23.8.2013

Pasaje Anasagasti por Gustavo Nielsen, en Revista Brando

En la calle compartís cosas con la gente que te cuida y con la que te roba: la policía, los patrulleros; más los carteristas, escruchantes, arrebatadores.

Compartís con los que te venden mercancías o tratan de que te metas a su local cuando estás mirando la vidriera y te preguntan “¿necesita algo?” Compartís la calle con los que se perdieron y quieren saber cómo llegar, con los que necesitás que te dejen en alguna parte -¡taxi!-, con los que te ignoran o te empujan, con los que te regalan un diario o un volante con descuento. Con los que están tratando de convencerte de que su malabarismo vale, o con los que directamente te piden limosna porque son pobres y no tienen nada para dar. Con todos ellos negociamos diariamente, de diferentes maneras, el espacio urbano.

En los colectivos, por ejemplo, hay varias negociaciones para hacer. Cada una tiene su reglamento. Con la espera manda el tiempo de llegada. Para el precio del viaje, la declaración jurada del punto de arribo. Los asientos se obtienen por proximidad y decisión. La excepción también está reglamentada: embarazadas, gente vulnerable y ancianos tienen prioridad.

Hay situaciones urbanas que les sirven a todos, algunas son municipales, como las paradas de trasporte o las plazas, otras son privadas, como los puestos de flores o de diarios. Compartimos el espacio público no sólo con otra gente a la que no conocemos, sino con cientos de objetos en los que confiamos. Semáforos, cestos de basura, sendas peatonales, cordones, carteles, numeraciones. En otra época uno supo confiar también en los buzones y en las casetas telefónicas.

La ciudad nos toma examen a cada rato. En una caminata de pocas cuadras establecemos extrañas relaciones auditivas, olfativas, visuales, cinéticas. Vemos carteles, oímos bocinazos, esquivamos rejas, bolardos, arbolitos, bajamos por rampas y escalones, frenamos.

Este diálogo desmedido es la cotidianeidad de un ciudadano. La nuestra. En las avenidas se concentra lo peor. Por eso cuando llegamos a calles normales, somos más felices. Nos sacamos parte del alerta de encima, como si descargáramos una pesada mochila. Ni te cuento si llegamos a un pasaje.

Anasagasti es la muestra cabal de este descanso. La histeria sigue en miles de cables anudados, en el ruido que ingresa desde Santa Fe, como desde una puerta a la que no pudimos cerrar.

Anasagasti no es la calma total: tiene diferentes escalas, tiene algunos comercios, pasa cierto tránsito malacostumbrado. Pero entrarle tiene algo de vacación, comparado con el estrés de la avenida, con ese Alto Palermo al que le hubiera gustado estar apuntado exactamente como el cul de sac del pasajito, pero al arquitecto López se le corrió unos metros hacia el Centro.

Estamos por meternos en Anasagasti para cerrar el barullo por un rato. Nos vemos ahí.

Publicado en Revista Brando
Crédito fotografías > Xavier Martín

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