23.12.2019

Escombros de un paraíso

Construido entre 1947 y 1948, las ruinas del Boite Ariston, un ejemplo de la arquitectura moderna argentina de Marcel Breuer, Eduardo Catalano y Francisco Coire, se erigen frente a las costas de Mar del Plata en completo abandono. El escritor y arquitecto Gustavo Nielsen escribió el siguiente cuento inspirado en la famosa obra de la arquitectura argentina:

El paraíso llega cuando ya no lo necesitamos. Mi abuelo decía esta frase enigmática. Siempre queremos que el paraíso llegue; sentí que estaba cerca cuando empecé a trabajar en el Ariston. O en lo que quedaba de él. Soy arquitecta, hago patología muraria y recuperación edilicia. Me llamo Silvia. Mi abuelo Vicente, este que ven en la foto, fue metre del Parador, desde agosto de 1949 hasta julio de 1952. Es el que posa feliz delante de los mozos que sostienen bandejas. Lo sé porque me lo contó mi abuela Sara. Tenían una carta de solamente doce platos. Una sopa de tomate con camarones que era una delicia, según ella, picantita y espesa. Rabo de res y tortilla flambeada de postre. Ya no se come rabo en ningún lugar de Mar del Plata.

El Parador Ariston fue diseñado por el húngaro Marcel Breuer mientras dictaba un seminario en la Universidad de Buenos Aires. Enseñaba en la Bauhaus, la escuela de diseño más importante de la historia: dibujó un trébol de cuatro hojas sobre una servilleta de papel como todo plano. En una de las hojas circulares ubicó la barra, en otra la pista de baile y en todo el resto se comía. Garabateó también un pequeño corte. Había que subir un piso por escalera. Carlos Coire, jefe de la cátedra que lo había invitado, se ocupó de la documentación y el arquitecto Catalano de la dirección. La Universidad puso el dinero para construir esta joya, hace cien años en mi ciudad. Sin embargo, nadie en el tiempo la cuidó, como pasa con la mayoría de las obras del Movimiento Moderno, y poco a poco se fue viniendo abajo. Hasta ayer por la noche yo opinaba que todavía se podía salvar, o como me gusta decir a veces: curar. Mi jefe Johann, berlinés, que sabe poco de hormigones pero mucho de negocios, juraba que no. Pero me contrató para hacer los primeros exámenes, porque a los paraísos conviene tenerlos de amigos. Traen mala suerte cuando se les vuelve la cara, aunque sean tréboles de cuatro hojas.

Digo curar porque las obras a las que yo llego suelen estar enfermas. Todo tiene que hacerse con un máximo cuidado: retirar los sobrantes, el material suelto y lo que no pertenezca a la esencia morfológica. Buscamos el origen como si fuéramos arqueólogos. Yo sigo un método intuitivo y empírico, en el que voy trabajando de acuerdo a lo que el edificio me va diciendo. Los edificios hablan a través de su integridad y de sus pérdidas, de lo que conservan y muestran. Y si no hablan tanto, hay que saber leer en sus intrigas. Tengo un trabajo de detective: obtengo muestras, etiqueto, clasifico, mando a catear. Un cateo es lo mismo que una biopsia para la medicina. Rasco las paredes con esta espátula de acero inoxidable que se parece tanto a un bisturí. O con una cucharita.
Obtuve el trabajo a través de LinkedIn. Querían alguien que fuera experta, sin pagarle demasiado. Al vivir a ocho cuadras del Parador, ya no tendrían que gastar en viáticos. Y a mi currículo le sobra brillo: solamente en Mar del Plata trabajé en el Alfar y en la fachada del Asilo Unzué. A Johann le oculté que mi abuelo, el de los bigotes terminados en punta hacia arriba, había sido uno de los gerentes, tal vez el más importante en la historia del edificio. Si se lo hubiera dicho habrían contabilizado mis emociones para pagarme la mitad. Lo que aprendí en la profesión vale mucho para andar regalándolo por las oficinas de patrimonio. Tanto es así que ya sabía cómo iban a volver calificados los cateos, cuando el material cayó como talco de las losas. Lo mandamos al INTI para precipitar y el laboratorio nos devolvió su visión pesimista. Le hice una lista a Johann con los aparatos que debía alquilarme para poder seguir.

