16.4.2012

Shakespear, el rosarino que diseñó la identidad de millones

Ronald Shakespear es una marca registrada en diseño gráfico. Con 50 años de trayectoria, reconocido mundialmente por sus trabajos en señalética urbana e identificación visual y con más de 1.600 marcas, este rosarino fana de Newell’s privilegia la intuición antes que nada. Con sus jóvenes 70 años, la pipa inseparable casi como un logo de sí mismo, Shakespear se sigue preguntando para qué sirve el diseño y aconseja a sus alumnos que “lean”.

“La mayoría de los jóvenes lee poco y la chatarra visual que observamos en las calles se debe fundamentalmente a que muchos diseñadores privilegian la computadora sobre el libro”, machaca. Asegura que el mayor privilegio en su vida es trabajar con sus hijos Juan –actual director del estudio de diseño, en Buenos Aires– y Lorenzo: “Ellos son hoy el motor y su madre, Elena, les ha legado de una sensibilidad exquisita. El barco está en buenas manos. Yo he pasado a ser el grumete”, sonríe.

Shakespear ha brindado conferencias y workshops en 42 ciudades del mundo y su obra ha sido publicada en libros y revistas de Argentina, China, Italia, Francia, Chile, Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Alemania, Suiza, Japón y México, entre otros países. Las muestras antológicas de Diseño Shakespear han recorrido el Katzen Arts Center de Washington, AIA Branch House de Richmond, el Museo Nacional de Bellas Artes, la Bienal del Cartel de Xalapa y el Centro Borges. Sus obras han sido expuestas también en el Centre Georges Pompidou de París y en la Triennale Icsid de Milán, además de haber recibido decenas de premios internacionales incluyendo el Segd Fellow Award, en Estados Unidos, que por primera vez se otorgó a un latinoamericano. Shakespear volvió días atrás a la ciudad para presentar su último libro, Señal de Diseño. Memoria de la Práctica reeditado por la editorial Paidós. Y en ese marco el Concejo Municipal lo homenajeó y lo declaró Diseñador Distinguido. En este fugaz regreso a su Rosario natal, aceptó dialogar con El Ciudadano.

—En estos 50 años en el oficio, ¿cómo evolucionó el diseño y cómo está la Argentina respecto de otros países?
—En los años 60 sobrevolaba aún la escuela suiza, que ha sido maravillosa en la educación de la visualidad y, de alguna manera, continuadora de la de Bauhaus e inspiradora de mi generación. La evolución de nuestro diseño tiene poco que ver con las modas o las tendencias. Tiene que ver fundamentalmente con la educación del oído para escuchar a la gente, descifrar sus códigos y dar respuestas a sus anhelos y necesidades. El mejor diseñador es aquel que tiene una oreja grande. El mundo ha cambiado, el diseño ha cambiado. Por ejemplo, no estamos seguros de que el hombre haya llegado a la Luna; la ingeniería de la simulación pudo haberlo resuelto muy bien y el objetivo de marketing se ha cumplido. La tecnología de hoy hace trotar dinosaurios por los jardines para el esparcimiento de audiencias fascinadas. Es posible que las herramientas tecnológicas ayuden al planeta, pero antes es necesario activar la voluntad del hombre. Y eso parece aún más difícil.

