18.6.2008
Maledetti Architetti
Publicado en la Ronda Tránsito de los Documentos Periódicos de Arquitectura SCALAE, Febrero de 2006
(modesto manifiesto contra el buen gusto de los arquitectos)
Por una cuestión circunstancial me tocó leer, hace ya unos cuantos años, la traducción italiana del libro From Bahuhaus to our house, de Tom Wolfe, cuyo título «creativamente» interpretado resultaba Maledetti Architetti. Renegué bastante de ese libro. Un dandy americano hablando así de mis héroes europeos: Cómo se le podía ocurrir a un «periodista de opinión» asestar tales barbaridades sobre los arquitectos de la modernidad. Inmediatamente, con mezcla de bronca y superación, lo descarté; es más, creí haberlo regalado o tirado hasta hace unos días. El tiempo pasó, y debo aceptar que el calificativo del traduttore tradittore italiano me empezó a sonar, si no acertado, al menos, familiar. Fue mientras maduraba la insufrible superficialidad del discurso de mis colegas en todos los ámbitos y su consecuente alejamiento de la sociedad o cualquier tipo de construcción cultural. Aclaro, esto no es una reivindicación del libro de Wolfe, sigo pensando que no pasa de ser otro panfleto demagógico, excesivamente norteamericano y burgués. Es, más bien, muestra del sentimiento de incredulidad que me producían los discursos repetidos e inconsistentes, las poses sociales y una buena dosis de incompetencia, pero, sobre todo, de la impotencia personal creciente frente al estado de situación. Ahora bien, en qué sostengo semejante opinión cuando, obviamente resulta odioso escribirle a arquitectos sobre el descreimiento que provocan y, como si fuera poco, con el riesgo que significa para una crítica no propositiva de caer en el vacío de la anécdota. Pero acepto el reto, y fundamento mi hartazgo en las hipótesis que siguen, que no son las únicas ni hablan de todos mis colegas, sólo de la masa crítica que, como tal, tiene el poder de conformar esa estupidez llamada generalización en la que, lamentablemente, debo hacer pie.
1- Los arquitectos se preocupan cada vez más por estilizar el mundo aceptando implícitamente que el mismo ha sido ya digitado por el mercado, la historia o la sociedad. Los argumentos utilizados para sostener sus intervenciones terminan siendo siempre estéticos (aunque, en realidad, se trata de gusto), se dice lo que va bien para cada caso, del mismo modo en que opinaría un modisto o un peluquero, un estilista en la jerga actual.
2- Desde que la mecánica del espectáculo es adoptada por la arquitectura en cuanto modo de reproducción, la principal preocupación de los arquitectos pasa a ser el éxito mediático (las publicaciones de arquitectura se parecen a las del corazón), dejando de lado las responsabilidades que le competen en la construcción cultural.
3- Para los arquitectos resulta más cómodo llevar el discurso argumental a campo incomprensibles, encriptados y subjetivos. De esta forma, lo dicho no será entendido en lo ambientes populares por creerse culto ni en los ambientes académicos por el aura artística que los rodea y disfraza. En definitiva, queda mejor verse «raros» que útiles.
4- Los arquitectos prefieren repetir modelos ya probados y avalados cayendo directamente en la auto referencia y la banalidad, en lugar de cuestionar dichos modelos a través de un proyecto crítico y estructurado ética y profesionalmente.
5- Ante las condiciones impuestas por el mercado, los arquitectos toman dos posturas igualmente inútiles: reniegan como superados intelectuales o bien se asocian dócilmente como el más nefasto mercader, eludiendo el trabajo que implicaría la concientización necesaria del interlocutor para arribar a una construcción valedera.
Ante este panorama, la sociedad reacciona de modo unívoco sea cual fuere su posición en la misma: descreimiento, hastío y, por último, rechazo. Hagamos el ejercicio si no, de imaginar dos escenarios que, para los arquitectos, siempre se presentaron como incompatibles: Escenario pop, aquel del comitente privado, tan apto a las lecturas de moda: Aquí nuestro arquitecto resulta el intermediario necesario entre el objeto de representación y su deseo. Es el consejero de buen gusto, el estilista indicado para su casa o el que dará el toque justo para que su inversión comercial sea un éxito. Esta experiencia termina, la más de las veces, en una pesadilla. Escenario cool, una facultad de arquitectura cualquiera, luego de la exitosa conferencia del star de turno: Se analiza su contenido: muchas imágenes fascinantes y un argumento nebuloso. Una gran cantidad de palabras y citas que reunidas no forman un discurso, mucho menos una ponencia. Dejamos decantar y nos quedamos sólo con decisiones subjetivas apoyadas en fórmulas e imágenes, más o menos a la moda, según el disertante. En ambos escenarios llegamos, tristemente, a la misma conclusión, el sabor que nos queda luego de la intervención del arquitecto es el mismo: nos vendieron una postal de muy buen gusto, en Argentina diríamos, nos vendieron un buzón.
Educación
En este contexto es frecuente encontrar en las escuelas de arquitectura y, más específicamente, en los talleres de Proyecto, el germen latente de esta realidad. Las críticas a los trabajos estimulan las actitudes estilizadas/estilistas de la formación, olvidando que a esa altura, las propuestas formales no dejan de ser sucedáneos de las
imágenes consumidas recientemente. Si aceptamos que dichas propuestas no exceden todavía una aproximación literal e inmadura: ¿Por qué no dejar -aunque sea por un momento- que el ejercicio del proyecto sea una reflexión crítica y una construcción, motivando la capacidad de pensar y articular complejidades ya desde la formación? Quizá de esa manera logremos una generación de arquitectos que rompan el «maledetto» maleficio.