23.10.2015
Del ícono a la para-arquitectura
La arquitectura de las últimas tres décadas se ha caracterizado por una obsesión eminentemente visual, el afán por una imagen poderosa (que garantice el acceso a los medios con la velocidad necesaria).
Este período está indisolublemente ligado a la globalización del neoliberalismo tras la caída del Muro de Berlín y la mutación al capitalismo de China. Ha sido la era dominada por los star-architects y los llamados edificios icónicos, a la que debe sumarse el efecto de la revolución de la tecnología digital. En esta cultura dominada por la ideología y estrategias del espectáculo, esclavizada por la necesidad de impactos mediáticos, la arquitectura ha consentido en ir anteponiendo a la reflexión acerca de los fundamentos relativos a la función y tectonicidad de cada edificio el cuidado en la producción de imágenes. Es decir: la estricta dimensión estética del objeto, lo que ha acabado vaciando por completo de contenido ideológico a la arquitectura.
Podemos definir este tiempo de dominio del star-system como el de la hegemonía de una oligarquía, que puso a la arquitectura a los pies de los poderes económicos neoliberales que obligaron a hacer un edificio cada vez más espectacular, siguiendo de manera cada vez más evidente la estética producida por la computadora a través de la simulación digital; algo que que en la mayoría de ocasiones acabó en fracasos dada la imposibilidad de calcar lo que la máquina producía, haciendo que la estructura se construyera de manera convencional para que la arquitectura resultante se montara como una escenografía que envolviera ésta. (Sirva como ejemplo el Metropol Parasol en Sevilla de Jürgen Mayer H., montado sobre una estructura de pilares que después fue revestida por toda la parafernalia generada digitalmente.)
La obra de arquitectura (o mejor dicho, la obra de arquitectura mediática) fue perdiendo gradualmente a lo largo de este periodo todo interés por un rigor responsable a favor de una concentración obsesiva en la contundencia, la singularidad, en el valor inmediatamente reconocible de su autoría por encima de cualquier otro valor cualitativo. Así, la arquitectura terminó deviniendo otro producto para consumo más (equiparable a cualquiera de esos objetos extravagantes de marca de lujo, únicamente destinados a ostentar el estatus de gran riqueza de sus propietarios).[i] Centrado estrictamente en la superficie, en la apariencia de edificio, el fenómeno de la arquitectura icónica ha hecho innecesario el contenido ideológico, banalizando pensamiento y discurso y, consecuentemente la reflexión y la posibilidad de debate, travistiéndolos en otra forma de ‘alta cultura lúdica’, entretenimiento vacuo e inofensivo. El haberse transformado la arquitectura meramente en una cuestión de estética, efímera, ha propiciado la instauración de una crítica más próxima a los criterios del like de Facebook que a cualquier forma de razonamiento argumentado.
Esta actitud narcisista, rimbombante y falsaria inició su retroceso ante la crisis económica, pero aún sigue pertinazmente vigente en las manos de sus principales artífices (por sólo citar algunos bien reconocidos y recientes: Gehry en la Fundación Louis Vuitton, Herzog & de Meuron con la sede del BBVA en Madrid, o Hadid en sus proyectos en Baku, Qatar…) o en el relevo que toman figuras como Bjarke Ingels con su Two World Center o muchas de las 1715 propuestas presentadas a la primera fase del concurso para el Museo Guggenheim Helsinki. Esas construcciones de fugaz trascendencia, que han brillado merced a grandes inversiones y que imponían unos parámetros de consumo rápido que pulverizaban los cimientos de pensamiento crítico, están dejando lugar hoy (cambiado el escenario económico) a una versión materialmente más barata de ellas mismas, pero conceptualmente de idéntica vacuidad. Si la arquitectura del ícono había abandonado por desidia la atención al componente de la función en el edificio, esta versión actualizada, basada en la perfomance y en la intervención efímera (cuya esencia arquitectónica se diría, con frecuencia, cuestionable), adopta en muchos casos un impostado y conveniente discurso sobre la conciencia social, que la legitima dentro de este contexto crítico.
Estos productos falsamente low-cost, integrados en el mercado de supuesta innovación y rupturismo de los circuitos museísticos y culturales en generales, sirven de nuevo combustible para el consumo de los medios como una falsa de promesa de renovación y revolución.
La «hipervisibilidad estético-lúdica»,[ii] como la denominan Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, de la era de los íconos ha terminado virando hacia conceptos de un dudoso valor arquitectónico. Se trata de emprendimientos temporales y de carácter perfomativo, que pueden verse por ejemplo en los dos últimos pabellones Serpentine Gallery realizados por Smiljan Radic y selgascano respectivamente, las perfomances en el MoMA realizadas por Andrés Jaque o la instalación recientemente construida por Izaskun Chinchilla en Governor’s Island (financiada a través de crowfunding), y que gran parte de la crítica ha entendido y validado como formas de arquitectura.
No plantearía ninguna objeción hacia este tipo de acciones constructivas si se definieran a sí mismas como experimentos para-arquitectónicos, una artistificación; sin embargo, cuando se intenta catalogarlos como elementos arquitectónicos de innovación y se trata de hacer que propongan la nueva definición del hecho arquitectónico se termina llevando a la arquitectura a un ámbito demasiado difuso. La cultura de la arquitectura adolece cada vez más de peso específico, hasta haber llegado a perder conciencia de sus objetivos primordiales. La celebración de estos objetos es la insoslayable confirmación de una caída en la trampa de las apariencias de la que es difícil ver hoy por hoy la salida.
[i] Para ampliar esta idea, véase «Objetos estériles» en Fredy Massad, La viga en el ojo. Escritos a tiempo, Madrid: Ediciones Asimétricas, 2015.
[ii] Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La estetización del mundo. Vivir en la época del capitalismo artístico, Barcelona: Anagrama, 2015, pág. 249.