—Su señalética simple y directa “compite” con la gran parafernalia de carteles en una ciudad como Buenos Aires. ¿Cuál es el secreto para que esa cartelería esté incorporada pero no como un ruido? ¿Cómo se llega a esa síntesis?
—“Si no sabes a dónde vas, todos los caminos te llevarán allí”, ha dicho Lewis Carrol. Mis hijos y yo hemos hecho de la señalización una forma de mirar el oficio. Los megas realizados estos años han visitado las páginas de libros y revistas de diseño de todo el mundo como Domus, Eye, Abitare, Sign Graphics, Novum, Experimenta, Archigraphia, entre otros, y han sido expuestos en museos de todo el mundo incluyendo el Centro Pompidou o la Triennale Icsid de Milán. Se cree habitualmente que las señales son instrumentos para conducir los flujos peatonales y vehiculares, lo que es cierto, pero fundamentalmente son los constructores de la identidad de las ciudades. Galvanizar la innovación, particularmente en Argentina, no ha sido nada sencillo en estos últimos cincuenta años. La relación del diseño con la realidad de la periferia se ha encontrado con golpes militares, revoluciones y crisis sociales y económicas que han relativizado (a pesar de todo) la práctica profesional. Conocí a Max Bruinsma en el Congreso de Icograda de San Pablo, Fronteiras 2004. Max vive y trabaja en Amsterdam y ha sido, entre muchas cosas, editor de la revista Eye, seguramente una de las publicaciones de diseño más importantes del globo. Allí le escuché decir que el diseño actúa, tal como en la química, como un catalizador. Un catalizador es una sustancia química, simple o compuesta, que modifica vertiginosamente la velocidad de una reacción, interviniendo en ella pero sin llegar a formar parte necesariamente de los resultados de la misma. Los catalizadores se caracterizan con arreglo de las dos variables principales que los definen: la fase activa y la selectividad. La actividad y la selectividad, e incluso la vida misma del catalizador, dependen directamente de la fase activa utilizada.

El Webster Dictionary dice: “Una sustancia que inicia o acelera una reacción química. Algo que causa un importante evento a suceder”. Durante muchísimo tiempo la señalización fue un término adjudicado a una subactividad residual cercana a la ferretería. La cultura de los instrumentos de información y persuasión en los grandes espacios públicos demandó muchas décadas y no pocos desvelos hasta adquirir estatura profesional. Todavía es posible encontrar personas que colocan una señal de teléfono público sobre un teléfono público, o la señal de buzón sobre un buzón. El teléfono y el buzón son la señal. Las cosas no han cambiado tanto con el correr de los siglos, y hubiera sido razonable inferir que había una disciplina en ciernes considerando que los jeroglíficos, el humo, la flecha, la huella y el tambor preanunciaron la voluntad humana de la comunicación. Durante mucho tiempo se ignoró el idioma de las pirámides y era habitual adjudicar a los jeroglíficos un rol cosmético, vinculado con el horror al vacío, antes que con el de una gramática visual. El horror al vacío también produce la necesidad de la sobredosis, comprensible en algunos cuadros culturales. Y aparece entonces la epidemia de los rótulos públicos. En el rebranding del subte de Buenos Aires, implementado recientemente, hemos rescatado en primera instancia la voz popular “subte”. El subte está anclado en la memoria colectiva de la ciudad y su denominación surge de la gente.

En este “rebranding” (que sucede al realizado por nosotros en 1995) se ha enfatizado la paleta de color que otorga identidad a las diferentes líneas del servicio. Los focus groups realizados por Metrovías expresan claramente la vocación del usuario, en ese sentido. Muchas personas definen el uso cotidiano del servicio así: “Me tomo la verde”, “me tomo la roja”, “me tomo la azul”. La recaudación afectiva del subte es enorme y su relación con la gente se expresa en términos de pertenencia. Las bocas de acceso han sido entonces emblematizadas por un verdadero arco iris urbano en donde la marca es siempre igual con los colores respectivos de cada línea. La amada tipografía Helvética, del Plan Visual de Buenos Aires, fue reemplazada por la eficiente y austera Frutiger. El equipo también trabajó en la tecnología y política de emplazamiento de las señales, su secuencialidad y, sobre todo, su predictibilidad. Las señales deben ser atemporales y no sólo deben estar allí donde son requeridas, sino que debe parecer que siempre estuvieron allí. En los andenes del subte se reemplazó la “epidemia de cartelitos” por una cenefa maestra que recorre los 220 metros de la estación. Así se obtuvo una suerte de cinturón perpetuo que ata la red, como las migas de pan de Hansel y Gretel.

