12.8.2015

La arquitectura contada a los niños

"No nos toca de realidad sino inventar alusiones a lo concebible que no puede ser presentado." Jean-François Lyotard.

ariel bartolini

Hasta que fue domesticado y el repliegue de los peligros permitió la forma del jardín, el bosque era el envase del miedo. Animales feroces, enigmas acechantes, caminos perdidos en sombras laberínticas. Así enunciado en los cuentos infantiles el bosque se opuso y fue la contracara de la interioridad.
La casa y el bosque constituyeron una antinomia topológica. Fueron las capitales de un territorio de fractura, donde los bordes, renunciando a ser escenarios de integración, en cambio cierran los objetos, los repliegan sobre sí mismos.
¿Un laberinto? No. Hänsel y Grethel vivían en «una casa muy cerca del bosque». Aún próximo, el bosque era un rumbo a «lo más espeso», donde el camino de vuelta a casa se ha borrado. La casa es un sitio cerrado. El leñador irá y volverá trayendo entorno roto. La vida en la caja de clausura se fragmenta. Sin regreso no hay viaje, sino exilio. Esta es la madrastra.
Hänsel indaga vínculos. Abre la puerta del fondo, y ve bajo la luz de la luna unos «guijarros». Unas piedritas. Un sólido explotado. Bajo (el juego sabio) la luz de luna, viéndolos que resplandecen en el suelo, Hänsel abre el espacio. Troca la materia del muro cerrado y traza en el borde una línea de apertura. Probablemente vea Hänsel las casas de campo en las que Mies dibuja el muro, como línea penetrante. Abre la casa al bosque. Abre el bosque a la casa. Tiene los bolsillos repletos de guijarros. Sabe como volver. Ha descubierto los confines del objeto, ha unido su casa al bosque. Van y vienen con Grethel por el espacio integrado, borran el deleite del objeto, la vanidad del dibujante, el agua quieta en que Narciso se repite. No están mirando. No se trata de un dintel y de un cristal desde el que el ojo mira y el cuerpo se ensimisma. Andan, caminan, se internan en el bosque. Huelen la espesura, tocan tierra. Vuelven. La madrastra los lanza más lejos todavía. No hay tiempo de guijarros, lleva un pedazo de pan. Hänsel lo deshace en migajas que remedan el camino de piedritas. Usa el último alimento porque sabe que abrir el relato donde el objeto se pronuncia en primera persona, es vital. El nutriente del espacio es la síntesis «de lo necesario». Una casa con bosque, no una casa cerca ni en el bosque. Piensa Hänsel. Dibuja en la tierra sin levantar su dedo la casa continuada en la línea de guijarros. No es un camino, entonces, dice Grethel, es la casa. Las palabras aprenden del dibujo.
La arquitectura no es efímera. «Las técnicas son la base del lirismo» A las miguitas se las comen los pájaros. La voluntad de reintegrar y de ir tras la síntesis es heroica y la carne débil. Hänsel y Grethel son vencidos. En la desesperanza de la búsqueda, brilla la tentación de la forma. La misma casita cerrada y sin confines, sin Richard Neutra, sin ver las líneas ladrilleras de Mies, sin Marcel Breuer. La caja cerrada, pero de chocolate y mazapán. Y al comérsela aun estando fuera quedan encerrados. El hambre que los echó a un exterior sin caminos de regreso ahora los encierra. Son ellos el banquete. Cuando la forma tienta con el dulzor de su gusto, ella te come a vos, Hänsel. Lo sabe el pescador que desvelado pesca y conmovido por lo pequeño del pez lo devuelve al mar. Liberado, el pez le dice que es un príncipe. ¿Puede convertirse la accesis en codicia? Quién se tienta? La mujer del pescador no habita su casa sino para desearla. Mientras el pescador pisa en el borde mismo de la tierra, lanzando líneas al mar, su esposa está en el centro donde el objeto se relame. Un laberinto? Una choza cerca de la orilla del mar. Desde el ojo del espacio apasionado de sí, la pesca es del deseo.
«No está contenta con vivir en una choza de juncos, quisiera mejor una casa de madera.» Y tras tenerla vuelve el pescador tras el anzuelo de la forma: «-¿Qué quiere tu mujer? -¡Quiere habitar un palacio grande de piedra!» Y así la insaciable vanidad pronuncia su eco: ¡quiero, quiero! sin nunca querer más que lo que entra en el volumen cerrado del objeto. La vocación por el palacio, empobrece sin los guijarros de Hänsel llenando los bolsillos. Vuelve la punta del dedo a la nariz. Responde el pez al último deseo «-Vuelve y la encontrarás en la choza. Y a estas horas viven allí todavía.»
Como los tres cerditos, tras la certeza de los muros. Los cerdos se alimentan de lo despreciado, en su casa inviolable el espacio se ha estancado. No es potable. Hablarán por celular, mandarán mails, pero en el interior de los cerdos, el fragmento devuelve la nostalgia del todo. Por eso el lobo, embajador de lo inquietante, sabe que tras el relato de lo que se pierden, irán fuera. Y van. El lobo está más lejos. Fuera es más que dentro y el proyecto se nutre en la tensión del camino de piedritas de Hänsel. La mujer del pescador, en su pasajera omnipotencia se consuela en lo contemplativo. La mirada congela. La cultura proyecta el sentido a los confines.

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