15.1.2004

El ambiente tóxico de la corrupción, por Natalio R. Botana

El tema de la corrupción regresa una y otra vez a ocupar el centro de la escena. Su presencia es como un signo de alerta acerca de lo mucho que nos falta avanzar en nuestra democracia luego de veinte años de práctica ininterrumpida.

De esto, en definitiva, se trata: de conocer el secreto del poder y develar, en suma, cuál es el sistema informal que se oculta tras las reglas escritas del régimen representativo en forma de dádivas, coimas y manipulación viciosa de los dineros públicos (en particular ese pozo negro de recursos presupuestarios llamado SIDE). El escándalo de los sobornos en el Senado de la Nación, que estalló hace tres años, ha sufrido otra nueva vuelta de tuerca debido a las declaraciones de un autoincriminado. Esto nos coloca ante la exigencia de llegar hasta el fondo de las cosas, determinando una verdad judicial que sancione, si cabe, a quien corresponda.

El drama implícito en estas denuncias se traduce en la conciencia pública de que nuestra democracia está mal representada. Con respecto a este punto acierta la mayoría de las encuestas de opinión: un porcentaje mayoritario no se siente representado, lo que pone de manifiesto la ruptura del vínculo de confianza hacia aquellos que deberían obrar en su nombre. La crisis de representación no será entonces sencilla de superar. Y si las acciones posteriores a estas denuncias, y al juego implícito de no se sabe qué sectores en este asunto, culminan en otro enredo judicial sin mayores consecuencias, poco se habrá adelantado para suturar esa hiriente desconfianza. Se hundirán en el rechazo antiguos líderes populares, pero no se salvará el prestigio de la república democrática que hemos adoptado.

Entre dádivas y amenazas

¿De dónde proviene esta tradición malsana de fijar un precio a las leyes? El sistema de sobornos tiene raíces que la historiografía ha explorado, pero no es mera casualidad que esas componendas hayan supurado en el Senado, el lugar donde debería expresarse en plenitud el pacto federal de nuestra Constitución nacional.

De hecho, el imperio pacífico de este pacto está nublado por una praxis deficiente del régimen federal: dadme, en definitiva, un tipo de federalismo y te diré qué Senado tenemos.

El nuestro está aquejado por factores de corrupción que ascienden de la base hacia el vértice de las decisiones. Si el gobierno nacional -cosa que tendrá que probarse- ha intervenido en ese trámite es porque sus autoridades máximas sabían que en ese recinto circulaba la moneda de cambio de la coima. Y si esas prácticas se hacían en la estructura superior del Estado es porque también las mismas prácticas anidan en las provincias de donde estos representantes provienen. La corrupción en las alturas es el reflejo de una corrupción más profunda, en general ignorada, que mutila constantemente a la ciudadanía. Son, si se quiere, dos resortes complementarios.

¿Se ha pensado por un instante en cómo se controla el ejercicio del sufragio en las provincias más pobres? De tanto en tanto, al igual que estos grandes escándalos, salen a la luz escándalos más pequeños pero no menos lacerantes. Gracias a la televisión y a informes de testigos relevantes (me refiero al texto Formosa: un pueblo cautivo del padre Francisco Nazar, un sacerdote que desde hace treinta años desempeña su misión y trabaja con los aborígenes de Formosa) conocemos algunos hechos originados en esa provincia, donde el índice de pobreza más alto del país coexiste con la legislatura más onerosa en términos de sueldos y empleados.

Es un cuadro, cercano a la antigua idea de oligarquía, donde sobresale un régimen hegemónico montado sobre la ley de lemas y comandado por el Partido Justicialista. De Menem a Kirchner, este arreglo ha gozado siempre de la protección del gobierno nacional.

Los que llevan la peor parte en este tipo de provincias, de Salta a Formosa, son los indígenas, eternos explotados por un concepto espurio que los convierte de ciudadanos libres, en masa disponible para producir el sufragio. ¿Cómo actúa el sistema en Formosa?

Mediante un juego que combina la dádiva con la amenaza. Las dádivas previas a los comicios son importantes para quienes están desprovistos de derechos elementales y tienen insatisfechas sus necesidades básicas: agua, comida, leña, el pago de un servicio y la promesa de otros beneficios para el día después de las elecciones.

La contrapartida de esta aparente generosidad es la apropiación de documentos de identidad por parte de los punteros electorales (si no se entrega el documento no hay, en rigor, comida). Con estos resguardos, los electores son transportados hasta el lugar de los comicios, donde se les devuelve el DNI junto con una boleta perteneciente a uno de los sublemas en competencia, pertrechada con los necesarios dobleces para que el fiscal (otro puntero) las detecte en el momento de hacer el escrutinio. Guay de que estas exigencias no se cumplan: las sanciones, retaceando agua, planes sociales o alimentos, no se hacen esperar. El círculo se cierra porque, además, estas prácticas son compartidas tanto por el partido de gobierno como por el que ejerce la oposición.

En el siglo XXI, las viejas mañas del control del sufragio guardan una estremecedora actualidad. Están ahí, como algo intocable, que se repite al ritmo de los períodos electorales. Desde luego, en contraposición con la participación electoral en las zonas urbanas, esta realidad es producto del poder que ejercen los caciques electorales de una provincia sobre una minoría de electores.

Aun así, lo que más impacta es la rutina de la corrupción, la capacidad espúrea para transformar el hábito de la participación ciudadana en el arte vicioso del engaño. La autonomía ciudadana se convierte así en dependencia, el intercambio cívico en tráfico de influencias. ¿Por qué entonces no traficar arriba, en el pináculo de las instituciones que conforman el gobierno nacional? La corrupción configura, en efecto, una escala de agentes.

No faltarán respuestas escépticas a esta pregunta que postulen la imposibilidad de reformar esos comportamientos tan arraigados. Razones no les faltan a estos argumentos, excepto el hecho a tener en cuenta del vigor que ha mostrado en estos años la denuncia de la corrupción. Tarde o temprano las cosas se saben, penetran en la opinión, se convierten en cuestiones que deben ser resueltas.

Este dinamismo para desentrañar la verdad está inscripto en el corazón mismo del régimen democrático. Por eso caen los ídolos, grandes y pequeños, y los que se creen protegidos por pretendidas murallas feudales. Con este espíritu atento, que no olvida a los más débiles y desprotegidos, celebremos estas dos décadas de democracia.

Por Natalio R. Botana
Para LA NACION

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