—Las personas viven atravesadas por una globalización repleta de marcas y logos. ¿En qué se diferencian?
—Casi todo es marca. La gente dice cosas maravillosas llenas de ingenuidad y sabiduría. Vi un cartel en la despedida de Maradona que decía: “Si Diego jugara un partido en el cielo, me moriría para ir a verlo”. La marca Diego es pura ternura más allá de lo que digan. Le preguntaron a Marilyn Monroe qué se ponía para ir a dormir. Ella respondió: “Chanel Nº 5”. Los intangibles hacen la diferencia. La marca no es un logo, es una conducta. Y una promesa. Cuando cumple sus compromisos comerciales, institucionales y culturales está construyendo marca. El logo es, en todo caso, la emblemática de esa promesa. Las marcas no son, están siendo. Y, efectivamente, algunas marcas se van al cielo. Una marca virtuosa es aquella que cumple las promesas. Una marca eficiente es aquella que emite la identidad correcta. Una buena marca es aquella que recauda afectos. El dilema de las tres “íes”: identidad, identificación, imagen. La primera está en el vientre del emisor; la segunda es la estrategia para transferir esa identidad; la tercera es la fantasía que la audiencia elabora de la primera. Las marcas y su expresión visual no son eternas, cumplen ciclos cada vez más breves y se les requiere no sólo un comportamiento identificatorio pregnante sino, además, capacidad de recaudar afecto, seducción y, sobre todo, persuasión. Esto es, la capacidad de modificar las conductas humanas. Allí reside el valor innovativo de las marcas.

—Usted es contemporáneo a lo que McLuhan denominó “el medio es el mensaje”. ¿El diseño gráfico es la síntesis de eso? ¿El diseño es el mensaje?
—Le confieso que a mis 70 años muchas veces me pregunto para qué sirve realmente el diseño. Debo decir que mi país me ha dado tanto, que dudo en contestar. La globalización está aquí para quedarse. Como los jarabes con burbujas y los almuerzos del mediodía por TV. Pero por sobre todo hay que considerar que ‘el globalizador’ es el mismo de siempre y está insatisfecho. Quiere más y más. De lo más importante han sido los años de mi cátedra en la Fadu (Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo). Me enseñaron a aprender. He recorrido cuarenta escuelas del mundo y jamás he encontrado una constelación de respuestas visivas como en el Pabellón Tres de Núñez. La UBA fue mágica y recuerdo aquellos años con nostálgica alegría. Mis viejos alumnos me lo recuerdan siempre. Naturalmente, yo fui el que aprendió más. Hago diseño desde hace medio siglo. No tengo una teoría del diseño. He acuñado a duras penas una teoría de la práctica. Pienso que la “oreja grande” es imprescindible para escuchar a la gente, sus desvelos, sus sueños. Finalmente el diseño es para ellos. O el diseño sirve para que la gente viva mejor, o no sirve para nada.

—¿Cuáles fueron sus maestros?
—Fue mi padre quien me dijo que el diseño era lo mío. Yo no creo mucho en el determinismo biológico. Una persona con aptitudes normales puede aprender cualquier cosa. No terminé mi escuela secundaria, pero tuve en compensación a cinco maestros ejemplares: Rómulo Macció, Juan Carlos Distéfano, Armin Hofmann, Alan Fletcher y Jorge Frascara. Ellos hicieron lo que pudieron. Todo lo demás se debe a mis carencias y mi falta de rigor. Frascara me dijo hace cuarenta años que mi oficio valía la pena, estuvo siempre cerca y cruzamos juntos medio Canadá dando conferencias, como los cómicos de la legua.