– ¿Para qué querés un esclerómetro? –dijo.
– Para hacer una lectura de compacidad de vigas y columnas.
– Sale un montón de dinero. ¿Y el georadar?
– Para las oquedades.
– ¿Y el profómetro? Alquilarlo cuesta un disparate.
Johann hacía números con su calculadora. En sus ojos de especulador se veía que el edificio no le interesaba.
– Necesito hacer un mapeo de la armadura, para averiguar cómo está adentro del hormigón. Qué espesores de sección son los que quedan.
– No puedo pagar eso.
– Necesito los gráficos. Y preciso más andamios de los livianos, no esos que me pusiste. Y un ayudante, o dos.
– ¿Se va a poder recuperar?
– Sí –arriesgué, sin dudar.
Johann negó con la cabeza y agregó:
– Puedo mantenerte el sueldo pero nunca contratar ese equipamiento. Preciso un informe objetivo sobre el estado del edificio.

“Los paraísos están para cuidarlos”, estuve por decirle. Pero me callé. No iba a conseguir de mí un cómplice para un informe negativo. Los edificios se salvan con experiencia, con técnica, pero también con fe. Mi abuelo estaba ahí, detrás de Johann, con su carta de delicias en la mano. Lo pude ver en ese momento.

– No te pago para que evalúes mis ideas –agregó Johann, leyéndome la mente. Y salió.
A la tarde me llamó al celular y me pidió disculpas con reservas. No iba a contratar equipos y especialistas por un edificio “insignificante” –así lo llamó, refiriéndose a los contados metros cuadrados, aclaró-; su presupuesto era limitado. Yo sonreí amargamente, pero él no me vio, claro. Donde Johann vislumbraba insignificancia yo veía una alhaja. Nunca entendí el tema del linaje. Johann será más importante por su  ONG europea, pero la que sabe de hormigones soy yo. La absurda pirámide de mandos no se verifica en la expertise. Así como no me meto en sus operaciones inmobiliarias y de prensa exijo que no se meta con lo que sé, que lo sé bien.

Estuve cinco días seguidos en el Ariston, en cuclillas o trepada a escaleras. Hice tutores de yeso sobre las grietas. Conozco la dimensión del daño, puedo intuirla en esas fisuras activas. Hasta ahora no había gastado casi nada de plata, solamente chupé frío y me ensucié entre las losas con forma de trébol. Las persianas de madera que le pusieron contra los intrusos están llenas de agujeros y ranuras. No me permitieron quitarlas: el dueño del predio, un latifundista, quería tirar el Ariston abajo y tenía miedo. Todo al mismo tiempo. Suele pasar cuando a un edificio, o a lo que queda de él, el Congreso le otorga protección histórica. Verlo a Johann rendido me llevó a pensar que ya era hora de irme de ahí. Las clivias de mi abuela florecieron en los cumpleaños de Vicente hasta el último año, en el que se fue del Ariston. Y ya no florecieron nunca más.
En Página 12 leí una noticia que me gustó. Daban por sentadas las obras de recuperación. Hablaban del nombre de la playa, La Serena, aunque se equivocaban en el dato de Breuer como diseñador de la silla Wassily. La nota tenía un dato de color del que yo no estaba al tanto. En los inviernos en los que no abrían las carpinterías, porque el viento era el mismo que el de ahora, marino y feroz, repartían talco para que la gente que bailaba descalza no se resbalara en la pista. Me imaginé la condensación de la humedad sobre los vidrios y el piso de madera. Me hubiera gustado bailar ahí. Me imaginé a mi abuelo revisando el calzado de su pequeño ejército de mozos: suelas adherentes, de caucho, para que sus manjares no acabaran por el suelo. Sí, soy una empecinada de los materiales y sus comportamientos. Amo mi trabajo; ninguna corrosión podrá devaluarlo. Vicente, el dueño del paraíso, siempre me está mirando desde la foto.

Así que pensé chau Ariston, chau Johann. A veces ganan los malos. Chau Silvia. Aunque te garanticen el trabajo hasta fin de año, como se arregló, ya no tiene sentido. ¿Desde cuándo mis opiniones van a aportarle datos al enemigo? Jamás firmaré un chantaje, ni por todo el oro del mundo. A los edificios que valen hay que salvarlos porque son como seres. El que salva a un humano salva a la Humanidad. Estaba tomando una copa de vino cuando entendí que debía renunciar. Una cena frugal, de mujer sola. Vicente me hubiera retado por ese sanguchito. Tenía ganas de llorar y de dormir. Puse la tele pero no aguanté ningún noticiero de aire: el dinero y la derecha estaban ganándole también al mundo. Poderosos caballeros. Una mierda.

