3.12.2005
Renacimiento de las Ciudades Solares, del tiempo al espacio
Publicado en la Revista Ambiente, diciembre de 2005. Hacer un historial del uso de la energía solar en las ciudades requiere algunas reflexiones acerca de una realidad, en conjunto, reciente, pero que tendemos a olvidar.
Hasta muy avanzado el siglo pasado, todas las ciudades de Europa mediterránea eran esencialmente solares. Y si bien la calefacción de los edificios basada en el petróleo comenzó a afirmarse después de la Segunda Guerra Mundial, en nuestro país la difusión masiva de dispositivos de enfriamiento pertenece al siglo que recién comienza. Podemos discutir la validez y la actualidad de esas realidades urbanas o bien la calidad de la climatización natural que las mismas ofrecían, pero es evidente que eran ‘ciudades solares’, dado que la transición hacia las ‘ciudades petroleras’ se produjo con la gradual sustitución del carbón que comenzó en los años treinta y se difundió en la segunda posguerra.
Estudios recientes corrigieron una creencia consolidada, y compartida por muchos ingenieros mecánicos, según la cual las condiciones de bienestar son las mismas durante todo el año, e incluso para sociedades que viven en regiones culturales y climáticas diversas. Estas nuevas investigaciones muestran, en cambio, que las temperaturas que las personas consideran confortables en los ambientes interiores varían en función de la temperatura media en el exterior. Michael A. Humphreys, por ejemplo, al confrontar edificios sin instalaciones con los dotados de instalaciones de calefacción o refrigeración, está en condiciones de mostrar las correlaciones entre los cambios de la temperatura de bienestar y las temperaturas medias mensuales externas (1).
Estas informaciones nos ayudan a comprender lo confortables que podían ser las ciudades solares, ofreciéndonos un enfoque radicalmente diferente del desarrollado por los ingenieros mecánicos. En lugar de colocar a una persona sentada en el interior de una celda experimental, equipada para proporcionar condiciones de temperatura variables, humedad relativa, ventilación, etc., y pedirle que nos indique cuando no advierte más ninguna sensación de calor, de frío o de aire en movimiento, estos investigadores llevan a cabo investigaciones de campo, preguntándole a varias personas si consideran confortables los lugares de trabajo en los que se encuentran y midiendo su estado. Mientras que los primeros tratan de definir condiciones fisiológicas ideales prescindiendo de los contextos reales, los segundos intentan comprender qué situaciones reales son consideradas confortables por los sujetos que las viven.
Cuando hablo de ciudades solares mis interlocutores piensan, sobre todo, en las ciudades griegas y romanas. Las ciudades solares parecen un problema de arqueólogos, limitado a un pasado remoto. De hecho, no es fácil recordar casas sin instalaciones, incluso porque la cultura de las casas con instalaciones, machine à habiter producidas industrialmente, se difundió antes que las mismas instalaciones. Las expectativas creadas por el movimiento moderno de máquinas habitables, mucho más parecidas a los autos que a los edificios, junto con el progreso tecnológico, hacen que consideremos las ciudades solares como una realidad meramente arqueológica. Efectivamente, estas ciudades no desaparecieron, como sucedió contrariamente con sus habitantes y con muchos de sus edificios. Basta con mirar las muchas ciudades históricas con una mirada que logre percibir, más allá de las tantas distorsiones y superposiciones que sobrevinieron en la más reciente época del ‘consumismo energético’, para reconocer soluciones constructivas y tipologías edilicias que podrían ser válidas para futuras ciudades.
Acostumbrados a los productos industriales que tienen todos la misma edad, ya que funcionan por sustitución progresiva de los precedentes y por lo tanto están sincronizados alrededor del 2005, no vemos que las ciudades posean una profundidad histórica que opera por integración de productos con edades muy diferentes, pertenecientes a culturas diversas. En las ciudades el trazado romano está presente sin toparse con el 2005, porque sus productos son diacrónicos. Nuestra tarea de proyectistas es la de elegir qué es mejor para una ciudad y no qué se asemeja más a nuestra idea de futuro.
