5.7.2010

Solana del Mar, Patrimonio Moderno

La Solana del Mar es una casa de dos plantas, edificada sobre la costa uruguaya, en Punta Ballena. Construida en la década del cuarenta, la Solana del Mar fue remodelada en el 2006 con el principal objetivo de que fuera rentable, descuidando una obra de valor histórico y cultural. Desde finales del 2008 funciona como exclusivo hotel boutique.

Para comprender la singularidad de un edificio moderno se han dispuesto, en general, complicadas elaboraciones críticas, a menudo leídas exclusivamente por arquitectos u otros especialistas en arte. Aún dentro de la corriente neo-moderna que hoy se ha difundido como “minimal” –permítaseme la simplificación gruesa, con toda la confusión que estas denominaciones incorrectas han generado-, las maneras que se recuperan hoy en el diseño siguen teniendo ese dejo de astringencia sólo tolerado por la seguridad fotogénica. Algo lejos ya del sentimentalismo posmoderno, que daba confort y seguridad y, aunque falsa, la ilusión de una domesticidad recuperada, sólo una posible sofisticación cosmopolita nos asegura “otra” ilusión: la de pertenecer a la cultura global. Con esto parece cerrarse el debate sobre los presuntos valores que la cultura arquitectónica aporta a la cultura de las gentes. Lo cierra, claro, sin resolver la incógnita. Ninguna certeza de que la arquitectura sea al menos un vehículo de pacificación entre el depredador humano y el sufrido ambiente; ni tampoco el espacio de las relaciones sociales, reales o imaginadas; no hay ilusión de utopías, ni proyectos, ni reivindicación alguna. Sólo buen gusto. El pesimismo que antecede no está sentido desde la ignorancia de propuestas y alternativas que sí existen, sino tan sólo desde la evidencia de que la cuestión del estilo -¡palabra incómoda!- sigue prevaleciendo en el barullo de las arquitecturas. Dicen los optimistas que la crisis del sistema traerá inevitablemente un replanteo de las condiciones productivas del hábitat. A juzgar por la inyección de capitales al desahuciado, la intención parece ser que todo siga por el mismo trillo. Dejemos claro algo más: la ilusión de un movimiento moderno basado en la ética social y la eficacia tecnológica ya ha sido discutida y este texto no trata de reivindicaciones nostálgicas. Todo esto viene a cuento porque en la Solana del Mar confluyen, en pelotón compacto y multicolor, todas las ideas, los principios, las ilusiones de la modernidad más heroica, codo a codo con la composición perfecta, la técnica exigente y sutil, la broma surrealista y sobre todo, la Arquitectura con mayúscula.

Recordemos el contexto
Los años cuarenta, casi terminada la segunda guerra mundial, en una zona alejada del conflicto, a la espera de su fin, inminente. Una comunidad progresista, vinculada a los republicanos españoles exiliados en ambos márgenes del Plata. Un lugar especial, Punta Ballena, colonizado por Antonio Lussich -un croata marino y jardinero, delirante y visionario- a fines del siglo XIX. La herencia repartida entre ocho hijas mujeres, entre las cuales Milka sobresalía por su carisma progresista y su entusiasmo por el proyecto. Un arquitecto, Antonio Bonet Castellana, convencido de su papel de dirigente y gestor de la ciudad moderna, la de la Carta de Atenas, cuya elaboración había presenciado doce años antes (siendo estudiante aún) en el IV CIAM, lo que lo llevaría a enrolarse en el estudio de Le Corbusier apenas terminada la carrera. Convencido, complementariamente, del papel del arquitecto en la construcción de la sociedad moderna, que le había sido trasmitido por sus maestros catalanes, Josep Lluis Sert, Josep Torres Clavé (fundamentalmente), y los artistas de la Barcelona anarquista, y por aquellos que, además, habían hecho brillar la cultura española en la Exposición Internacional de Artes y Técnicas de Paris de 1937. Recordemos: en el Pabellón de la República Española se expusieron –y Bonet estuvo allí, ayudando en el montaje– el Guernica de Picasso, Payés catalán en rebeldía de Joan Miró, la Montserrat de Juli González, El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella de Alberto Sánchez, Fuente de Calder, y la obra de muchísimos más –pintores, fotógrafos, cartelistas, etcétera- que han quedado a la sombra de los más célebres. Convencido, por último, con esa sensibilidad de periférico, al fin y al cabo campesina y artesana, de los valores de la cultura popular, de los ceramistas, tejedores, fabricantes anónimos de objetos eternos, del que sería un buscador, si no un coleccionista. Y con sus colegas del GATCPAC, un observador de la arquitectura vernácula mediterránea, blanca, simple, sin ornamentos: anticipadamente –según ellos mismos- moderna. Quizás es por allí que se cuela en el cajón de la memoria de Bonet, la arquitectura de Gaudí, él también un heterodoxo atento a la técnica, a la artesanía, y a los contenidos sociales de la arquitectura (aunque más bien como expiación, como bien puntualiza Lahuerta).