A las tres me despertó el celular: Johann. ¿Qué hacía en vela? No lo voy a atender. Cortó y volvió a insistir. ¿Por ser mi jefe era también el dueño de mi sueño? Un hombre jamás atendería un llamado de su trabajo a la madrugada. Escuché el bip del whatsapp. “Dejaste la luz encendida en el Parador, nena”. ¿Qué luz?, pensé. El teléfono volvió a sonar.

– ¿Qué luz?
– Los reflectores.

Mi trabajo se hace con reflectores. Ningún detective entraría a una escena del crimen a oscuras. Tres de quinientos watts, muy poderosos, con luminarias tipo lupa. Uno para la planta baja, dos para arriba. Los apago desde el tablero. Siempre lo hago cuando me voy.

– Acabo de pasar por la ruta con el auto: el Parador es un velador en la noche.
– ¿Y por qué no te bajaste a apagarlo?
Johann dudó un instante en el teléfono.
– No es mi trabajo –dijo. Cortó la comunicación.

Si algo faltaba para completar mi descontento era una respuesta así. Miré por la ventana: el viento arreciaba árboles y arbustos. Estaba por explotar una de esas tormentas que solo se dan en Mar del Plata. Vi un rayo, a lo lejos, caer sobre la playa.  ¿Qué podía pasar si no iba? Un corto. O gastar demasiada electricidad, y había que ahorrar. Para el profómetro y el georadar, indispensables. Para nada. Le escribí un whatsapp que borré inmediatamente: andá vos que tenés auto. Mejor era salir antes de que la tormenta comenzara. Me puse un pulóver y los pantalones sobre el piyama, me calcé con botas que hubiera aprobado mi abuelo. Me puse el impermeable con capucha azul, guantes verdes, una bufanda roja. Miss elegancia, la arquitecta. Guardé el casco blanco en la mochila.

El viento que me daba en la cara traía hojitas y gotas puntiagudas, de tan heladas. No iba a poder volver por la arena si se desataba la tormenta. La playa era un imán para los rayos. ¿Cómo habría sido mi abuelo como jefe? A los mozos se los veía felices en la foto, sosteniendo sus platinas y bandejas plateadas. Bueno, era una foto, nomás. Aunque yo nunca me sacaría una foto sonriente detrás de Johann y de autoridades que negocian según el viento de los tiempos. ¿Quién iba a tomar la decisión de derribar una obra de arte de Marcel Breuer? Que el Parador estuviera descuidado y varado no era excusa. ¿Quién iba a ser capaz de pegar el primero de los martillazos? Un diamante olvidado sigue siendo un diamante.

El velador Ariston. Al menos en las descripciones, Johann era preciso. La luz salía por todas las rendijas de la carpintería anti vandálica, por todos los agujeros de esas maderas podridas que habían clavado para alejar a los intrusos. Un resplandor potente y blanco, de observación. La luz que permitía trabajar de día o de noche por igual, para cuando los salvatajes dependían de urgencias políticas. Me había quedado sin dormir decenas de veces en situaciones así. Se armaba un grupo de profesionales y te mudabas. Comíamos en la obra, a veces hasta dormíamos ahí. Todo para que no la demolieran, en el país de la demolición permanente. Me apuré por la lluvia y por la luz. Ojalá que la tormenta no se desate así vuelvo tranquila por la orilla. Saqué las llaves de los candados de la mochila y me puse el casco. Tranquila, Silvia. Abrí.

El brillo bañaba la escalera desde el primer piso. La tapa del tablero de la electricidad estaba semiabierta. Vi el cable suelto, desenchufado. La luz ya no era blanca, sino cálida. En el tablero todas las térmicas estaban apagadas. Me agaché para recoger el cable y me vi las puntas de los zapatos: afinadas, de charol negro. Los tacos se afirmaban correctamente sobre el contrapiso poceado de la planta baja. Aunque ya no era cemento: había mármol. Veteado. Pulido. Por eso mis tacos pisaban bien: el revestimiento era el indicado por la historia, por Breuer; el que había pagado la Universidad de Buenos Aires hacía cien años.

