6.6.2018

En Saco Roto

Me disgusta sentir que estoy malgastando un tiempo valioso tomándome el trabajo de responder a lo vertido por Santiago de Molina en Un punto crítico.


Imagen: Fotograma de Le conseguenze dell’amore de Paolo Sorrentino (2004).

Y si, como directo involucrado, yo tengo esta impresión, estoy convencido de que a cualquier lector va a resultarle sumamente tedioso prestar atención a un texto hecho en reacción a este particular.  Sin embargo, creo que debo escribirlo porque, aunque yo acepte opiniones de desagrado o de desacuerdo hacia mi trabajo, no puedo tolerar el reduccionismo ni falsedades sobre éste que De Molina escoge desplegar como arma en su artículo. Desde un aparente buenismo condescendiente ha intentado desviar toda posibilidad de diálogo, transformando mi petición de una aclaración sobre su afirmación respecto a la muerte a la crítica en un ataque personal. A todo lector del siguiente texto le pido disculpas de antemano por abusar de su paciencia.

Con el párrafo que abre su artículo, De Molina me confirma que esa afirmación suya respecto la muerte de la crítica no fue sino una boutade pronunciada sólo como una ligereza con la que rellenar un slow news day: «Ninguna multitud de autores se abalanzó nunca sobre la ‘muerte del autor’ a manos de Roland Barthes. Ningún arquitecto, que yo sepa, se agolpó a la puerta del estudio de Koolhaas cuando declaró ‘muerta la arquitectura’. Tampoco, mucho antes, cuando se declaró ‘muerta la novela’ ninguna manifestación de novelistas se congregó por las calles de París.»  Visto que autoridades de semejante talla habían proclamado alegre e inofensivamente la muerte de algo, De Molina solamente debía esperar agradar y epatar con su afirmación, no que alguien viniera a incordiarlo preguntándole los motivos para hacerla.

Si hay algo que considero aún más irritante que las boutades acuñadas por las ‘grandes figuras’ es que haya quien recurra a ellas para pretender engrandecer arrogantemente su discurso.  Por eso, me cuesta traspasar ya ese primer párrafo, porque manifiesta su completa falta de voluntad para abrir un debate al querer ridiculizar mi respuesta tratándola de exagerada, como si yo careciera de la sutilidad necesaria para diferenciar entre sentido literal y no literal.  A partir de ahí, este incansable exhibicionista de finesse intelectual y corrección da rienda suelta a una animadversión (pésimamente camuflada tras unas supuestas invocaciones a un respeto −«tengo sincera estima intelectual por Massad»− que, pocas líneas más allá, se delata como absolutamente inexistente) más propia de un hater sin brillo; escogiendo actuar como un stopper, un defensa tosco que intenta con voluntad torpe parar de cualquier manera posible al delantero rival, cuidándose muy mucho de no abrir el campo de juego. Es más, adopta todas las precauciones y esconde todas las trampas necesarias para cerrarlo al máximo.

Como el que me dio pie a escribir Contra Crítica, Un punto crítico es un artículo que persigue el aplauso incondicional y la complicidad, cargado de amaneramiento intelectualoide que se vale de los modales pasivo-agresivos propios del buenismo y que no escatima tampoco en dosis de superioridad moral, paradójicas por venir de alguien que me tilda de ‘moralista’.

Insisto en que me parece lógico y me resulta importante que se ponga en cuestión mi labor. Y tampoco tengo problema en que De Molina, asegurando (como dando aviso de sus vastos recursos intelectuales) que no le «gustaría llevar el debate al terreno de la semántica sobre lo que es la crítica y de establecer el canon de la ‘auténtica crítica’», se sienta con suficiente autoridad para no otorgarme bula de crítico.

Sin embargo me parece inaceptable que eluda dar respuesta a cualquiera de los temas estrictamente centrados en el estado actual de la crítica, los fallos en la formación universitaria de un conocimiento sobre la arquitectura o por qué sitúa el final de la crítica en la década de los 70, que yo le planteaba en mi texto, y en lugar de ello utilice su texto para la tarea mucho más sencilla (quizá también grata) de infamarme. Y que lo haga, paradójicamente, aplicando contra mí esa misma actitud de criticón que él parece definir como mi sello de marca, y que en su texto me afea a la vez que da a entender que quita cualquier valor serio a mi trabajo.

Entiendo y me reafirmo en que hacer crítica no es para acomplejados, ni pusilánimes ni, agrego, arribistas. Cuando uno baja a la arena debe entrar en la contienda con sinceridad. Creo que para ser un buen crítico hay que ser una persona inteligente más que un intelectual (o pseudo-intelectual); hay que ser alguien que entiende en qué consiste el combate que se le presenta y responde, de modo caballeresco, en coherencia y con las mismas armas.

