13.2.2006
Zaragoza es Delicias, por Félix Arranz
Artículo publicado el 26 de octubre 2003 en el suplemento «Heraldo Domingo» de El Heraldo de Aragón
www.heraldo.es
Fotografías de Alejo Sagué
Tras los primeros trenes de alta velocidad, se abrirán los tres vestíbulos de la Estación de Delicias (llegadas, salidas, ?transfer?) y un día será operativa la estación de autobuses. Así empezarán a resultar comprensibles los aspectos funcionales de la estación y su urbanización paralela, aunque todavía no todos hasta su finalización. Nuestro amigo, profesor y compañero José Laborda abordaba inteligentemente en Heraldo un análisis cuyo fondo esencial comparto respecto de la situación actual. De añadidura, parece oportuno divulgar lo que, en su momento, consideramos los arquitectos del proyecto inicial como aspectos originalmente solventes de la aún inconclusa obra.
Mi vinculación con Zaragoza me facilita, además, hablar de ello: de una arquitectura y un paisaje que aún no existen de modo completo y que las gentes de Zaragoza irán encontrando con el tiempo.
¿Cómo piensan los arquitectos la construcción de una enormidad como esa estación para además conseguir que «sea», se pueda sentir, de Zaragoza? Aún más: ¿cómo pueden comprobar, cuando todavía no se ha movido la primera excavadora, que su idea será adecuada?
Como Laborda comenta sutilmente, la estación había de dar respuesta clara, y con ello alcanzar su propia solvencia, a cuestiones que se soslayan en muchas obras de nuestra ciudad, y en tantas otras, y superar lo que de habitual se reclama o se ignora en la arquitectura, digamos, convencional, técnica aparte: facetas como la sincronía con el paisaje, el modo de usarse en la ciudad o que la singularidad de la edificación entronque con los linajes culturales, sociales, formales, artísticos, propios de su ciudad. No me cabe duda: la estación lo hace, lo hará, como no le cupo al jurado que privilegió los valores de nuestro proyecto frente a opciones con más posibilidades aparentes de éxito mediático. En ese linaje, por dimensiones y significación, están la mezquita-catedral de La Seo, el palacio de la Aljafería, la basílica de Pilar, el Auditorio- Palacio de Congresos y espacios abiertos o de urbanidad como el Parque Grande, la ribera del Ebro, Independencia y la plaza del Pilar.
Sin ser exhaustivo, y dejando para otra vez tantas de las magias que han rodeado al proyecto y su construcción, comentaré tres aspectos sobre estas «cuestiones de solvencia» que quienes han vivido en Zaragoza conocen bien, que modulan algunas de las respuestas que da la nueva estación y algunas de las preguntas que, en adelante, formulará a la ciudad.
El primero se vincula a la forma de la ciudad en el territorio que ocupa la estación: hace tres años era un paisaje ignoto, abandonado a la memoria y a las traviesas de ferrocarril, que penetraba en cuña hasta la periferia última del casco histórico, hasta las puertas (¿traseras, laterales?) del palacio de la Aljafería. Un territorio de franjas escalonadas, que baja en larga pendiente desde la espalda del barrio de Delicias hasta la ribera del Ebro y su meandro. Salta a la vista el desencaje actual del edificio, que hoy parece solo. Pero, como intuye Laborda, la estación asume su situación en ese sistema de «fajas de ciudad», que prepara y ayuda a consolidar mediante su sección y la de sendos parques a ambos lados.
Renuncia así a falsas frontalidades, al esquematismo de perspectiva frontal de la ciudad renacentista que no es Zaragoza -sus mejores arquitecturas se ven siempre de lado- y aprovecha su organización funcional para, si cabe, dar mayor sentido a la estructura de paisajes paralelos. La consecuencia directa es la radical separación entre el espacio interior y el exterior: la urbanización circundante del edificio. El interior se ofrece al viajero y asume una figuración de nuestra ciudad a fecha de hoy. El exterior prepara una ciudad inédita, con el Ebro al fondo. Esta situación alternativa y simultánea -interior y exterior diferenciados, atentos a condiciones opuestas- es ¡tremendamente zaragozana! Piénsese en cualquiera de sus edificios históricos representativos.