—Justamente, ya en plan de recuerdos, ¿qué añora de Rosario?
—El Coloso Marcelo Bielsa, otro gran diseñador (se ríe). Mi padre Lorenzo solía llevarme al Parque, donde llegué a ver a René Pontoni, entre otros grandes leprosos. Muchas veces pensé en rediseñar la camiseta de mis amores, pero como dijo la actriz italiana Anna Magnani a su maquilladora: “No toques una sola de mis arrugas. Me costaron una vida”. A pesar de haber nacido en Alberdi, cerca del Paraná y de la cancha de Arroyito, el corazón de los Shakespear es rojinegro…

—¿Cómo definiría el buen gusto o el mal gusto en su trabajo?
—Por la respuesta de la gente. Dorita, mi mamá, que falleció a los 99 años, me lo decía siempre. Ella también creía que cuando se encendía la Luna yo prendía mi pipa y, entonces, entre el humo aparecían las hadas –desnudas por cierto– y surgía la “creatividad”. Confieso que jamás he visto un hada y menos desnuda. Además yo no creo en eso de la “creatividad”. Un eufemismo dialéctico y antidemocrático que establece que algunas personas están dotadas de poderes mágicos discriminando a los demás mortales. Mucha gente acuña estas fantasías para explicar lo que les resulta inexplicable. El diseño es una actividad científica que permite resolver problemas humanos ante una necesidad cierta. Puro trabajo. Escuché en una entrevista al actor inglés Anthony Hopkins y creo que es una lección de humildad que deberíamos aprender. En el duro trabajo de construir a Stevens, ese maravilloso personaje del sirviente para el filme Lo que queda del día, Hopkins sufrió las tribulaciones habituales del caso. James Ivory, el director, le recomendó tener una charla con un viejo mayordomo de Windsor, ya retirado. Hopkins y el hombre se encontraron a tomar el té, por supuesto, y entablaron una larga y encantadora charla. Sin embargo, cuando el mayordomo ya se retiraba, Hopkins tuvo la sensación de que aquél no le había aclarado nada en concreto. Ya en la puerta, el actor le espetó: “Dígame, finalmente, ¿qué es un sirviente?”. El viejo mayordomo dudó un instante y luego dijo: “Un sirviente es alguien que, cuando entra a una habitación, hace que ésta parezca aún más vacía que antes”. Siempre he pensado que este tierno cuento de Hopkins expresa claramente la naturaleza de mi oficio terrestre.

—¿Cuál es el éxito de una buena señalética?
—Siempre he pensado que una buena arquitectura requiere pocas señales y, en lo personal, he hecho hincapié en dos aspectos fundamentales: la secuencialidad y la previsibilidad de los sistemas de señalización. La primera establece la reiteración cíclica de la estimulación y la segunda construye un ritmo cultural previsible para leer la ciudad. Por otro lado, si bien las señales tienen como rol fundamental ordenar el flujo vehicular y peatonal, su contribución mayor es la construcción de la identidad del lugar. El del subte es seguramente nuestro trabajo más publicado en el mundo y recientemente ha sido distinguido por el ICSID (International Council Society of Industrial Design) como uno de los proyectos más exitosos de Design Capitals of the World. La señal es una promesa. Y ha de ser cumplida. De todas nuestras obsesiones cotidianas (incentivadas en los megaproyectos, naturalmente), léase el vandalismo, la erosión de la señal por los agentes climáticos, las distancias de percepción en movimiento, los subsistemas de emplazamiento, la letra, el color o la tecnología de la periferia, sólo por enumerar algunas, la relación con el comitente es hoy para nosotros el objeto de mayor desvelo. El establecimiento de una relación flexible y creativamente divergente con el cliente y todos sus cuadros de gestión, es efectivamente un acto de diseño, forma parte del proyecto y define, sin dudas, su resultado.

