitable crisis económica que conllevará nos debería obligar a pensar en qué punto nos encontramos y por qué, habiendo abandonado colectivamente el compromiso con la educación, el conocimiento y, fundamentalmente, el pensamiento crítico para acabar convirtiéndonos en una sociedad-espectáculo, lúdica e irresponsable y entregando nuestros destinos a infames populistas, farsantes, vendedores de recetas mentirosas.

Pese a que tendrían que ser figuras relevantes, los arquitectos, como en la anterior crisis, hoy tienen poco que decir. Abochorna escucharlos divagar desde apresurados artículos en los medios, eludiendo mirar de frente a la parte del asunto que les concierne, prefiriendo hacer futurología a admitir responsabilidades o culpas en presente.

Por eso molesta encontrar a Norman Foster enviando notas de prensa informando que su estudio está produciendo caretas protectoras (otra vez a la búsqueda del mismo aplauso fácil que hace unos meses ganó flotando en su piscina sobre un unicornio gigante) en lugar de ofrecer alguna reflexión autocrítica respecto a cuáles han sido los intereses a los que han estado sirviendo mayoritariamente los arquitectos y que esta circunstancia ha dejado claramente en evidencia. Con sus máscaras, Foster abraza otra vez los usos del capitalismo moralista: «Gano mucho dinero pero me comprometo generosamente con las causas nobles. Y lo exhibo. Construyo la ciudad de Masdar para los jeques del petróleo pero también me preocupo por los desfavorecidos.» O como cuando explicaba en la Bienal de Venecia de 2016 su proyecto para el Droneport que iba a construir en Ruanda: lo importante no era contarlo sino envolverse, al contarlo, de las connotaciones que ese proyecto tenía (Tercer Mundo, solidaridad…).  Hoy poco o nada se sabe de aquel proyecto.

Aunque, de hecho, en este momento la cuestión no es si Foster está haciendo caretas protectoras y contándonoslo, sino que ha evitado el quehacer fundamental del arquitecto y que, en este caso, habría debido ser analizar el estado actual de infraestructuras importantes para el conjunto de la sociedad y valorar si estaban adecuadamente preparadas para transformaciones y emergencias muy críticas, como la actual. Admitir que su deber debiera haber sido mirar al presente y al futuro con pragmatismo antes que con sus ilusionismos visionarios.

Por otro lado, qué tendrán que decir ahora los arquitectos populistas que exaltaban las favelas y las ponían como un territorio de oportunidades, poniendo en valor lo precario (pero siempre para los otros, nunca para sí mismos).Ésos como Alejandro Aravena que, al recibir el Pritzker en 2016, declaraba que «las vastas favelas de ciudades como Río de Janeiro enfatizan la resiliencia humana y la capacidad instintiva para construir hogares». ¿Cómo se sentirán aquellos que premiaron ejemplos de hacinamiento insalubres como la Torre David de Caracas en tiempos del coronavirus? ¿Dónde está hoy esa generación de arquitectos sociales? Quienes dicen defender a “los pobres” los utilizan en realidad de manera clientelista porque necesitan que su pobreza siga existiendo: seres humanos hacinados, como sucede en muchas partes de Iberoamérica, con grandes desigualdades sociales y condenados a vivir así por esos mismos “defensores”, que llevan dos meses decretando cuarentenas preventivas, espantados porque esa construcción social que propiciaron se transforme en una bomba de tiempo cuando el virus alcance los barrios más pobres – como ya está sucediendo en las favelas de Brasil-.

La epidemia ha atrapado también por sorpresa al gran gurú de la arquitectura. Koolhaas, el visionario y su exposición Countryside: The Future, hoy guardada dentro de un Guggenheim que a causa del coronavirus tuvo que cerrar sus puertas a las pocas semanas de su inauguración, son la metáfora de un mundo que se sostenía artificialmente, que jugaba a ser radical con temas que hoy se revelan completamente intrascendentes. Delatando su ineptitud para prever nada, para afrontar valientemente la verdadera complejidad de este tiempo (que ya es manifiesta desde hace décadas).

Koolhaas no es el único pero sí uno de los principales exponentes de una generación de arquitectos que perdió todo contacto con la realidad. En una entrevista publicada hace sólo cuatro días (el 14 de mayo) en la revista Time declaraba que los aeropuertos son uno sólo de los muchos espacios públicos que deben ser repensados, reorganizados y rediseñados en la era de la pandemia y aprovechaba la ocasión para justificar la pertinencia de su reivindicación del campo en esa exposición recordando que «la condensación de más del 50% de la población mundial en metrópolis que ocupan el 2% de la superficie de tierra del planeta ya era un problema mucho antes de que cualquiera supiéramos el sentido de la expresión “distancia social”».  Como pretendiendo que se crea que verdaderamente anticipó algo de toda esta situación.

Encerrado en su burbuja, donde priman los soliloquios, las ideas trasnochadas, la vanidad, él y toda esa pléyade de Narcisos han llevado a nuestro presente a la ruina, convirtiéndose sin embargo en personajes totalmente indispensables para una sociedad enferma totalmente necesitada de creerles y a la cual, paradójicamente, ningún virus va a curar.

El hiato del coronavirus va a ser otra grandísima oportunidad perdida, tal y como lo expresaba hace unos días el escritor Michel Houllebecq: «Todas estas tendencias de hecho ya existían antes del coronavirus; ahora únicamente se han hecho patentes de una nueva forma. Después del confinamiento, no despertaremos en un mundo nuevo. Será el mismo, o un poco peor.»

Norman Foster, después de promocionar su generosidad con las máscaras, nos dice desde Vanity Fair que se refugió con su familia en su edificio Chesa Futura, en Saint-Moritz. Greta Thunberg participó la semana pasada en un coloquio sobre el coronavirus en la CNN.

Leé la nota original en el Blog La viga en el ojo, por Fredy Massad > https://abcblogs.abc.es/viga-en-el-ojo/otros-temas/la-vieja-normalidad.html

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