Por lo estúpidamente pretencioso que me resulta leer «la primera trayectoria crítica de Massad…», como si efectuar una clasificación por épocas le confiriese de una comprensión rigurosa y aséptica sobre la sustancia y sentido de mi trabajo, aún me resulta más irritante que plantee retóricamente toda esta retahíla acusatoria: «Pienso que la crítica ha muerto, y si no lo ha hecho y me equivocase, al menos en sus cercanías se percibe un olor muy semejante al que emiten los cadáveres. ¿O si no, qué estaba haciendo esa crítica en medio del crecimiento inmobiliario descontrolado, del consumo sin límite de recursos y del territorio? ¿Bastaba con denunciar las faltas morales de las figuras del minoritario star-system publicando en el dominical de un periódico?» Porque, de haberse realmente tomado la molestia de analizar mi trabajo tan cabalmente, Santiago de Molina sabría que mis opiniones sobre todos estos temas fueron muy altas y claras en su momento, y nunca complacientes. (Al margen de que jamás se publicaron en suplementos dominicales, y están recogidas en un volumen titulado La viga en el ojo. Escritos a tiempo, número de una colección de la que también forma parte un libro de su autoría, y sobre el cual lo entrevisté en su día. Y  he seguido ahondando en todas ellas en mi siguiente libro, Crítica de choque).

También habría entendido de Molina que ese volcado de energías «en detectar las fragilidades de los autores de la arquitectura estelar con incierto resultado. Luego las de sus sustitutos», que «desgraciadamente no habló nunca de arquitectura. Sí y mucho de arquitectos, aunque si alguno caía del lado de una falta moral, su obra resultaba burdamente invalidada por completo» que me atribuye, no ha sido nunca por mi parte un descerebrado intento de jugar a ser el caballo de Atila.

Le respondo a ello, aclarándole por un lado que mi enfoque en la llamada ‘arquitectura del espectáculo’ jamás se ha limitado a complacerse en el facilismo de criticar bajo la acepción de «hablar mal de alguien o de algo», como él pretende dar a entender. Que mi forma de expresión no encaje dentro de los parámetros de lo ortodoxamente entendido como ‘académico’ o resulte excesivamente visceral o enfurecida a algunos, no convierte mis reflexiones en exabruptos de cuestionable importancia. Invito a De Molina a repasar con mejor predisposición algunos de mis artículos, en los que podrá ver cómo el tema del arquitecto estrella o el edificio icónico, o esos “importantes” congresos o bienales, es siempre el punto de partida desde el que analizar una problemática actual que entiendo que afecta gravemente al rigor y responsabilidad de la arquitectura como agente social y cultural activo del presente.

Siempre he sido plenamente consciente de que se me puede echar en cara no abordar la crítica a partir o a través del edificio pero en el planteamiento de mi trabajo me ha resultado siempre imposible, e incorrecto, separar el acaecer y el pensamiento de la arquitectura de la realidad social, cultural y política en que se produce.

Una de las observaciones que me hace De Molina es que yo debiera entender que los edificios tienen valor intrínseco por sí mismos, al margen de las circunstancias de las que son producto, ofreciendo como ejemplo la obra de Mies o de Le Corbusier, las cuales fueron construidas, dice, al grito de «Heil, Hitler!». Esto es algo sobre lo que no preciso aviso alguno: tengo el suficiente conocimiento y capacidad de discernimiento como para analizar objetivamente las cualidades de un edificio o un proyecto arquitectónico, sea actual o histórico. Pero mi interés en la arquitectura dista mucho de la obsesión fetichista y, puesto que centro mi trabajo en el presente inmediato, me resultaría deshonesto abordar su realidad desde un purismo idealizador, que la exculpe de los errores y responsabilidades en los que está ejerciendo parte activa.

A través de facebook, De Molina me exponía lo siguiente a propósito de esa aparente discrepancia entre nuestras perspectivas acerca del concepto crítica: «Para mi es marco es el de la historia. Sé bien que tratas de ejercer la tarea de crítico pero las dificultades de esa tarea no están, pienso, solamente en una tarea de demolición. El crítico, me reitero, es fiable cuando acierta. Y es en un marco temporal más amplio cuando se ve si el crítico es solvente.» Un dictamen cerrado acerca de cómo ha de ser la crítica y que, a mi entender, suprime de ella cualquier posibilidad de acción activa sobre el presente, que se salvaguarda tras el infranqueable muro de un pasado sobre el que ya carecemos de cualquier capacidad de intervención y el hieratismo académico.

