14.4.2015

Monumento Nacional a las Víctimas del Holocausto

Ojalá estos monumentos no se tuvieran que hacer. En los genocidios los Estados enloquecen y comienzan a eliminarse a sí mismos, como si fueran la metáfora de un cáncer.

I
El proceso arranca siempre con alguna excusa racista. Alguien poderoso, junto al consentimiento de parte de la sociedad, hurgará diferencias en la religión, en el color de piel, en las ideas políticas, en los gustos sexuales de los otros. Los marcará y echará a funcionar contra ellos el gas y la bala; la matanza.

Ojalá estos monumentos no se tuvieran que hacer significa “ojalá no hubiera que recordar nada malo”. Se recuerda para no repetir. Para que el monumento te diga día a día “mirá el horror del que fueron capaces los hombres”, cuando te lo cruzás en tu camino al trabajo. Al fin y al cabo, la vida es muy chiquita.

II
El monumento está situado en la Plaza de la Shoá, en Avenida Bullrich y Libertador. La Plaza de la Shoá es parte de un complejo de parques religiosos de una Buenos Aires que desde hace muchos años es altamente inclusiva. Acepta pueblos, acepta credos, acepta diferencias ideológicas y políticas. Por ejemplo: al lado, cruzando en diagonal, hay un parque que tiene una mezquita. Buenos Aires debe ser el único lugar en el mundo en este momento en el que un monumento judío y una mezquita árabe son buenos vecinos. Mientras escribo pienso una utopía: sería maravilloso cambiar la palabra “único” por “primer”. O sea: el “primer” lugar en el mundo en que esto pase. Ojalá hubiera más.

III
El Holocausto judío es una herida de la humanidad. Ya no es solamente un trauma en la memoria de un sobreviviente; es de todos. Judíos o no judíos. Es del mundo.

En términos políticos el dolor tiene categorías: no es lo mismo una sola muerte que una masacre, y no es lo mismo una masacre hecha por particulares que una llevada a cabo por el Estado. Pero en términos de intimidad, el dolor no tiene categorías: una madre que pierde a su hijo en campo de concentración sufre tanto como una que lo pierde en un robo o en Cromañón. No hay tragedias de primera o de segunda categoría. No hay un ranking de sufrimiento. El dolor es universal, aunque a veces eso suene extrañamente injusto.

Resulta difícil decirle a la mujer violada que una violación es de toda una sociedad. La personalización de una catástrofe es real, dolorosamente cierta, pero le hace mal a la catástrofe en sí. Es muy probable que una catástrofe no denunciada se repita. Si lo sabe solamente la policía es un poco mejor, pero no basta. La globalización es lo que la vuelve visible. Se trata de apropiarse del dolor para poder compartirlo.

IV
El monumento está compuesto por 114 piedras de hormigón armado que forman una pared. Las piedras son de grandes dimensiones: pesan de dos a cuatro toneladas. La cara delantera de cada una de ellas está modificada con una huella de un objeto a mirar. Las 114 piedras contienen la impresión de unos mil objetos comunes de la vida cotidiana de un ciudadano contemporáneo.

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Los objetos son computadoras, celulares, ropa, paraguas, libros, instrumentos musicales, vajilla, electrodomésticos, cedés, discos, casets, reproductores, televisores, un bastón, chupetes, baberos; un traje, una pollera, una bicicleta. El gamulán de un niño. Zapatos. Ninguno de ellos está ahí; sólo se ven sus huellas en el hormigón. Hubo que romper los objetos para hacer que quedarán para siempre grabados en piedra. El efecto es el de fósiles urbanos. La propuesta no conlleva un registro documental, sino poético. ¿Qué es lo que hace la poesía? Decir lo no dicho. Poner de relieve la ausencia.

V
Es muy importante este tema del registro, y es a la vez la razón del monumento y el motivo de algunas críticas que nos llegaron. Digo razón porque es lo que quisimos hacer, por lo que nos presentamos al concurso con el arquitecto Sebastián Marsiglia. Desde el vamos sabíamos que para poder pensar un monumento contemporáneo teníamos que evitar el registro testimonial.

Registro testimonial es hablar de la historia directa, y utilizar -tal vez, si hubiera sido posible su acceso- objetos documentales o que aparentaran ser históricos. Pero los objetos documentales son para las vitrinas de los museos. Alguien podría protestar: ¿cómo pusieron una laptop en el Monumento, si en la época del Holocausto no había laptops? Ni celulares, ni plasmas, ni estos paraguas tan modernos, ni este tipo de ropa. La elección de los objetos que hicimos es actual, para que la gente pueda captar el mensaje directamente y que les llegue enseguida al corazón. El corte generacional de esta colección de ausencias antropocéntricas es ahora. Ya.

VI
También elegimos los objetos de modo abarcativo. Queríamos esa clase de piezas que nos transforman a todos en seres culturales, que de tan domésticas pueden hallarse en todas las casas de la Argentina. Seas judío, católico, mahometano o ateo. Seas negro, blanco, homosexual, casado, viejo, niño, mujer, desempleado, profesional, analfabeto, discapacitado, profesor, comerciante, gitano, político, artista o enamorado. No sumergimos en el hormigón objetos de rituales judíos, aunque sea un monumento judío. No hay un candelabro ni una kipá. Como tampoco hay objetos políticos: no hay una Constitución ni un pañuelo de una madre de Plaza de Mayo. Ni armas. En esto se basa lo abarcativo de la propuesta: queremos que inspire a muchísima gente, la mayor posible. Y que todos sean objetos felices.

