18.6.2008

Las ciudades, la luz, el recuerdo

Publicado en la Ronda Editorial de los Documentos Periódicos de Arquitectura SCALAE, Marzo de 2006

«De dos en dos, macho y hembra, entraron al arca con Noé…» (Génesis 7:9)

Durante casi 13 años, de abril de 1991 a noviembre de 2003, fui editora del suplemento Arquitectura del diario La Nación. En ese tiempo aprendí muchas cosas, y también aprendí a disfrutar de las obras de arquitectura y de las ciudades donde esas obras estaban. Pero en realidad, yo ya había descubierto de qué se trataba esa felicidad unos años antes, cuando visité por primera vez Jerusalém.
Estuve por primera vez en enero de 1984, cuando acompañé a mi marido, el escritor Isidoro Blaisten, invitado para fundar la Asociación de Escritores Judeolatinoamericanos en Israel. Nos alojamos en Mishkenot Sha’ananim, una residencia para artistas de todo el mundo, que había sido construida enfrente de la Ciudad Vieja a principios del siglo XX por sir Moses Montefiore, un filántropo inglés magnánimo y manirroto. De manera que, a la mañana, a la tarde y a la noche, cada vez que nos asomábamos al balcón o la ventana, veíamos en el horizonte, casi al alcance de la mano, la cúpula de oro macizo del Domo de la Roca o la suave luminosidad de las doradas piedras de la Muralla (sobre todo esto ya escribió maravillosamente Isidoro en su libro Cuando éramos felices).
Pero no es de la magnífica residencia de la que quiero hablar aquí; ni siquiera de la más magnífica todavía Ciudad Vieja. Quiero referirme a tres momentos especiales y a cómo nació mi amor por las ciudades, por todas las ciudades, para siempre.
Por esas circunstancias que ocurren en todo viaje, tuve que salir a comprar un antibiótico con urgencia, con un mapa de Jerusalén en la mano (confío en los mapas con la fe de un creyente) y una vaga indicación del conserje sobre la posibilidad de encontrar una farmacia en la avenida King David, pasando el hotel King David, a la mano derecha. Era invierno, hacía mucho frío, no había casi nadie en la calle y la King David tenía una bajada bastante pronunciada. De manera que, de pronto, en la soledad y en la luz de la tarde, Jerusalén relucía como una piedra preciosa, dispuesta a manifestarse sólo para los elegidos.
Encontré la farmacia (la atendía un argentino) y después aproveché para mirar los huecos de las balas y de alguna bomba en la fachada del King David, algo así como una medalla de honor para un edificio que vio pasar muchas batallas. Mientras tanto, pensaba en que la casualidad no existe y en la tierra del Señor siempre hay alguien o algo que están velando por uno. (Algunos años más tarde, iba a conocer, no muy lejos de allí, en el jardín Elsie Brandt, en la avenida Herzog frente a Bet Hanoar Ha’Ivri, una escultura de Ezra Orión, «Maalot», que es una escalera que va al cielo.)
La segunda vez que estuve en Jerusalén fue en 1986, en diciembre, para Navidad. Estábamos alojados en un apart-hotel sobre la avenida Jaffa, la más importante de la ciudad, donde está el mercado viejo; siguiéndola hasta el final se desemboca en la Puerta de Jaffa, en la Ciudad Vieja, y desde allí en línea casi recta (aunque eso es mucho decir en Jerusalén) se llega hasta la explanada del Muro de los Lamentos. Esa tarde, otra vez la soledad, el frío y la luz maravillosa del atardecer volvieron a revelarme una ciudad única, que justificaba tantas peleas para poseerla. A la noche, en el Barrio Cristiano, mientras las campanas de la Iglesia de la Dormición llamaban a misa de Nochebuena, las paredes de las casas se habían vuelto blancas, como esperando que el milagro del nacimiento de Jesús, allá, en Belén, volviera a repetirse.
En aquella estadía, conocí a unos amigos entrañables, Rachel e Israel Eldar, que no porque sí viven en la Calle del Ángel. Con Isidoro volvimos a Jerusalén en junio de 1999, para la Feria Internacional del Libro. Recuerdo en particular una noche en un restaurante sobre la calle Ben Hillel, perpendicular a la Ben Yehuda, esa especie de Florida porteña, también peatonal. Era un sábado de verano a la noche, todavía existía el Proceso de Paz y la gente joven andaba por todas partes, en grupos, cantando y gritando. Las conversaciones y los idiomas se mezclaban, todos se saludaban y eran felices. Otra vez ocurrió una extraña casualidad: por un error en la reserva, todo el grupo tuvo que cambiar de hotel y terminamos pasando un día y medio en el centro cristiano de Notre Dame de Jerusalem, un instituto pontificio situado justo enfrente de la Puerta Nueva de la Ciudad Vieja. Otra vez, ahora desde la ventana ojival del inmenso cuarto, la cúpula dorada del Domo de la Roca volvía a refulgir, como quince años atrás.
En esos días, en las terrazas de Notre Dame todo era color obispo y blanco. Estaba muy próximo el Jubileo cristiano, y obispos y cardenales de todo el mundo estaban haciendo su peregrinación a la Ciudad Santa; se alojaban, por supuesto, en Notre Dame. De manera que en esas 36 horas que estuvimos allí el mundo fue un lugar ecuménico y amable, y la guerra parecía una absurda mentira. Cuando ya nos íbamos, me hice una promesa: volver a Jerusalén para visitar el Parque de las Esculturas del Arca de Noé, un sueño que iban a concretar la escultora francesa Niki de Saint Phalle y el arquitecto suizo Mario Botta en el valle de Refaim, al sureste de la ciudad. El presidente de la Sociedad de Arquitectos israelí me había mostrado los bocetos de Botta, hechos en 1997. El arca era un bote inmenso, con varias hileras de remos y una vela gigantesca; alrededor iban a estar las esculturas de los animales. Ahora, cada vez que veo la puesta del sol desde mi departamento en el piso 17 de la torre Morea, en la calle Talcahuano, en Buenos Aires, cuando los edificios se ponen dorados, y el Kavanagh se destaca en el horizonte y, atrás, el edificio del BankBoston de César Pelli le hace de perfecto fondo, me acuerdo de la luz de Jerusalén. Y por un momento el mundo vuelve a ser un lugar ecuménico y amable.

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