No hay que proyectar el presente porque no se trata de proyectar el tiempo, por consiguiente, no se trata de proponer un nostálgico ‘retorno a lo antiguo’, obviamente imposible de proponer; sino de reconocer una necesidad: la de mejorar la calidad de vida en las ciudades y en los establecimienos rurales, proyectando de otro modo los edificios de los próximos 25 años. Una proyectación que, de todos modos, deberá tener en cuenta el hecho de que por lo menos el 60 por ciento de la nuevas viviendas surgirá en áreas ya urbanizadas y deberá, por lo tanto, integrarse a tejidos urbanos preexistentes, con todas las limitaciones, pero también con las potencialidades que obtienen del mismo. De hecho, si a fines del siglo XIX sólo el 10 por ciento de la población mundial vivía en las ciudades, a comienzos del siglo XXI se llegó al 50 por ciento y en los próximos 25 años podría alcanzar el 90 por ciento de los habitantes del planeta, dos tercios de los cuales estarán en los países más pobres. Nuestros problemas son muy diferentes de los del siglo pasado, afectan preponderantemente intervenciones de recategorización, ocupación de las partes de la ciudad que quedaron vacías por las rápidas y dispersas expansiones urbanas. Las intervenciones deberían proponer edificios contextuales, para integrarse a ámbitos preexistentes, no objetos edilicios independientes del contexto, como los propuestos por gran parte de la cultura arquitectónica contemporánea.
La necesidad de imaginar un renacimiento de la ciudad solar está sustentada por las previsiones acerca de la disponibilidad de petróleo, que ya no es en un futuro lejano (y el tiempo requerido para adaptar nuestras ciudades es muy breve), pero sobre todo por los datos acerca del calentamiento global del planeta. Sin embargo, como espero demostrar en este artículo, deberíamos perseguir las ciudades solares sobre todo para mejorar la calidad de nuestra vida, aunque el petróleo no se terminara y el planeta no se sobrecalentara. La continuidad de la climatización solar, que comprende el espacio interno de las casas y el externo de calles y plazas, hizo que las ciudades evolucionaran como sistemas de comunicación. Las ciudades petroleras, por el contrario, aíslan la climatización del interior de los edificios y colman las calles de autos, contaminando las ciudades y reduciendo las comunicaciones interpersonales a la sola transmisión de informaciones.
CULTURAS RESIDENTES Y NOMADAS
En un muy importante libro suyo, Reyner Banham, uno de los pocos historiadores de arquitectura que se ocuparon de los contenidos ambientales, por eso de climatización e instalaciones, recurre a una especie de parábola para presentar dos opciones posibles frente a este problema. Ante la necesidad de tener que calefaccionarse, dos comunidades que viven en una región boscosa adoptan dos métodos diferentes de empleo de los recursos ambientales disponibles: la primera comunidad usa la madera para construir casas, reparos del frío; la otra la quema en fogatas al aire libre alrededor de las cuales la gente se reúne (2). La primera solución -la respuesta estructural- es comprometedora, pero también más duradera y caracteriza el comportamiento de una comunidad residente; la otra respuesta – la solución energética – es inmediata, pero también efímera y caracteriza el comportamiento de una comunidad nómada. Podemos decir que las ciudades solares pertenecen a la primera de las dos culturas, mientras que las ciudades petroleras caracterizan, sobre todo, la segunda; aunque hayamos cubierto el planeta de edificios, nosotros representamos efectivamente mejor la segunda cultura, la nómada que quema la madera, si bien en nuestro caso se trata de petróleo.
Las casas y las ciudades donde vivimos tienden a transformarse cada vez más en verdaderas instalaciones, enormes complejos, que encendemos cuando nos alojan y apagamos cuando salimos, como grandes automóviles estacionados. Y, en perfecta armonía con esta metáfora automovilística, la actual tendencia en la producción industrial de edificios es la de reducir progresivamente su duración. Efectivamente se difundió una forma de ‘consumismo’ que no sólo quema petróleo para calentar las casas, sino que, metafóricamente, también llega a quemar los edificios para poderlos rehacer.
