16.11.2003

Un puente que une Oriente y Occidente

El Puente Viejo era el orgullo de la ciudad cuando Mostar era una verdadera ciudad. Hace tiempo que no tenemos ni el uno ni la otra. No tenemos nada de lo que enorgullecernos.
¿Pero realmente destruyeron ese puente? ¿Y cómo fue posible algo semejante? Estas preguntas se habían convertido en una pesadilla que no nos abandonaba desde el día (era el 9 de noviembre de 1993) en que las granadas partieron por la mitad el Puente Viejo e hicieron que se derrumbara sobre el río Neretva.
Los habitantes de Mostar, sin embargo, aún conseguían verlo si entrecerraban los ojos, o sentirlo aun sin verlo. «Aquí está y aquí se quedará», decían algunos para sí, negando la evidencia. Conseguimos convencernos a nosotros mismos de que su ausencia era una ausencia temporal, aparente, irreal.
Durante estos diez años he recordado a menudo, para mí mismo y para otros, la belleza de nuestro puente, su arquitectura tan atrevida, la blancura de la piedra con la que fue construido, la imagen que ofrecía su arco de día y de noche; de día, a la luz de un sol que en esa tierra cárstica es más luminoso que en ningún otro lugar y, por la noche, bajo el resplandor de la Luna, que es más transparente y más discreto.
Fue construido en la época del Imperio Otomano, en el año 1566 del calendario cristiano, año 944 de la Hégira musulmana. Sobre una vieja placa se podía leer en caracteres árabes el siguiente texto: «Lo construyó el arquitecto Haireddin en la época de Solimán el Magnífico». La palabra «most», común a todas las lenguas eslavas con el significado de puente, es el origen del nombre de Mostar, «la ciudad del puente».
Nosotros lo llamamos sencillamente «viejo», como un hijo llama a su padre o un joven a su amigo: «Mi viejo». Nos citábamos «en el viejo»; nos bañábamos «bajo el viejo»; «desde lo alto del viejo» los más valientes de entre nosotros se zambullían en las aguas del «río más verde del mundo», como se llama al Neretva, el antiguo Narenta de los romanos. Estábamos convencidos de que sus aguas eran las más claras y las más dulces.
A lo largo de sus orillas, a los dos lados, se elevan altas y escarpadas rocas (los habitantes de Mostar las llaman «grutas»). Cada una tiene su nombre, alguna incluso apodo: la Zelenika, en donde antaño crecían higos silvestres y rosa canina; la Üuplija, es decir, Vacía, bajo la cual acecha un peligroso remolino llamado «tapadera»; el pequeño y el gran Sokol, es decir, Aguilucho, junto a la desembocadura del modesto afluente Radobolia; a su lado se recorta la roca Glavar (Gran Jefe), parecida al muelle de un pequeño puerto, y también la alta Duradik (término turco que significa altiplano), sobre la cual los chicos se entrenaban para realizar los más atrevidos saltos desde el puente. Unos pocos, los más valientes, se tiraban cabeza abajo y con los brazos extendidos como las alas de una golondrina (a este salto se lo llamaba el «salto de la golondrina»).
Sobre esas rocas iban a descansar las gaviotas llegadas del mar, que se posaban también en el puente. El Adriático está al alcance de la mano. Las invasiones, las guerras, incluso los terremotos, todas desgracias frecuentes en los Balcanes, habían respetado al puente durante más de cuatro siglos. Luego intentaron dañarlo los «serbios». Los «croatas» completaron la destrucción. Pongo entre comillas los nombres de los dos pueblos para no confundir a los destructores de esa extraordinaria obra arquitectónica con los croatas y los serbios que lloraron por este acto de vandalismo realizado por talibanes cristianos (un acto «contra la civilización islámica» odiada por los fanáticos nacionalistas).

Más que un monumento
Cuando se destruye una construcción como ésta, normalmente quedan muñones, pequeños o grandes, en una u otra orilla. Al principio me parecía que todo el puente había caído al río sin dejar huella, arrastrando al precipicio también las rocas en que se apoyaba, las torres de piedra laterales que velaban sobre el puente con sus centinelas y trozos de la tierra de Herzegovina que abrazaba sus cimientos. Más tarde pude observar que, en las dos orillas, habían quedado sólo las heridas, vivas y sangrantes.
Nuestro «Viejo» era mucho más que un simple monumento. Nos servía a todos, nos unía.
En él estaba sepultada la memoria de nuestros antepasados. Era el símbolo de generaciones. No unía sólo dos orillas; sobre ese puente, Oriente y Occidente se daban la mano. Fue posible abatirlo, pero no aniquilarlo. Seguía existiendo en nosotros. Callamos nuestro dolor ante los demás.
Los primeros intentos de reconstrucción no fueron afortunados. La obra se empezó varias veces, cada vez desde el principio; al cabo de los años no pasaba de los preparativos. Y esto, quizá, porque los propios habitantes de Mostar -divididos entre croatas, musulmanes y unos pocos serbios que quedaron en la ciudad- no tuvieron la fuerza de recogerse en torno del puente, de estar lo bastante cerca los unos de los otros.
En cambio, los especialistas extranjeros se mostraron dispuestos a afrontar la reconstrucción: ingenieros y arquitectos turcos, franceses, italianos, húngaros y de otros países.
En este momento en que el «Viejo» resurge y parece igual al que era, querría darles las gracias a todos. Me gustaría estrechar la mano de cada uno de ellos intentando no echarme a llorar. De alegría o de tristeza, no lo sé.

El autor es escritor y profesor de estudios eslavos en la Universidad de Roma, de origen ruso-croata, emigrado de la antigua Yugoslavia.

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