17.1.2023

La pesadilla de la ciudad tecnocrática

"Una vez que el hombre empezó a desarrollar extensiones, sobre todo el lenguaje, las herramientas y las instituciones y cayó en la tela de araña de lo que denominó transferencia de la extensión y se enajenó de sí mismo a la vez que fue incapaz de controlar los monstruos que había creado”. - Más allá de la cultura. Edward T. Hall


Las manos sobre la ciudad (Rosi, 1963).

La distancia entre el hombre y el mundo

La regulación de la sociedad por parte del aparato burocrático fue estudiada por Max Weber1 a principios del siglo pasado. El autor diseccionó los mecanismos elaborados por la sociedad para dotarse de unos sistemas de control que, a la vez, la hiciera altamente eficiente. La búsqueda de una racionalización de la vida, conllevó a la creación de una estructura que pronto la desbordó y se alejó de los individuos, provocando su desencanto. A este fenómeno, Weber lo denominó la

“jaula de hierro de la irracionalidad”.

Posteriormente, Sigmund Freud2 designaría la insuficiencia de los métodos para controlar las relaciones sociales como una de las grandes fuentes de sufrimiento del ser humano.

“No atinamos a comprender cómo las instituciones que nosotros mismos hemos creado no habrían de representar, más bien, protección y bienestar para todos”.

A partir de aquí, introduce el concepto de cultura, que define como la suma de producciones e instituciones que distancian nuestra vida de nuestro origen animal y que tienen por función proteger al hombre frente a la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí. Está presente en todo ello, la idea de establecer un criterio que transcienda de los instintos individuales en favor de un objetivo colectivo. Y la vida transcurre así, en una constante oscilación tratando de hallar un equilibrio entre las obsesiones individuales y los deseos sociales. La cultura, en este sentido, nos impone pesados sacrificios.

Ya en los años setenta, el antropólogo Edward Hall,3 incidió en la idea de la distancia creada entre la vida y el ser humano, alejado cada vez más de sus actos. Hall identificó la cultura como un entramado total de comunicaciones (narrar, pensar, manejar el espacio y el tiempo, jugar, etc.). La cultura, apuntaba el autor, no es innata sino que nos viene dada. El hombre es poroso y a través del aprendizaje se construye a sí mismo. Sin embargo, una vez adquirida, se blinda en un plano oculto, en un nivel inconsciente que regula y vigila el comportamiento individual. Funciona como una pantalla protectora que tiene la misión de salvaguardar al sistema nervioso de la sobrecarga de la información.

El acercamiento urbano

En esos mismos años, se produjeron una serie de reflexiones intelectuales sobre el ya mencionado abismo que separaba al individuo del mundo que estaba creando. Esa preocupación, fue trasladada al ámbito del urbanismo y del planeamiento, dirigido hasta entonces por la figura del urbanista capaz de planificar una ciudad sin una conexión directa con los ciudadanos. Frente a este monólogo del urbanismo tecnocrático (citty planning), surgió la figura del advocacy planning, cuestionando así el rol del planificador.

Esta nueva manera de entender la concepción de la ciudad, desarrollada inicialmente en el mundo anglosajón, se basaba en una interacción más directa con las diversas comunidades sociales para poder plantear propuestas que tuvieran una mayor conexión con la realidad. Se iniciaron procesos de participación social en los que subyacía la idea de que los ciudadanos volvieran a ser dueños de su propia ciudad, de sus necesidades y sus deseos. De ese modo, se abría una pequeña ventana a lo inesperado, a posibles trayectorias no consideradas a priori que pudieran materializar una voluntad colectiva. Harvey, en esa misma dirección, apunta el derecho que tiene el ciudadano a transformar lo existente en algo radicalmente distinto.

Así, la figura del planificador, fue reconvirtiéndose en una pieza que articularía las diversas sensibilidades, en el mediador (o facilitador) entre los diferentes agentes implicados. Estos últimos, los denominados stakeholders, fueron adquiriendo un protagonismo cada vez más visible en los procesos de planificación. La incursión de los diversos procesos de participación ciudadana, añadió complejidad e imprevisibilidad al planeamiento urbano. Multitud de deseos y reivindicaciones, diversas sensibilidades afectadas deberían ser gestionados para crear la ciudad del futuro.

La sociedad actual, que hace tiempo que ya no se puede explicar bajo una sola lectura, se presenta atomizada, formada por microgrupos diversos (por tribus, diría Maffesoli) pero, no obstante, regulados por una burocracia omnipresente. Es decir, caracterizada por un constante movimiento de reequilibrio entre las fuerzas centrífugas de la globalización y las centrípetas del localismo. La ciudad burocrática, la ciudad de los tecnócratas siempre ha tendido hacia la eficacia, concebida ésta como un camino directo entre los objetivos y los fines, dictados estos principalmente por las leyes del mercado.

Este tipo de ciudad presentaba un proceso acusadamente lineal, y con una configuración del tiempo y del espacio que había anulado las referencias al pasado o a la memoria, y por tanto, cualquier sentimiento de identidad. El fin justificaba los medios, y tenía una traducción directa en la banalización de un espacio público cada vez más desprestigiado. La ciudad eficaz había restringido sus funciones, convirtiéndolo meramente en un espacio de tránsito rápido. Ello se traducía en la pérdida paulatina de los espacios de sociabilidad: inicialmente las lavanderías, las fuentes o pozos, los mercados, el portal de las iglesias; luego las plazas o los mercadillos; posteriormente la calle. Todos estos espacios que iban desapareciendo poco a poco de la ciudad, conllevaban una concepción del lugar, pero también del tiempo, que en nuestra cultura era principalmente policrónico.

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