15.7.2005

Las fronteras calientes

Publicado en El País el 3 de Julio de 2005: Estamos en tiempos neomedievales, cada barrio con su muralla, cada familia en un coche blindado, cada pandilla a punto de enfrentarse.

Tomo prestado el título de este artículo del magnífico libro Una frontera caliente. La arquitectura americana entre el sistema y el entorno (2002), del arquitecto y teórico argentino Claudio Caveri, protagonista de una de las más admirables aventuras para crear una utopía latinoamericana del estar en el mundo sin competencias, de manera comunitaria.
Cuanto más viajamos, más tomamos conciencia de lo que él quiere mostrar en su libro: el predominio de las fronteras calientes en unas sociedades cada vez más hechas de fronteras y exclusiones, visibles e invisibles: guetos, campos de refugiados, campos de minas, barrios cerrados para ricos, barrios miseria, centros comerciales, centros de ocio, enclaves, resorts, campos de golf, hoteles exclusivos, vías rápidas, etcétera. Cada vez hay más pobres, y los ricos cada vez construyen más muros para defenderse de la propagación de la miseria. El crítico de arte John Berger ha propuesto unos emocionantes Diez mensajes sobre la resistencia ante los muros (EL PAÍS, 5 de febrero de 2005), en «esta tierra en la que no hay felicidad sin un deseo de justicia».
La mayor distopía que se dibuja hoy es la del control, la del acceso restringido, la de un mundo en que los ricos cada vez son más ricos y pretenden vivir lo más lejos y aislados posible de la pobreza, los cataclismos y las crisis ecológicas crecientes. La distopía futura está en la obsesión por la seguridad y por el control: pasaportes, huellas dactilares e invitaciones restringidas para ir excluyendo a los otros. Unas ciudades hechas de distintos recintos carcelarios, como ya anunciaba en 1977 el proyecto de Rem Koolhaas, Madelon Vriesendorp, Elia y Zoe Zenghelis para un Londres dividido como Berlín: «La ciudad de los prisioneros voluntarios de la arquitectura». La realidad hoy, según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), es que al menos 27 millones de personas trabajan en condiciones de esclavitud, sin salario, sin libertad por deudas contraídas y sometidos a malos tratos.
Según las actuales tendencias, existe el peligro de que desaparezca el mundo abierto de lo público para reinar un planeta hecho de fragmentos aislados en el que predomine la separación entre élites y los que se consideran bárbaros. El proceso de paulatina desaparición de la naturaleza provocado por el ser humano ha dejado un planeta colapsado de divisiones, fronteras y muros, fincas valladas, playas privadas, autopistas que en vez de unir, dividen. De las ciudades de calles y paseos se pasa a la ciudad en la que las calles son trincheras, como en Bagdad, autopistas como las de Los Ángeles, que sobrevuelan los barrios sin ni siquiera verlos, el mundo de los muros que dividieron Berlín y que ahora dividen Gaza.
Es un mundo en el que los lugares han cambiado de sentido. Los aeropuertos son grandes espacios de control y de consumo. Las estaciones de ferrocarril ya no son aquellos lugares de encuentro, sino gélidos filtros de selección; ya no tienen los grandes vestíbulos de espera, sino las largas colas para el control del equipaje y grandes vacíos bajo control en los que nadie puede esperar.
Caveri dice que la frontera caliente surge como metáfora en la segunda historia que compone la durísima película mexicana Amores perros (2000): es el suelo de madera de la casa de la pareja acomodada, debajo del cual un grupo de ratas puede haber devorado al perro. Es la frontera caliente entre los barrios cerrados de ricos y los suburbios de la gente sumida en la miseria; entre la ciudad de los ricos, con escaparates llenos a rebosar, y los barrios del apartheid, dominados por la escasez. Es el mundo de la cápsula encerrada del automóvil y la vivienda detrás de las rejas y cámaras. El territorio recorrido en todo-terreno, y ahora por los gigantescos Hammer, que por millones son los dueños de las autopistas norteamericanas, rediseño de un todoterreno militar y símbolo del mundo de las fronteras y la agresividad: un cómodo entorno rodante que aplasta turismos y peatones.
Estamos en tiempos neomedievales, cada barrio con su muralla y sus policías privados, cada familia en un coche blindado, como si cruzase un campo de batalla; cada pandilla a punto de enfrentarse. Es la frontera caliente siempre a punto de estallar, de ser derribada, de colapsar.
Se constata una de las más duras paradojas del mundo contemporáneo, tal como ha desvelado el sociólogo Niklas Luhmann: a pesar de la modernización y del lento crecimiento de la democracia parlamentaria, la pobreza ha aumentado. La realidad empírica desmiente totalmente la pretensión del fin de la historia y de los conflictos en la culminación del Estado de la Democracia liberal que había profetizado el pensador conservador Francis Fukuyama.
Cada vez que una comunidad se agrupa para defender sus casas, se manifiesta para reivindicar sus derechos, derriba el muro de una casa vacía para ocuparla, una biblioteca une barrios depauperados, un solar abandonado se convierte en jardín, la distopía creciente de un mundo hecho de fronteras calientes se detiene. Y se apunta la posibilidad de que esta multitud de unos 110 millones de personas, que se calcula que forman parte en todo el planeta del movimiento cosmopolita por otro mundo posible y que lucha para conseguir una sociedad más humana y justa, sea capaz de sobrevivir a los muros, de sobrepasar las fronteras calientes, de hacerse escuchar, porque la segregación no es un proceso definitivo.
Estas fronteras son calientes y frágiles, y cuando por diversas razones -crisis económicas, escasez de energía que obligue a volver a vivir en ciudades concentradas- los marginados vuelvan a reencontrarse, las fronteras saltarán por los aires y se producirán hechos como los disturbios en Los Ángeles (1992) o los saqueos como consecuencia de la crisis en Argentina (2001). Uno de los indicadores de sostenibilidad más sintomáticos debería ser si en cada territorio aumentan muros, vallas y divisiones; en definitiva, la destrucción del tejido social de los barrios, o si lo que aumenta son los espacios públicos, los edificios comunitarios, los lugares de reunión, los núcleos sociales polifuncionales.

Josep Maria Montaner es arquitecto

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