14.8.2013

Pasaje Butteler, por Gustavo Nielsen, en Revista Brando

El pasaje Butteler es un pasaje que se convirtió en manzana. La manzana Butteler, para más datos, queda en el cruce de la avenida La Plata con Caseros, y uno nunca va a creer lo que hay ahí, si no se baja del ruidoso colectivo y lo ve. Es un pequeño milagro urbano proporcionado por una anomalía de diseño sabiamente ejercitada.

En Buenos Aires encontramos varios ejemplos de manzanas raras. Casi siempre la diferencia está dada por la incorporación de un lugar público en su interior. Desde afuera se las percibe como manzanas comunes, cuadradas o casi cuadradas, con una falla en algún punto de su perímetro en el que se abren una o más puertas. Son manzanas para entrar. Adentro suele haber un pequeño paraíso con forma de placita.

En Barracas conozco dos que llevan el nombre de sus espacios urbanos: Agustín Magaldi y Miguel de Unamuno. Hace cinco años que vivo la manzana que lleva el nombre del escritor “Del sentimiento trágico de la vida”, fallecido durante la guerra civil española. Vivir ahí me hizo más bueno.

En la Filcar, antiguo Google Earth local, estos ejemplos se destacan como experimentos formales, otros dibujos posibles para los cuadraditos. Se ve que son diferentes al resto del trazado, pero sin molestar: las líneas municipales son aceptadas a rajatabla, también las medidas externas de las cuadras; solamente las entradas a un algo indefinido y secreto que hay adentro, a un corazón de intimidad, acechan como indicios de virtud o de pánico. O, simplemente, de distinción.

A la manzana Butteler se entra desde las esquinas, en diagonal. En la placita de adentro hay un busto dedicado a Enrique Santos Discépolo, varios árboles de color verde y amarillo (en primavera, en nuestra foto invernal están pelados), un ánfora, juegos para niños y un par de bancos. El escudo de San Lorenzo, y fileteados tangueros aquí y allá.

El pasaje que lo rodea, formado por cuatro manzanitas tallarín de planta trapezoidal, solamente le da escala y amparo: no hay en ello proezas arquitectónicas dignas de mencionarse en el “Glosario ilustrado de arquitectura Argentina” de los profesores Alejo Lo Russo y Angel Navarro, aunque tampoco hay errores. Nadie se destaca sobre el resto, las fachadas se suceden en un ordenamiento amoroso y doméstico, dando un telón escenográfico perfecto para ese patio de la ciudad.

A mi juicio, a la placita le falta un poco de pintura y limpieza, renovar el arenero, agregarle iluminación, tal vez un liquidámbar para darle otro color natural, algo bordó o violeta, como si fuera un plato de verduras al que le faltara un morrón. Y no mucho más. Las entradas en diagonal de las esquinas son suficientemente alargadas como para evitar fugas visuales, por lo que en todo momento disfrutamos la apariencia de estar en una interioridad resguardada del caos. Una pequeña maravilla que tienen que visitar.

La Muni llamó a concurso hace unos años para reordenar el espacio e incorporar autos, a pedido de algunos vecinos. Titularon el proyecto Oasis Urbano Discépolo. Iba a ganarlo, lógicamente, el que pudiera meterle estacionamientos sin modificar básicamente el tono real de oasis de este sitio. El primer premio fue para el arquitecto Fernando Molina, que diseñó la plaza como un aparato respetuoso y funcional, en el que los autos quietos aparecían compartiendo el suelo con el vecino sin molestarlo demasiado, como lo hacen en la nuevas peatonales céntricas, también llamadas calles “de convivencia”. En la exposición estaban todos los proyectos, y el de Fernando era, sin lugar a dudas, el mejor. Resolvía el problema con una imagen contemporánea, manteniendo la escala barrial. Para participar utilizó como seudónimo “El Ciclón”.

Pero la pregunta mía sigue siendo la siguiente: ¿los autos tienen que entrar a todos los lugares? A mi juicio se los puede invitar, aunque no siempre deberían ser bienvenidos. Como porteño festejo más la peatonalización de alguna calle vehicular que la vehicularización, si se me permite el neologismo, del espacio urbano. Hay lugares de la ciudad de Buenos Aires que están degradados, otros que están perfectos y otros lugares que están bien. La diferencia entre los que están perfectos y los que están bien es de mantenimiento. Es el caso de la plaza Discépolo, en la manzana Butteler.

Y ojo que esto no es una crítica al emprendimiento de los Oasis para Buenos Aires: la propuesta de los concursos que Desarrollo Urbano implementó a comienzos de su gobierno y actualmente continúa ejecutando es un ejemplo de buena voluntad y equilibrio entre lo que pide la vecindad y lo que da el diseño. La teoría de los Oasis Urbanos es la de ocupar con espacios de calidad los recortes de terreno a los que Koolhaas alguna vez denominó espacios basura. Los Oasis Urbanos contemplan la invención o la puesta a punto de plazas y bulevares en lugares no ortodoxos del trazado porteño. Es, como mínimo, una buena intención.

Los lugares públicos de tipo ortodoxo los conocemos todos. Se ven, no están escondidos. Son las plazas y parques de Buenos Aires. Esa higiénica y sana prevención que implementaron sabios desarrollistas en el pasado, para inferir que de vez en cuando había que saltearse una manzana construida y tener alguna verde. Por suerte hay muchas, aunque debería haber más. En las ciudades altamente pobladas como la nuestra, el verde nunca es suficiente.

¡Los porteños queremos más árboles, más pasto, más sol, más aire puro para respirar!

Publicado en Revista Brando
Crédito fotografías > Xavier Martín

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