31.10.2006

Tokio, ciudad de redes y nudos

Publicado en el suplemento Culturas de La Vanguardia.

La visión desde la cultura occidental no es suficiente para comprender una ciudad como Tokio que, vista superficialmente, nos parece caótica e incongruente. Las referencias clásicas del urbanismo occidental, basadas en ejes, simetrías y leyes de crecimiento proyectadas, no nos ayudan a entender esta ciudad de gran densidad, donde todo está compactado y el espacio se convierte en el bien más preciado. Dentro de una densa y confusa red de circulaciones y edificaciones, prácticamente indiferenciables, que forman un gigantesco conglomerado hecho de superposiciones, aparece un gran vacío central. Este pulmón, el palacio Imperial y sus jardines privados, es el alma de Tokio. Podría pensarse en una metáfora del vacío como tesoro, como preservación de la naturaleza primera, pero otra es la razón de este espacio. En este gran vacío se halla el poder y nunca ha sido tan bien representada la relación del espacio con su significado: si en Tokio hay un valor supremo es el del paisaje, el espacio y el orden, y es allí donde se puede sentir la vastedad e infinitud del poder imperial. La estructura del conjunto, al igual que la de los templos, es la de unos espacios proyectados con geometrías racionales, a diferencia de la parte humana de la ciudad que se basa en un crecimiento orgánico, muscular y espasmódico.

Desde este punto de vista se puede intentar entender el caos de la metrópolis. Lo que a pequeña escala es un equilibrio entre lo artificial y lo natural, con pequeños senderos que se abren paso a través de las escarpadas orografías y de una exuberante naturaleza, cuando se convierte en una realidad metropolitana es imposible de digerir. A causa de esta cultura de ocupar y construir sin previsión, siguiendo las leyes de la oferta y la demanda, la legibilidad del plano de Tokio es extremadamente compleja. La única manera de moverse y orientarse por las calles de esta ciudad que ha crecido a un ritmo sincopado, sin planes que determinen futuros proyectos, es tomando como referencia las líneas y paradas de metro. A partir de los centros neurálgicos del transporte público se vinculan proyectos de ocio, comercio y negocio y, una vez saturada una zona, se busca otro posible centro emergente, donde se proyectan e instalan nuevas piezas arquitectónicas. Así la ciudad se conforma a partir de centros que, como sistemas solares o nerviosos, irradian su área de influencia, generando zonas de alta densidad edilicia, sonora, lumínica y de tráfico, junto a zonas intersticiales de baja densidad.

En Tokio coexisten constantemente dos realidades. La cara y la cruz de una misma sociedad, donde viven dos mundos que parecen imposibles de relacionar: el de la contemplación y la meditación frente a la vorágine y el sinsentido de la contemporaneidad. La Ciudad Global y su cultura urbana están desmembradas de la sociedad donde se instalan, no tienen pertenencia social, ni lugar; nadie reconoce como propia la cultura que se vive en la globalización. Se podría pensar que en una sociedad que pertenece sin duda a una de las ciudades globales, sus habitantes se sentirían inmersos en un mundo que les pertenece. La realidad es que la cotidianeidad les es tan ajena como a cualquiera: sienten que su cultura ha sido invadida por otra. Y que en contradicción con su largo proceso histórico de asimilación, mimetización y adaptación de culturas importadas, ahora la velocidad de cambio y de las novedades es mayor que su capacidad de transformarlas e incorporarlas.