Lea, una sobreviviente de un campo de concentración alemán, nos contó que en cautiverio soñaba con una mesa puesta. Un mantel, cubiertos, pan. Probablemente muchos, en situaciones extremas, también hayamos anhelado la normalidad de un almuerzo. De eso se trata. El monumento comunica la desaparición de las cosas normales, ridículamente pequeñas, que hacen a la construcción de una cultura.

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VII
Dice Gérard Wajcman que el objeto del Siglo XX fue la película Shoá, de Claude Lanzmann. La película es monumental, de antemano, por su metraje: dura doce horas. Ahí se ve a gente contando la historia. Seres humanos hechos del mismo material -carne, hueso, sangre- que sus victimarios. Pero ahora hablando a cámara sobre la tragedia. Si los seres humanos fuéramos sólo seres mecánicos – objetos- podríamos afirmar que no habría diferencias aparentes entre buenos y malos. Sin nuestra ropa y nuestras cosas somos todos parecidos. Muertos, casi iguales.

VIII
Cada una de las matanzas orquestadas desde el Estado estuvo montada sobre una idea negativa de la diferencia. La verdad es que todas las personas somos diferentes y todas las culturas lo son entre sí. Pero cada vez que hubo una masacre, se necesitó “construir” a un diferente amenazante para después poder culparlo de todos los males y eliminarlo como símbolo: si se elimina al diferente, se está eliminando “el mal”.

Es por eso que el monumento busca, deliberadamente, trabajar sobre la idea de “no diferencia”: si bien el pueblo judío tiene -como todos- una infinidad de rasgos que lo identifican, a nosotros nos pareció más interesante y reparador buscar en este caso los infinitos puntos de unión que hay entre las víctimas de la Shoá y la comunidad internacional que las aloja. ¿Por qué una zapatilla, un tenedor, un metegol? Porque son detalles y porque -fue Mies el que lo dijo- Dios está en los detalles. La ausencia de un vestidito es la ausencia del todo. La ausencia de esa infinidad de elementos que nos conforman como seres culturales, es la ausencia de la cultura.

IX
Conseguir las cosas fue una odisea de seis meses. Para eso nos sirvieron las redes, el buen Facebook. Hay objetos que son míos, o de Sebas o de nuestra asistente Barbi Kaplán. Muchos objetos fueron donados por la gente que trabaja en mi estudio. Pero muchos otros tuvimos que pedirlos, y algunos fueron muy difíciles de conseguir. Siempre pensamos que era mejor que los objetos vinieran con sus propias historias. Esa fue una de las razones para ponderar los usados sobre los nuevos, además del incordio de tener que salir a comprarlos y pagar por algo que se va a romper.

Así Ricardo Koop nos donó un clarinete, Rosana Gutiérrez una guitarra, Belén Wedeltoft un espejo enmarcado, Luis Campos un Wincofón, Carlos Wolpo su bicicleta, Josefina Licitra su vestido de adolescente, Gabi Comte los auriculares que usaba en Alfaguara, Gabriela Stoppelman los patines de cuando era chica, Joaquín Fernández Burzaco su gamulán preferido, Fernando Díaz el metegol de su hijo, Mariana Gastellu el Scalextric de su marido, Viviana Loughri sus paraguas plegables, Eduardo Sobico un serrucho de carpintero, Patricia Ons su bolsa de agua caliente, Carolina Unauono una agujereadora, mis vecinos Elsa Fortunato y René Mosquera un enano de cemento de su terraza de la calle Unamuno. La lista completa de donantes figurará en una placa, incluida la familia Gotlib que regaló las luces que muestran el monumento por las noches.

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Cada objeto fue manipulado para obtener vaciados en yeso o alginato, que a su vez fueron llenados con caucho de siliconas para lograr los moldes. Trabajaron en este proceso dos grupos de diseñadores industriales: uno dedicado a los objetos duros (de plástico, de metal o de madera) y el otro dedicado a los objetos blandos (telas y papeles). En ambos casos tuvieron que romper, taladrar, rellenar, endurecer, plegar, cortar, enduir y pintar cientos de cosas que a veces no pudieron ir al monumento porque los negativos eran demasiado difíciles de leer. Nos pasó con una picadora inglesa que donó Aída Daitch: nadie entendía qué máquina era. Todo el proceso estuvo destinado a que el reconocimiento final de los objetos fuera inmediato y fácil.

Por este sistema de destrucción para construir pasó la compu con la que escribí “El amor enfermo”. Snif, y luego pleno orgullo. Me apropio de lo que dijo el poeta William Carlos Williams: “Nada de ideas, salvo en las cosas”.

X
Víctor, otro de los sobrevivientes del Holocausto que hoy vive en Argentina, está preocupado por que el monumento se entienda. Piensa que si hay que explicarlo no sirve. Y no ve en las huellas ninguna ausencia; solamente ve marcas que podrían interpretarse como cualquier otra cosa. Comparto con él mis reflexiones como creador, pero también mi decepción al tener que explicar un poema.

Uno ve una estatua de San Martín y ya sabe quién es. ¿Siempre fue obvio? No. Sabés quién es ese señor de a caballo porque te avisaron en la escuela. Los niños anteriores al aviso solamente ven un hombre disfrazado, portando un sable corvo. La estatua convoca la pregunta acerca de quién es ese señor. Qué cosas hizo, por qué está arriba de un pedestal. Y los mayores debemos responder.

Necesitamos a ese chico curioso y al adulto dispuesto a contar qué pasó. Para salvarnos del horror que pueda traernos el futuro necesitamos a miles de millones de personas así.

Texto por Gustavo Nielson

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