10.11.2004

Quince años, por Juan Coll-Barreu

Quince años separan dos edificios de Artigues y Sanabria. La Sede de la Diputación de Huesca fue el primer gran edificio público construido por los arquitectos. Como el Centro Cultural de Leioa, es también un edificio entre medianeras, con una fachada a la calle y otra fachada a un patio de manzana.

La nueva sede de la Diputación avalaba con la mejor arquitectura a unas instituciones que recuperaban su adolescencia democrática. El encuentro de la fachada de piedra con la calle se rasgaba por completo, y el viejo muro de los edificios gubernamentales era sustituido por una membrana de vidrio, casi inexistente, que anunciaba el carácter democrático de los nuevos edificios públicos. Los peatones, curiosos o interesados, pueden desde el exterior comprobar la actividad administrativa interior. En Leioa, esa convicción transparente -aletargada por necesidad climática en la obra de Artigues y Sanabria- se extiende al total del edificio, al inicio de sus planteamientos, a la decisión misma de construir.

Durante los últimos años, Leioa ha experimentado una transformación urbana tranquila, eficaz, compensada y humana, que ha convertido un núcleo desordenado en una ciudad adecuada, inteligentemente planificada. Al Centro Cultural le corresponde un papel relevante en el proyecto de la ciudad, en primer lugar por su programa de espacio de reunión; pero también por el carácter significativo que se espera de la arquitectura pública, construida con finalidad no especulativa y obligada a ser representativa de su contenido. El edificio ha debido de contribuir a la renovación de un área extensa desde el diseño arquitectónico, es decir, desde los acotados límites dimensionales de una intervención puntual. En este caso, además, la limitación física aumenta por la dificultad del emplazamiento, que se aprieta en un recoveco de la manzana. Es precisamente la transparencia del volumen la que permite al Centro Cultural confiar en la arquitectura como agente de aquella transformación. El edificio afronta la complejidad de sus condicionamientos mediante el mecanismo de desaparecer. Las pieles de vidrio constituyen, en definitiva, la decisión de no hacer nada. Como si aplicara a la arquitectura la pausada perspicacia del último urbanismo de Leioa, el edificio se levanta para permitir ser atravesado en planta baja y se desmaterializa en sus plantas altas. Resuelve así una difícil situación en la manzana, articula visualmente dos grandes bloques de viviendas, mejora su inserción en la ciudad, organiza los tránsitos peatonales en una topografía de fuertes pendientes, expone abiertamente su carácter equipamental, permite el acceso sin filtros a las exposiciones y constituye una inconfundible referencia en el entramado urbano.

La transparencia del Centro Cultural puede entenderse, al mismo tiempo, en esperanzadores términos de expresión social, de voluntad pública de la arquitectura. Artigues y Sanabria extraen las últimas consecuencias del vidrio ciudadano que habían experimentado en la Diputación de Huesca y, ahora, la ciudad no sólo observa el interior, sino que obtiene de él un beneficio funcional y morfológico, e incluso asalta el edificio y lo hace suyo. Así, el aumento de superficie acristalada al cabo de quince años se convierte en un manifiesto a favor de una administración abierta, públicamente expuesta. Protegiendo un programa aún más democrático -más atravesable-, las fachadas claras del Centro Cultural parecen anunciar una época de madurez cívica.

En un momento en que la producción de imágenes y la argumentación autoconsumible se utilizan como soporte de los proyectos, hasta eclipsar gran parte de la capacidad de transmisión y de elaboración cultural de que es capaz, por sí misma, la arquitectura, el Centro Cultural de Leioa se atreve a reclamar la validez del camino contrario. A diferencia de los proyectos para el espectáculo complaciente, Artigues y Sanabria elaboran su arquitectura con aparente normalidad. Probablemente, los arquitectos hubieran deseado no representar nada en la fase documental del proyecto, no dibujar unos alzados que en realidad no iban a existir. Sin embargo, sí se han afanado en acometer su construcción. Una conversación con Ramón Sanabria es un certificado de su vinculación a la obra, a sus problemas y posibilidades, y de su claridad en la identificación del edificio, insertado en su ubicación e invadido por los usuarios, como única finalidad de la arquitectura. Esta normalidad proyectiva resulta extremadamente útil en la reflexión actual a propósito del objeto arquitectónico al que se exige cumplir la función de icono público. Como las grandes obras de arquitectura, el ejercicio de Artigues y Sanabria en Leioa demuestra que la eficacia significativa y referencial de un edificio es independiente de discursos previos temáticos o mediáticos. Demuestra también que la arquitectura no defrauda. El esfuerzo intelectual concentrado en la meticulosidad de un edificio se proyecta a todo un área, es capaz de ordenar los usos públicos, elevar la calidad espacial e identificar territorialmente un ámbito mucho mayor.

Los dos edificios separados quince años comparten otro elemento común. Bajo la rasante esconden una existencia diferente. El sótano de la Diputación de Huesca cobija un pasado remoto de ruinas ibéricas bajo delicadas bóvedas de hormigón y muros de chapa caliza. En Leioa, un pavimento negro de cuarcita a nivel del acceso cubre el complejo mecanismo escénico de un teatro, con sus salas de ensayo y camerinos. Casi nada advierte la presencia del subsuelo hueco; incluso la escultura de la urbanización celebra sólo la diafanidad del aire, ensimismada en su referencia arbórea. Sin embargo, el misterio del pasado en el primer edificio y la realidad fingida de los actores en el último, niegan las certezas públicas de las plantas altas. Las afirmaciones transparentes expuestas sobre la rasante con la seguridad de los principios modernos se enfrentan en el terreno con una realidad oculta. En un caso es la presencia de la emoción telúrica de los muros gruesos heredados y, en el otro, la necesidad del público de atender a historias irreales y escenas fingidas. La ruina y el teatro enterrados acercan entre sí los quince años transcurridos y los remiten aún más atrás. Con la negación de la transparencia se afirma su incorporación histórica. La arquitectura hace convivir ideas opuestas.

Juan Coll-Barreu, Las Arenas, 10 de agosto de 2004.

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