20.8.2015

Saber ver (en una revista) la arquitectura

Hay que aceptarlo: las publicaciones de arquitectura ya son autónomas de la arquitectura. Se han convertido en objetos de colección tan independientes de lo que muestran como lo es el Superman de las películas del actor Christopher Reeve. Mientras uno vuela por el aire el otro lucha por abandonar su silla de ruedas.

Los medios especializados lograron el milagro de ofrecerle a todo el mundo lo que antes era vivido directamente por los pocos afortunados que recorrían el planeta visitando obras maestras de arquitectura. Pero esta popularización hizo que la difusión mediática de una obra adquiriera más importancia que la experiencia sensorial que propone.

Tanta valoración de la imagen no es un pecado exclusivo de los medios. En los últimos años, la arquitectura se encargó del montaje espectacular del mundo y su globalización. Por lo tanto se convirtió en objeto de mera contemplación.
No por nada cada vez tienen más difusión los edificios escenográficos, de llamativas formas y construidos con materiales exóticos. Aún la austeridad minimalista gana su espacio mediático gracias a su obsceno contraste con la realidad cotidiana.

Si fuera necesario defendernos del sometimiento de la experiencia sensorial a los dictados de la imagen se podría apelar a recursos como el dibujo y la literatura. En definitiva, dos lenguajes.
El dibujo de arquitectura (el medio de comunicación más universal que conozco) no tendría que resignar expresividad y protagonismo en las publicaciones. Un buen corte, todas las plantas y grandes detalles constructivos dicen más que cien fotos.
El otro punto es como deben ser y para que sirven los textos. Entre los arquitectos se popularizó un tipo de escritura que se llama memoria descriptiva. Este género literario se asemeja mucho al informe de una autopsia forense. Consiste en contar el edificio como si estuviera congelado en el tiempo y el espacio, definitivamente muerto. La inutilidad de este tipo de descripciones queda consumada por la superioridad de las fotos y los planos para mostrar un edificio. Además, son mucho más divertidos y didácticos. Tampoco son conducentes otras formas descriptivas basadas en ensayos filosóficos o en panegíricos autocomplacientes. Ninguno de esos estilos contribuye a prefigurar en el lector las cualidades que nunca alcanzará a retratar una foto o un dibujo. A mi modo de ver, los textos tendrían que aportar más sobre la gente, los autores y los protagonistas de la vida cotidiana en el edificio. Imagino un relato periodístico que se pueda considerar literatura pero con pocas pretensiones. Una historia lineal que sintetice la vida en un edificio y la epopeya de diseñarlo y llevarlo a la realidad. Algo más cercano a la prosa de Truman Capote en «A sangre fría» que a la maravillosa y fantástica descripción de José Luis Borges en «La biblioteca de Babel».

Como los libros y revistas establecen un compromiso con el lector sobre la veracidad de lo que contienen, sería bueno que las publicaciones de arquitectura advirtieran lo que van a mostrar. Bastaría con tener en su primera página un cartelón que diga: «Atención: esto no es arquitectura».

Así, cada vez me gustan más las publicaciones en blanco y negro. Son tan limitadas, tan torpes y primitivas que resultan honestas. Por el contrario, las fotos color, engañosas y mal intencionadas, alientan a confundir lo que está impreso en el papel con arquitectura contante y sonante.
Es cierto que las viejas revistas de arquitectura cuentan con la ventaja de no prometer más de lo que pueden dar. Como en los noviazgos, la satisfacción final que produce una publicación de arquitectura depende de las expectativas previas. En eso, las viejas notas cuentan con la ventaja de que nadie exige que una foto monocromática refleje más aspectos de una obra que su forma, escala y el juego de luces y sombras. Un buen plano, con todos los datos de escala y orientación, hace el resto. Queda, eso sí, sin resolver las cuestiones cromáticas.
A primera vista, el despliegue visual de las fotos color parece completo y fidedigno, pero resulta engañoso. Si alguien pretende estar viendo el Guggenheim de Bilbao porque compró el último libro de Frank Gehry, se equivoca.

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