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Tres componentes son, pues, los materiales de Bonet para comenzar la faena en Uruguay: el compromiso con aquella modernidad, en los planos social, tecnológico y estético, la sensibilidad hacia los objetos anónimos producidos en el artesanato, y una obsesión por el trabajo raramente vista, señalada por todos los testigos. Comienza el diseño de la Urbanización en Buenos Aires, pero la Solana del Mar se produce en Punta Ballena. Es un proyecto simple y contundente. Dos plantas accesibles desde el exterior, la más baja en el nivel de la playa, la de los dormitorios subiendo a la duna revestida de césped, y la escalera que nos lleva a la recepción oficiando de muro de contención. Desde esta loma verde podemos subir a la azotea-jardín, donde nos esperan un bar y una pista de baile. No hay barandas: los bordes están rodeados de vegetación, y cierta inseguridad se insinúa desde las actividades que allí se desarrollan: la fiesta. Es que la línea que debía dividir el cielo de la tierra tenía que estar perfectamente dibujada; no podía “ensuciarse” con barandas molestas que le destruyeran la proporción justa. Por eso, para delinearla con precisión, Bonet recurre a un perfil de cornisa clásica, interpretada a su manera, pero con plena conciencia de la experiencia histórica de la pieza. Aflora aquí, sin duda, su formación académica, y su recuerdo del Park Güell.

En el interior, el recorrido que, a modo de “ocho”, se establece entre los dormitorios y el restaurante se cierra con una escalera que gira en la frontera de vidrio, al este. En el centro, las estufas –una arriba, otra abajo- que ocultan dos pilares de hormigón. Otra vez el juego de la ambigüedad que se echa a rodar: se sacrifica la “verdad” –el papel funcional de los elementos de la arquitectura se disimula-, para recuperar el centro de la composición. El fuego inquieto oculta la vista de la sólida certeza de la estructura. Los servicios –cocina, etcétera- se disponen a manera de contrafuerte pétreo, perpendicular al volumen principal, y dividiendo el acceso posterior de público (el principal es por la playa) del área de proveedores y personal. La escalera que se cuelga del muro presume de volar, sin estructura. Ningún detalle de diseño se ha descuidado. La piedra –tanto la de los muros como la del piso- se dibujó a escala, y se acotaron todas las piezas. Para los dormitorios se elige la orientación saludable: al sol, al abrigo del viento, a espaldas de la brisa marina, y de las fantásticas vistas. Para ver el mar, un gran vidrio que atraviesa toda la fachada, y una sala de estar íntima, para media docena de huéspedes, pero utilizable por los que vienen de visita. El espacio parecía no tener límites hasta la entrada de los dormitorios, disimuladas atrás de una curva que, como brazos abiertos, nos contenía la mirada y envolvía el estar. Las mismas maderas altianas se paseaban en la azotea para disimular los servicios, y de paso dialogar con los árboles en finlandés.

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Reforma y turismo cultural
Ahora todo esto se ha perdido. Desde el año 2006 la Solana del Mar estaba amenazada. Los rumores se convirtieron en gritos y una movilización internacional logró suspender un proceso que se estaba gestando silenciosamente. La suma de competencias burocráticas y desidias empresariales, la miopía cultural y la falta de canales de diálogo, finalmente nos han llevado a un callejón del que parece no haber salida. No se pudo detener la reforma, esta vez habilitada legalmente. Los argumentos son válidos: cinco habitaciones no pagan la renta, y por eso la Solana tenía, desde los años cincuenta, un hotel anexo que funcionaba en simbiosis con el edificio original. Una vez roto el vínculo, por divisiones sucesorias, el error se hizo evidente. La situación actual, después de la alteración, tampoco ha mejorado sustancialmente desde el punto de vista económico. Los edificios que, como la Solana, tienen dificultades de gestión financiera, deben ser integrados en programas de turismo cultural con miras más amplias que la vista del mar. De hecho, hay amplia experiencia en el ámbito internacional para tomar como ejemplo, tanto de edificios de historia antigua, como patrimonio moderno. Los ejemplos no son pocos. El Pabellón Alemán de Barcelona de Mies van der Rohe de 1929, reconstruido en 1985, o el convento de La Tourette, de Le Corbusier, gestionado por los Padres Dominicos, sede de numerosos encuentros, seminarios, etcétera, no precisamente religiosos sino arquitectónicos, son sólo los primeros que vienen a la memoria, pero la lista es larga. En el contexto de una región con proyectos universitarios -públicos y privados- como Maldonado, la inclusión articulada de los bienes con significación artística y cultural (y ambiental, dicho sea de paso) se hace prioritaria. ¿No hay lugar para la Solana del Mar en este proyecto de futuro?

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Nota publicada en la revista Revista Habitat Número 61

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