¿Qué significa eso de que el crítico es fiable cuando acierta? ¿Que la distancia temporal corrobora su solvencia? Los valores que derivan de un estudio histórico crítico poseen, por supuesto, una relevancia esencial para la actividad intelectual, el conocimiento y la comprensión sobre el presente pero, ¿supone esto que debamos postergar, cobardemente, la mirada frontal al presente y rechazar el compromiso de asumir un análisis desde adentro? Intento escrutar desde mi posición y no voy a dejar de sostener que la crítica en presente debe anteponerse a la obra construida: esa es su función. Y si esto se hubiera llevado a cabo con pericia en el último cuarto de siglo, seguramente nos hubiéramos ahorrado muchas imposturas y ficciones, y seguramente más de un cadáver.

El mismo Manfredo Tafuri, al que De Molina dice venerar como miembro de la última generación de críticos pero que parece haber leído solamente a la búsqueda de aforismos, contradice los planteamientos que éste hace:

«En nuestro trabajo existe una fidelidad a aquellas tradiciones del pensamiento que Benjamin hubiera llamado del pensamiento destructivo. Es mejor este término que el más usual, de “crítica negativa”, porque si el término “negativo” se usa solamente con su significado represivo o, si se me perdona la tautología, negativo, entonces no nos interesa: no veo qué utilidad pueda tener una crítica planteada así. En cambio, el concepto de “destrucción” que da Benjamin es más claro. Aquel breve ensayo de Benjamin, “El carácter destructivo” es para mí fundamental, y es tan rico que disolver sus metáforas me parece un delito. Bastaría con repetir lo que él dice: “cuando el espíritu destructivo mira alrededor no ve nada positivo en torno de él. Pero justamente porque no ve nada positivo, en todos lados ve caminos”. »

«En consecuencia, esta crítica debe ser astuta. ¿Qué significa astuta? Debe tomar en sus manos el fenómeno histórico que tiene de frente y atacarlo en todas las formas que sea capaz, puesto que si lo ataca de una sola manera será una crítica académica, inútil. El análisis de una obra debe ser capaz de combinar todos los métodos, iconología, filología, iconografía, purovisibilismo, lecturas históricas sobre las diferencias entre las escuelas, biografía, crítica sociológica, contextual, política. Pero lo importante es entender que ninguna funciona sola.» (1)

Trato de escribir para aportar productivamente a que se pluralicen los análisis sobre la realidad y sus circunstancias y esto es una tarea de resultados conscientemente sucios e imperfectos, que precisa de ese empuje destructivo al que alude Tafuri y que no tiene nada que ver con esa concepción cristalina que tan esmeradamente protege De Molina y que, en su narcisismo autoritario, sí está afectada de eso mismo que él me acusa a mí: de impedir de todo matiz y de resultar profundamente narcotizante.  (De nuevo, si De Molina me hubiese leído con cierta atención, se habría encontrado reiteradamente con pasajes en los que insisto en que el propósito de mi trabajo no es dar cánones, ni baremos de excelencia, ni lanzar dogmas, sino alentar los cuestionamientos individuales y el rechazo a imposiciones sobre el pensamiento. No busco comuniones ni adherencias, ni solazarme entre admiraciones en el Parnaso de los eruditos. Mi intención es fomentar la duda y, por ende, el conocimiento.)

Por eso, más preocupante me parece aún que me plantee lo siguiente: «He dicho en público, delante del señor Massad mismo, que la necesidad de destapar las falsedades ha sido un autoencargo digno de consideración en aquel momento. Pero una vez que el campo ha sido desbrozado, una vez que los trabajos preliminares sobre el terreno se han realizado, una vez que la demolición y la limpieza han sido ejecutadas, debe comenzarse a edificar lo mejor que se sepa o pueda. Regodearse en que la limpieza no es completa, ni el suelo suficientemente puro resulta sospechoso. Resulta incluso acomodaticia toda actitud que no construya y se arriesgue a decir qué obras deben ser consideradas y cuáles no, armado de razones de arquitectura y no solo de pura moralidad totalitaria. Considerarse desvelador de faltas morales ajenas, sin cesar, hace caer a cualquiera en el riesgo de pontificar. O dicho de otro modo, da la sensación de que quien, una vez suficientemente limpio el terreno sigue arrancando hierbajos, quisiese erigirse en dueño del solar. Si con esa excusa se trata de impedir toda posible construcción, se comete la mayor de las estafas como crítico: la de no señalar al futuro ni permitir su posibilidad, camuflado bajo un autoproclamado título de guardián de unas arcanas esencias sociales o morales.»  (Remito de nuevo a la cita de Tafuri que he citado arriba.)

Frente a todo lo que tenemos ahora mismo tenemos delante de nuestros ojos, ¿tan absoluta es la certeza de Santiago de Molina de que «el campo ha sido desbrozado», «la limpieza y demolición ejecutadas», «la limpieza es completa» que la única explicación que dar a mi actitud es la de que finalmente sólo soy un imbécil con afán de protagonismo?