La aparición de los nuevos templos de consumo con sus espectaculares puestas en escena encuentra en una ciudad como Tokio un germen perfecto para su desarrollo. Vivir en espacios mínimos y viajar dos o tres horas al día de casa al trabajo, a lo que debemos añadir la inexistencia del espacio público tal como lo entiende la cultura occidental, genera la ocasión para que la vida se desarrolle en los centros de ocio y de compra. Y es así como se van conformando unos potentes nudos metropolitanos, intercambiadores donde se cruzan los flujos diarios de millones de habitantes; intervenciones urbanas que intentan aprovechar toda la energía de las superposiciones de redes. Cada sociedad va proyectando sobre su territorio una morfología de redes artificiales, un sistema de redes que también se encuentra en la naturaleza y que radica en el sistema neuronal del ser humano. La ciudad como creación humana es, por lo tanto, un cúmulo de redes infraestructurales que se superponen: de abastecimiento de agua y de energía, de saneamiento, de telecomunicaciones, de circulación. Todo territorio metropolitano está configurado por diversas redes artificiales, cada vez más poderosas, que han ido destrozando, dividiendo e insularizando los primigenios sistemas y redes ecológicas. Y hablar de redes significa hablar de nodos. Sin redes no hay nodos y, viceversa, el nodo no puede existir sin la red. El territorio se convierte en una red sin centro ni periferia; un sistema de objetos interconectados de miles de maneras distintas. Algunos de los nodos consisten en núcleos de alta densidad, como los intercambiadores en la forma urbana, generalmente, redes y núcleos quedan definidos por unas masas horizontales contrapuntadas por torres que emergen en los nodos.

Y Tokio es la ciudad red por excelencia, conformada, esencialmente, por sus nodos, intercambiadores entorno a las grandes estaciones de transporte metropolitano de masas, como Shinjuku o Shibuya, que se convierten en grandes centros de comercio y ocio. No son núcleos residenciales sino espacios de convivencia pasajera y provisional: hoteles, restaurantes, locales de comida rápida, karaokes o bares musicales, centros de congresos, centros comerciales, aparcamientos. Son los nodos por donde, como en un geiser, surge de la superficie toda la potencia de estas redes subterráneas de circulación que horadan el subsuelo; es donde estalla la energía; son, como ha señalado Manuel de Solà-Morales, las esquinas territoriales.

Aunque puedan identificarse, todos estos nodos se parecen. Shinjuku, entorno a la estación más ajetreada de Japón, es uno de los centros de ocio y comercio, oficinas y hoteles más vivos de la ciudad; escenario máximo de las luces de neón, las pantallas y los anuncios luminosos en los edificios. Shibuya surgió en un cruce conformado por la concentración de transporte público: confluyen cinco líneas de metro y por el intercambiador pasan cada día cinco millones de pasajeros, es decir que en cada momento se están cruzando miles de viajeros que en masa suben y bajan de los vagones, se desplazan por corredores y vestíbulos, pasan controles y máquinas, suben y bajan escaleras mecánicas, desembocan en andenes y se dejan empujar en las puertas de los extremos de los convoyes con toda pasividad. En sus calles, cruces y plazas, Shibuya es el paraíso del anonimato, grado de cero del éxtasis de la realidad metropolitana, expresión de la capacidad límite de carga de estímulos y luces de neón, ruidos y sonidos, aglomeración y movimiento.

La última atracción de Tokio es el Mori Building, un gran complejo de promoción privada, creado por la empresa del mismo nombre, construido al derribar una parte antigua de Roppongi Hills y levantar en un tiempo récord un grueso y gigantesca rascacielos de oficinas de 54 pisos, la torre Mori, que tiene un helipuerto en su coronación y alberga un museo de arte contemporáneo en los pisos 52 y 53. El conjunto se completa con varias torres menores, con grandes edificios dedicados a cines, estadios de deporte, sedes de televisión y otros usos, y con una serie de plataformas entre ellos. Una auténtica ciudad futurista. El máximo espectáculo ahora es contemplar el inmenso hormiguero de Tokio desde el último piso de la torre y fotografiarse allí.

Este hormiguero delirante de energía y desplazamientos, edificios y personas, se reproduce a pequeña escala en el universo de cada individuo, en su visión del mundo y en sus objetos personales. La presencia obsesiva de mascotas electrónicas, teléfonos móviles o agendas electrónicas no es más que la consecuencia lógica de la deshumanización de la vida diaria, con una gran dificultad para crear relaciones personales. Intentar desde nuestra visión una comprensión de la pasión por los tamagochis, mangas, videojuegos y pachinkos sólo es posible si entendemos primero que la ciudad en sí misma es como un gran videojuego, un gran juego de rol; un escenario en el que lo real y la simulación se entremezclan en el magma cotidiano; como un anuncio de lo que será nuestro futuro, como un sueño o una pesadilla de ciencia ficción.

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