Para poder ver cómo será el exterior de la estación se requiere o conocer de antemano sus planos de sección y emplazamiento, o esperar a que la urbanización de franjas paralelas en terrazas aflore con el tiempo. Faltan unos años: el parque aterrazado substituirá un día -sin abandonarlo- el tráfico de la todavía autopista. Y aún entonces la naturaleza necesitará hacer su trabajo. Del lado de la ciudad habrán también de crecer la secuencia de franjas de urbanización que bajan desde la avenida de Navarra: edificación, viarios intermedios, un parque urbano y el museo del ferrocarril.
Segundo aspecto: una arquitectura seria debe hacerse portavoz, responsable, de su propio tiempo y del problema «nuevo» que resuelve: qué será como arquitectura una estación intermodal y de alta velocidad, en Zaragoza. ¿Hoy? Dígase claramente: nunca Zaragoza, ni Bilbao, ni La Coruña, ni Barcelona, ni tantas ciudades españolas habían preparado las condiciones para albergar en su corazón un «aeropuerto para trenes de vuelo rasante». Ni tenían por qué. Así no se han hecho nunca las ciudades, ni la arquitectura, que son vivas y evolucionan -mutan- con las nuevas necesidades sociales, o económicas, o tecnológicas, o…
La crítica valoró la altísima calidad de las arquitecturas de Santa Justa (Sevilla) y de la Nueva Atocha (Madrid), pero también acordó el ?fracaso? de la adopción de tipologías del siglo XIX para un transporte nuevo: el de intermodalidad más alta velocidad ferroviaria que, aunque se parece mucho a un tren de vapor, es, significa y asume otro tiempo: el principio del siglo XXI. Sería difícil exponer «cómo ha de ser una estación intermodal» si no fuese porque ya casi está construida. Delicias es una nueva tipología generada en el laboratorio de los expertos de transporte del GIF y hecha modelo arquitectónico en Zaragoza. La arquitectura que da forma al modelo no es, no lo necesita, «metáfora» de nada, no precisa parecer construcción del futuro ni, menos, del pasado. No requiere huecas exhibiciones tecnológicas para ratificar su contemporaneidad, ni nostálgicas recreaciones del pasado. Es grande porque lo precisan la longitud del andén y la estructura interior sin pilares (requisito, en el fondo, de seguridad). La estación es la misma cosa que aparenta ser. Es como es, como necesita ser. Literalmente. Muy zaragozana en su desdén de las falsas apariencias.
El tercer aspecto alude al cielo de Zaragoza y a la vieja costumbre local de «mirar a lo alto» como origen de la singularización de un espacio, edificio, inédito en la ciudad y en la historia de las tipologías arquitectónicas, pero que, en un futuro inmediato, será una de sus «postales». ¿De qué modo la estación asume ser «zaragozana»? ¿Reconocerán las gentes Zaragoza al ver la estación o una imagen suya, como lo hacen cuando ven una del Pilar? En su linaje histórico -Aljafería, Seo, Pilar, Auditorio…- las arquitecturas zaragozanas se ven de lado, muy de lado -la plaza del Pilar estuvo hasta hace poco totalmente ocupada por el caserío- y sus interiores tienen condición extremada y diferente respecto del exterior. En su interior, ¿dónde miramos?: arriba.
Para un arquitecto, el recuerdo «abstracto» del Pilar es el de su sistema de cúpulas y policromadas bóvedas interiores. El de la Seo es un plano interior de cubierta continua con naves de idéntica altura. El de la Aljafería, su Salón del Trono, cuyo artesonado de piñas y friso literario de arabesco agotan la necesidad de nada más en el espacio. O la sinfonía de bóvedas vaídas del Auditorio. Acaso -o no por la imposibilidad de ver la ciudad desde lo alto. O por el carácter trascendente -de la clase que sea- aragonés. O por lo inhóspito de nuestras calles cuando aprietan el cierzo o el sol vertical en el cielo sin nubes. Pero el resultado es secularmente el mismo: el zaragozano mira a lo alto, donde espera encontrar sus signos de identidad.
En esos elementos zaragozanos pensábamos los arquitectos de la estación cuando un problema estructural nos regaló un cielo de luz y triángulos que nunca antes habíamos visto, pero que, desde la primera vez que se dibujó, supimos que apareció para ser de Zaragoza, para saberse zaragozano. Para que, cuando el viajero muestre una postal del interior de la estación tras un viaje, pueda decírsele: ¡Es Zaragoza!
por Félix Arranz arquitecto