14.10.2015

Debate en torno de la formación

Habiendo asumido en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires nuevo Decano, sería oportuno abrir un debate a propósito de cuál es la escala de valores a aplicar para la formación de los profesionales que se graduarán en el futuro en esa casa de altos estudios...

Publicado en la columna Fuera de Tiempo de los Documentos de Arquitectura SCALAE, marzo de 2006.

No hace mucho tiempo, recibí desde España un valioso material editado por la revista Quaderns de Barcelona que tiene como eje esa temática. Algo que no debe sorprender, ya que es un asunto virtualmente global el que se refiere a los alcances de la profesión del arquitecto, sus incumbencias y la capacitación que lo habilitaría para ejercerlas.
Recuerdo con emoción aquel discurso pronunciado por Rafael de la Hoz en la Bienal Internacional de Arquitectura de Buenos Aires. Cuando finalizó su alocución, que tenía por título «Delenda est Arquitectura», hubo en la sala del teatro Coliseo un silencio espeso que precedió al estallido de aplausos y exclamaciones que siguieron. Después, en las conversaciones del foyer, colegas de todas las edades se miraban con esos ojos opacados que pueden verse en un velatorio: la conferencia de De la Hoz nos había conmovido y lo más penoso era no advertir cuáles serían los caminos para superar las premoniciones que el presidente de la Unión Internacional de Arquitectos acababa de arrojarnos.
Han pasado desde entonces muchos años. Las publicaciones siguen reproduciendo cíclicamente creaciones de figuras que los medios han bautizado como «estrellas», pero la situación del arquitecto frente a la sociedad sigue siendo ambigua y difusa. Y uno de los factores que ayudan a consolidar esa condición volátil de nuestra profesión anida en la fragilidad que revelan, en general, los planes de estudio de las escuelas de arquitectura.
Hay un punto en el que coincido por completo con Oriol Bohigas cuando examina los déficits de las carreras en la mayor parte de las facultades que uno conoce. Se trata de la división en Departamentos (Diseño, Historia, Construcciones, Legal, Urbanismo, etc.) que fragmenta la formación y confunde acerca de los rasgos esenciales de la disciplina que uno ha elegido para ejercer durante el resto de su vida.
«En estas condiciones -dice Oriol- la educación integral de un estudiante se logra en los pasillos», es decir, en las charlas y discusiones liberadas de la «departamentalización» de las ideas y los conocimientos.
La huella de Sacriste Eduardo Sacriste tomó sobre sus hombros, como una vocación irrenunciable, la misión de un educador en toda la dimensión del vocablo. Como era un hombre de gran cultura, dotado de una insaciable sed de conocimientos y la que sería su característica permanente: enseñar, corregir y protestar ante cualquier episodio o situación que lo rebelara.
Esta personalidad marcó una época de la enseñanza de la arquitectura en la Argentina (sin olvidad a los EE.UU., la Gran Bretaña y la India). Junto con Horacio Caminos, Eduardo Catalano, Jorge Vivanco, Hilario Zalba y Alberto Le Pera pudo formar un equipo que concitaba el entusiasmo de los alumnos que tenían la suerte de cursar con ellos. Uno de esos afortunados fue César Pelli, hoy protagonista a nivel mundial, que fue su alumno en Tucumán.
En esos años me tocó pasar, junto a tres compañeros de estudios de Buenos Aires, por el cerro San Javier (bellísimo lugar donde se había levantado parte del proyectado campus universitario tucumano). Decidimos entonces conocer los rasgos de aquella escuela que ya había concitado la atención de los universitarios porteños, lo que no resultaría fácil en la época estival (febrero). No obstante, en uno de los talleres -ya no se hablaba de aulas- encontramos al arquitecto Jorge Vivanco rodeado por cinco o seis estudiantes; él sentado sobre una de las largas mesas y los jóvenes a su alrededor.
Esa escala y la noción de unicidad de los conocimientos que se impartían (donde la estética no estaba desligada de la técnica ni de los conocimientos humanísticos) fueron cualidades que se perdieron a partir de la década de los años 50, precisamente cuando se comenzó a divulgar la arquitectura del Movimiento Moderno en la FAU, que hasta un año antes todavía enseñaba sobre la base del Vignola y las pautas de L’Ecole des Beaux Arts.
Hubo entonces incluso la presencia relevante de profesores de gran valía -fue el caso de Enrico Tedeschi y Ernesto Rogers, el primero de ellos con un efecto más perdurable, ya que habiendo comenzado como docente pasó a ser decano de la Facultad de Arquitectura de Mendoza- y otras figuras de importancia internacional (Bruno Zevi, Richard Neutra, Pier Luigi Nervi, entre otros), lo que apuntaló la formación (en lo profesional y lo intelectual) de un grupo de colegas y estudiantes avanzados como para afrontar con solvencia la futura demanda de los alumnos.
En los finales de esa década, cuando era decano de la FAU de Buenos Aires el arquitecto Alberto Prebisch, con el apoyo de Le Pera y Gastón Breyer, dos personalidades destacadas del colectivo profesional de ese tiempo, creó en la facultad el área de Visión (nombre que según Breyer provenía del libro de Moholy Nagy) con la aureola de la Bauhaus sobrevolando por encima del programa y los ejercicios prácticos. En ese momento empieza a tomar cuerpo la estructura de los departamentos y, con ella, los vaivenes pendulares en la escala de valores de la formación.
A partir de entonces, según fuera el perfil de quien ocupara el decanato, así era la orientación y la valoración de las áreas que defendían sus territorios como cotos cerrados. Esto tuvo su culminación durante el proceso militar: en esos años ocupó el sillón de decano el arquitecto Corbacho, del sector de Técnicas Constructivas, y fue un período en el que la facultad pasó a ser una suerte de politécnico.
Mientras tanto, un equipo de docentes que recelaban de la esterilidad que podía invadir a la enseñanza fundó La Escuelita, un instituto privado en el que Justo Solsona, Jorge Goldenberg, Rafael Viñoly y otros, con el aporte de visitantes ilustres que venían a dictar cursillos (Aldo Rossi entre otros), pudieron capear con un reducido número de estudiantes ese efecto tóxico de una enseñanza reduccionista y banal.
En La Escuelita, ciertamente, no había «Departamentos» y se había retornado al dictado de la arquitectura de un modo integral y abarcativo, cualidades que ahora se añoran.
Estoy cerca del final y no pude comentar ni glosar el trabajo publicado por Quaderns acerca de esta cuestión. Espero hacerlo muy pronto porque estos asuntos -la escala de valores de los programas y la escala numérica de la relación docente alumnos- merecen ser tratados.

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