—¿Parte del éxito de su trabajo tiene que ver con no seguir tendencias?
—Mucha gente me pide un bote. En realidad necesita cruzar un río. Hay personas que no creen en las señales. Esas encantadoras ancianitas que llegan a la Terminal Cinco de Heathrow, en Londres, tienen un formidable dispositivo de señalización pública a su disposición. Sin embargo prefieren un buen “bobby” que las lleve a migraciones, al toilette, sostenga sus maletas y el caniche, las acompañe al taxi y recomiende al conductor manejar con cuidado. ¿Señales?, ¿qué señales? Yo siempre recomiendo a mis clientes sacar muchas señales e instalar un front desk con una criollita de la Pampa Húmeda que sonría y pregunte: “¿Cómo lo puedo ayudar?”. Las señales tienen que tener secuencialidad y previsibilidad. La secuencialidad en los sistemas de señalización establece el ritmo en el cual el usuario se reencuentra con los estímulos visuales. La previsibilidad es un acto cultural que prevé un seguro a la expectativa de la gente. Ejemplo: la señal de nomenclatura se encuentra localizada, a veces, en cada esquina. Las señales son una promesa que ha de ser cumplida. Privilegio la intuición antes que nada. Luego la innovación, la estrategia del paisaje, la investigación y el factor humano. La letra, el croma y el emplazamiento vienen después, para verificar aquella intuición. La mayoría cree que lo mío es la estética industrial. Además, si uno aclara, siempre oscurece. El diseño está allí y si funciona será seguramente bello y todos lo usarán. Los signos poslinguísticos requieren por lo general expresión verbal contigua. Sin embargo hay que considerar los factores culturales. Cuando diseñamos la cigüeña del Hospital Materno Infantil, un director me dijo pomposamente: “Shakespear, usted debe saber que a los niños no los trae la cigüeña”. La gente sí lo cree. Y yo también. Según Chesterton, “no es que no puedan ver la solución, no pueden ver el problema”.

—¿Hay “mandamientos” para que un diseño sea exitoso?
—Mis alumnos de la UBA siempre me preguntaban eso. Yo no tengo ni fórmulas ni recetas de cocina. Y siempre digo lo mismo: lean. La lectura es sin dudas la gran carencia. Yo entré a una biblioteca a los 13 años y nunca me fui. La mayoría de los jóvenes de hoy leen poco y nada y la chatarra visual que observamos en las calles se debe fundamentalmente a que muchos diseñadores privilegian la computadora sobre el libro. Algunos piensan que la máquina diseña sola, olvidando que la luz en Rembrandt, la palabra en García Márquez y el montaje en Orson Welles son infinitamente más importantes que la tecnología digital. Tuvimos una charla, digamos “virtual”, con Juli Capella, Emilio Ambasz y Luis Grossman acerca de si el diseño sirve para salvar al mundo. Yo aún no sé de qué debe salvarlo, pero pensando que el diccionario de Oxford dice “Diseño: plan mental”, nada que ver con dibujar, puede ser posible que así sea. Diseña un cocinero cuando prepara su menú, diseña la maestra rural cuando organiza su día de clase, diseña un músico cuando compone una partitura. Nada que ver con dibujar. Di-segno: la señal de Dios. Ésta es la segunda edición de Señal de Diseño. Memoria de la Práctica. Mi amigo Hugo Kogan dijo en la presentación en Rosario: “Éste no es un libro de diseño, es un libro de cuentos”. Creo que es el mejor elogio que he escuchado. Yo soy un «storyteller», un contador de cuentos. Y uso esos cuentos como metáforas inductivas en el convencimiento de que ayudan a anclar las ideas en la memoria de la audiencia. He contado estas historias con la esperanza de que sean de utilidad para alguien. Sería para mí una gran felicidad. No olvidarse de que yo no soy una estrella del diseño. Soy apenas un sastre. Lo hice de esta manera. Mi manera. Por otro lado, el libro expone las imágenes de nuestra obra de cincuenta años. No se me ocurre hablar de diseño sin el correlato ineludible del trabajo construido. Palabra y obra.

—¿Le ha pasado tener una gran idea y no tener el cliente para esa idea?
—He procurado siempre buscar muchas ideas simultáneas y alternativas. Ésa es la gran idea.

Entrevista extraída de http://www.elciudadanoweb.com/?p=292837, publicada el día 15 de Abril de 2012.

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