12.4.2013
Clorindo Testa. Una foto
En el atiborrado escritorio de mis fotos sin ordenar, conservo aún dando vueltas y sin destino, esta foto de mi último encuentro con Clorindo Testa, hace meses apenas en su estudio de la Avenida Santa Fe.
Desenfocadas aparecen sus manos, hermosas, activas e incansables hasta el final. Manos que dibujaron una colección de edificios que hoy son parte de nuestro patrimonio cultural porteño, manos que acompañaban sus maravillosos relatos de viajes iniciáticos, travesías por mares navegados en sus amados barcos, recuerdos circulares de su niñez, fósiles encontrados de Gliptodontes tan reales como imaginarios, misteriosos viajes a Pompeya y Herculano o míticos cuentos de las pestes de una Buenos Aires que quizás existió. Manos que durante poco menos de un siglo, modelaron barquitos de papel, dibujaron casitas de su niñez, ciudades de medianeras blancas, gigantes bibliotecas de cuatro patas, árboles de hormigón pintados de colores, monstruos de madera, papel y alambre y supieron cocinar hasta un tuco a lo «Testa».
Clorindo como artista y arquitecto dio todo, libre como un niño y sin concesiones. Como un hombre del Renacimiento supo conjugar e integrar lo deleitante, lo práctico y teórico desde un alma dotada de sensibilidad, fuerza e inteligencia. Recibió en vida, homenajes, premios, cariño y abrazos. Este hombre serio y camuflado detrás de lentes gruesos y eterno saco y corbata fue el arquitecto más querido, admirado e incomprendido de nuestra historia. Como gustaba presentarse, fue el arquitecto que más concursos perdió, una sutil ironía y paradoja, para el arquitecto argentino que más concursos de Arquitectura ganó. Irrepetible y entrañable, como herencia nos deja la Biblioteca Nacional, el Banco de Londres y América del Sud, el Hospital Naval Central de Buenos Aires, el Centro Cultural en Recoleta, el Colegio de Escribanos, la casa Di Tella en Belgrano y cientos de edificios y proyectos. Adiós Cloro y gracias por todo.