Remata su malintencionada tendenciosidad aludiendo al «regusto onanista y anti-intelectual» de mi crítica. Supongo que el que yo no escriba con afectada pose de respetabilidad no se condice con lo deseable en un intelectual fiable y eso quizá afecte a la comprensión lectora de De Molina ante mis textos, que parece sentir incomodidad y desagrado al no poderme encasillar dentro de los cánones que maneja, y siente así legitimada su irrespetuosidad.

A tenor de ese extenso párrafo suyo arriba reproducido, es comprensible que desde su artículo, en ningún momento asuma que tenemos un problema y cómo elige discernir quiénes han de ser los culpables señalados. Puedo presumir que esa sea una de las razones por las que no responde a mis críticas a la universidad y la cultura del paper, al hilo de los temas que él abordaba en su primer artículo. De Molina ataca únicamente la penetración del curator en el ámbito de la universidad pero en ningún momento habla de los burócratas que están haciendo que la universidad haya entrado en un punto ruinoso (aclaro que, aunque De Molina me trate de anti-intelectual, yo también soy profesor de la universidad y sé de qué estoy hablando).

Es absurdo persistir en ese inútil planteamiento de la muerte de la crítica, aún más en estos términos ambiguos que exponía De Molina en su artículo: «Por mi parte, sólo encuentro en una declaración de la muerte de la crítica una llamada a su necesidad y urgencia. Estas palabras tratarán, pues, de dar razones por las que creo que la crítica necesita, o la demostración de que el muerto está muy vivo, o el anuncio de su resurrección.» Repito de nuevo que sólo puedo ver como una boutade y no como una provocación con sinceras intenciones revulsivas el definir la problemática de la crítica en términos de muerte, vida o resurrección.

De sus palabras se deduce que la crítica ha de domesticarse y dedicarse preferentemente a lo divino. En otras palabras: ocuparse del análisis obsesivo del edificio y nunca ir más allá, afianzar los pilares de un puritanismo obediente e inmovilista. Entiendo que hacer crítica debería ser no hablar nunca, por ejemplo, de aquellos que se travistieron después de la crisis del 2008 y se convirtieron en héroes de la conciencia social, para ponerse al frente de un falso cambio que evitara el naufragio del barco neoliberal o que usaron la crisis en beneficio propio, para posicionarse dentro del sistema.  Que no se debe mencionar tampoco el trabajo esclavo que subyace a la arquitectura del poder; ni el uso de la precariedad como espectáculo. Que también hay que callarse y no decir nada sobre los cadáveres que dejaron la especulación y el quiero-y-no-puedismo al que empujó el efecto Guggenheim, y que hoy o se pretende esconder debajo de la alfombra o enaltecerlo con valor poético.

Ante esta actitud caben dos hipótesis: o bien que él, y otros como él, se encuentren cómodos y satisfechos con este presente y ese sistema; o bien que es o son demasiado cobardes como para intentar señalarlo y les es mucho más productivo y fácil atacar a quien sí lo hace, mediante falsedades o medias verdades si es preciso, para seguir haciéndose un lugar en ese sistema.

Con su réplica, De Molina me ha demostrado ser uno más de tantos: alguien sin voluntad de diálogo, pese a las apariencias; sin reflejos; criado en un mundo donde la discusión frontal no existe, donde la realidad es solamente la que existe dentro de los muros de la universidad o lo sancionado por la academia y no por el esfuerzo y exigencia de la propia inteligencia. Se me hace imposible de esta manera mantener una conversación o un intercambio por escrito aunque éste pretenda estar muy dispuesto a ello, manifestando esta disposición tanto en privado como en público. ¿Cuál puede ser el interés en conversar conmigo cuando su única herramienta pública ha sido la depreciación y la tergiversación?

Ruego a De Molina que siga haciendo su trabajo y que me deje a mí hacer el mío. No me gusta que me den consejos, aún menos cuando no los pido y además empleando la intolerancia en tono amable. No tengo que detenerme a explicar qué llevo haciendo casi veinticinco años. Para poner en entredicho ese retrato que De Molina ha querido hacer de mi trabajo están los escritos de este blog, mis artículos y entrevistas en revistas especializadas y los libros que he publicado.  Cito a Tafuri, y doy por zanjado este asunto: « El concepto de una crítica que sirve para que un arquitecto en vez de hacer los cuadrados de una manera los haga de otra, esa crítica no me interesa. Para eso llamen a Zevi, o a Frampton, o a Scully, llamen a quien les parezca.» (2)

 

(1) y (2). VV.AA., “Entrevista a Manfredo Tafuri”, Materiales, Buenos Aires, 1983. (La entrevista fue realizada en julio y agosto de 1981.)

Visitá la nota original > http://abcblogs.abc.es/fredy-massad/2018/06/04/en-saco-roto/

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