Tantas veces me pregunté por qué nuestra civilización industrial, que es capaz de desarrollar productos extraordinarios, no es capaz de producir ciudades decentes. Es evidente que, a pesar de todos los esfuerzos y la inteligencia de proyectistas y administradores, la ciudad es un problema que no sabemos resolver, como sucede, según algunos, con la cuestión ecológica (3). En cambio, ambas estaban en el centro de la cultura residente que caracterizó la Europa mediterránea, que no sabía hacer nuestros actuales productos y sin embargo nos dejó ciudades que aún duran. Cuando se celebra el nomadismo de nuestra civilización, se tiende a encuadrarlo en una dimensión temporal que lo considera un fenómeno de la modernidad. La propensión al internacionalismo de la ciudad y la arquitectura, la facilidad de desplazamiento derivada de la tecnología de los transportes, la globalización mediática, Internet, se proponen como valores de una sociedad en continuo movimiento. En un contexto semejante, una cultura residente, además de parecer anticuada parece irrealizable, aunque los actuales medios de comunicación la hiciesen posible.
Pero reflexionando acerca de las ciudades solares y su realidad, es evidente que ese nomadismo también tiene fuertes connotaciones espaciales. En cierta medida, se puede sostener que pertenece más a la cultura de Europa continental (incluyendo también Inglaterra) que a la de Europa mediterránea.
Esos grandes desplazamientos de pueblos y de civilizaciones que fueron las invasiones bárbaras y las varias formas de colonialismo, se hicieron más frecuentes en Europa continental, que también desarrolló mayormente una cultura compatible con estos procesos migratorios. Al visitar, hace un tiempo, una gran muestra de la civilización celta en Venecia, me quedé admirado al encontrar objetos bellísimos, naves, máquinas, armas, etc., pero no ciudades y tampoco una cultura arquitectónica comparable con la nuestra. Reflexionando sobre esta observación, empecé a pensar que muchas discusiones acerca de las características de la cultura arquitectónica, sobre los efectos de la tecnología industrial en la evolución de los edificios y de los establecimientos estaban mal planteadas. El antagonismo entre los que quieren acentuar el aporte de las innovaciones tecnológicas a la solución de nuestros problemas y los que, por el contrario, acusan a la tecnología de todos nuestros males, no se puede resolver, ya que no hace ninguna distinción entre los varios tipos de productos, y en particular entre los productos muebles (auto, computadora, televisión, etc.) y los inmuebles (edificios, ciudades, estructuras estables, etc.). L’icástico slogan, de corbusiana memoria, que ve la casa como ‘machine à habiter’ llevó a creer que los productos muebles se pueden producir con los mismos criterios que los muebles, una creencia motivada por tantos logros recogidos en la realización de estos últimos.
Sin embargo, el largo ciclo de vida, la trama de relaciones con el contexto, la multifuncionalidad son características relevantes de los bienes inmuebles, que sugieren la distinción entre los dos procesos productivos, y que explican también las actuales dificultades. ¿Dónde encontramos los mayores problemas? En las ciudades, en los edificios, en la agricultura, en la ecología, en los tantos conflictos étnicos territoriales, etc., es decir, en los ámbitos que conciernen precisamente a los productos inmuebles.
Hoy en día estas dos culturas, la residente y la nómada, están superpuestas en buena medida, en el sentido de que ocupan las mismas regiones, aunque una de las dos se sienta más en casa que la otra. Sin embargo, tendemos a colocarlas, más que en espacios, en tiempos diversos, con un implícito juicio de valor: a la cultura residente le atribuimos el tiempo pasado mientras que a la nómada le atribuimos el futuro. De este modo la cultura de la Europa mediterránea, capaz de producir ciudades, pertenecería a una historia pasada e irrepetible mientras que la de la Europa continental representaría el futuro. El camino del progreso plantearía como obligatoria y sin alternativas la persecución del modelo continental, según esa ‘ciencia de la historia’ que nos regaló otras ideologías, con resultados que sería mejor no repetir.
Si la revolución industrial nace en la Europa continental y llega a la mediterránea sólo mucho más tarde, evidentemente hay razones que debemos comprender. Simplificando al máximo, podemos decir que la Europa continental difunde la cultura de la Reforma que llevó a las sociedades liberales de las economías modernas y de los productos muebles. La Europa mediterránea, en cambio, produjo una cultura urbana que, arrastrada por la modernidad, parece no tener ningún futuro. Esto es paradójico, visto que es la que ve las ciudades como sistemas de comunicación. Las ciudades de la Europa mediterránea desarrollaron, junto con el lenguaje, un evolucionado sistema de comunicaciones interpersonales precisamente a través de la organización de su arquitectura civil. También enseñaron a todo el mundo cómo construir estas ciudades. No por casualidad, la cultura arquitectónica de las ciudades mediterráneas desarrolló también, mediante la codificación de los tipos edilicios y de los órdenes, una eficacia comunicativa de duración excepcional y que concierne tanto a las obras como a su sistema simbólico.
Productos muebles versus productos inmuebles. La presencia simultánea de culturas diferentes que caracteriza ese complejo de productos diacrónicos que las ciudades construyen, ayuda a entender las dificultades encontradas en la realización actual de ciudades solares. El industrial design confía en reducir todo lo que se realiza, desde la cuchara a la ciudad, a las modalidades características de los productos móviles: breve ciclo de vida, monofuncionalidad, relativa independencia del contexto, producción en masa, la misma temporalidad. Edificios y ciudades resisten desde hace más de un siglo a este tratamiento, y pienso que los resultados mediocres obtenidos en estos ámbitos provienen del fallido reconocimiento de su especificidad.
Al ser productos inmuebles, tienen un ciclo de vida muy largo, a menudo son multifuncionales por los cambios en el uso, son fuertemente dependientes del contexto, no son productos masivos (cuando se intentó hacerlos masivos la calidad fue muy baja), tienen temporalidades diferentes. No tiene sentido pensarlos como reductibles a los productos móviles.
Las ‘máquinas urbanas’, o bien las ciudades que hoy habitamos, que querrían asemejarse cada vez más a los productos muebles que las colman, son la expresión de las welfare societies basadas en la economía de consumo, casi exclusivamente de productos muebles (autos, computadoras, aviones, naves, motos, amoblamiento, ropa, etc.), que propagan la ilusión de una felicidad individual. La perversión del consumismo consiste sobre todo en la idea de poder renunciar a la vida social, por consiguiente también a la ciudad, como condición de su promoción. El consumo de productos muebles se plantea como alternativo al uso de la ciudad, hace que no se desee. La remoción de las ciudades no pone en evidencia la renuncia a la misma, pero las hace aparecer como imposibles, en contraste con el progreso tecnológico.
En el espesor temporal de las ciudades europeas coexisten la cultura urbana de la Europa mediterránea y la de la Europa continental, pero el aplastamiento temporal de los productos muebles hace que sólo la segunda aparezca como actual, colocando a la otra en el pasado. El dilema que se nos plantea, por lo tanto, es si perseguimos una integración entre estas diversas culturas, recategorizando los edificios para hacerlos coherentes con los trazados en los que se encuentran, o continuamos creyendo que las ciudades auténticamente modernas son residencias estacionadas para acceder a los servicios urbanos y acelerar la transición de dichas residencias a productos muebles. En pocas palabras: si queremos que junto al ‘sueño norteamericano’ de la ciudad extendida característico de la Europa continental tenga lugar también el ‘sueño europeo’ de las ciudades concentradas de la Europa mediterránea. Estas dos culturas tecnológicas radicalmente diferentes (4), hasta aquí consideradas alternativas, pueden efectivamente ser complementarias.
Creo que aunque el petróleo no se terminara y el recalentamiento del planeta se detuviese o se revelase como un fenómeno no causado por las actividades antropicas, la construcción de las ciudades solares sería de todos modos deseable para la calidad ambiental y humana que las caracteriza y que las hace comunicativas, realmente no porque no se pueda hacer de otro modo. La cosa más singular es que nosotros, los europeos mediterráneos, a menudo sin saberlo, habitamos en ciudades que fueron solares y que, precisamente por eso, tienen notables potencialidades de recuperación y de mejora en este sentido, si bien muchas de ellas en los últimos decenios sufrieron pesadas intervenciones que frecuentemente hacen que su matriz ‘solar’ sea ilegible.