Tampoco recordaba haberme puesto esas medias negras. Me toqué el ruedo del vestidito, y me lo palpé sobre las caderas y el pecho. Tiras finas sobre los hombros. Lo único que sobraba era aquel casco, al que dejé escondido en un cantero con clivias antes de subir por la escalera curva.
Arriba me esperaba un mayordomo. No me miró a los ojos cuando tomó de mis manos un saco que yo no había advertido que llevaba, con cuello de piel, y una estola blanca. Quiso quitarme la cartera, que hacía juego con mis zapatos, pero no lo dejé. Me acompañó hasta mi asiento. Separó la silla de la única mesa armada en todo el salón. Me senté como lo hubiera hecho frente a un abismo. Nadie de los presentes me miró. Empecé a sentir el murmullo y las risas cuando la respiración me volvió al cuerpo. Sobre la mesa había un arreglo floral y una copa de champán.

Algunos fumaban. La mayoría de los hombres estaban de pie; las chicas repatingadas en sillones o atentas desde taburetes o apoyabrazos. Todas llevaban vestidos parecidos al mío. Mucha puntilla. Algunas guillerminas en los pies. Una que llevaba botitas tenía cara de mala. El maquillaje acentuaba la claridad de las mejillas: mucho polvo base. Deben ser arquitectas, jaja. Un señor me miró. Era joven, pero parecía viejo por el corte de pelo y el bigotito horizontal. Llevaba un traje a rayas verticales, camisa blanca, zapatos excesivamente lustrados. Busqué un espejo en mi cartera; había uno redondo y gris. Lo abrí. Mi cara también estaba pálida por los polvos, y los ojos tenían un marco negro demasiado duro, que los volvía ojerosos. Me dieron ganas de limpiarme con la servilleta. En la cartera había una espátula afilada y un pañuelito. Mi espátula de obra.

Cuando el mozo me trajo la carta no me di cuenta de quién era, porque estaba observando otra cosa. Pasaban un jazz tenue, apenas un piano, y casi toda la gente se apiñaba en la zona de los sillones. En otro de los lugares estaba la barra de donde salían los tragos. El último pétalo del trébol estaba vacío, a la espera de los bailarines. En el ambiente lleno de humo los presentes fumaban con boquillas. Aunque mi mozo miraba hacia el suelo como el mayordomo de la entrada, los bigotes le seguían apuntando hacia arriba. Llevaba una levita inabrochable, por la panza. Un repasador le colgaba del brazo en el que traía la bandeja.

Busqué, entre los doce platos de la carta, el rabo de res y la sopa de tomates. Estoy con  Vicente, abuela Sara. Decidió bajar de su podio de metre para venir a atenderme personalmente. Hay un hombre, además, muy elegante, que me acaba de guiñar un ojo. Debe ser joven pero parece viejo, porque yo misma parezco de otra edad. El champán está fresco pero no es muy cristalino. La copa sí, como si fuera de Murano. Tallada. Se acerca el hombre con un encendedor. Deberé decirle que no fumo. Ah, era para prender la vela.

– Es un animal –dijo despectivamente, y me pidió permiso con un gesto para sentarse.
– ¿Quién?
– El camarero. Ni en el Ariston logramos que el servicio sirva.
Separó la silla y se sentó. Traía su propia copa de champán. Me di vuelta para ver cómo Vicente se metía en la cocina.
– Soy Marcel –se presentó el hombre.
– ¿Breuer? –no pude contenerme.
– Peña Braun –dijo él, sin siquiera pestañear. Sorbió un poco de su copa y cruzó las piernas. Dejó su cigarrillo sobre el cenicero.

Algunas parejas comenzaban a pararse para ir a la pista. Desdoblé la servilleta de tela.

– Debería avergonzarse por lo que dijo –lo increpé-. Vicente ha sido sumamente cordial. Es el gerente de cocina y está atendiéndome como si yo fuera su propia nieta. ¿No le parece correcto?
Marcel se rio.
– ¿Metre Vicente? ¿Ese tonto? ¿De dónde ha sacado semejante información?

Abrí la boca. No iba a dejar que un presumido le dijera tonto a mi abuelo. Me cago en el linaje. Vicente apareció con la bandeja con un plato de sopa humeante y la botella de champán adentro de un balde con hielo. Nos sirvió, a mí y a Marcel doble apellido. Dejó también el balde, porque él se lo pidió. Tomó la bandeja plateada entre sus manitos regordetas y se quedó esperando, por si le pedíamos algo más. Agarré la cuchara. Era de plata.

– Vicente–dijo Marcel, como una orden. Le indicó la bandeja.

Vicente la puso horizontal y se la acercó. Marcel levantó la boquilla del cenicero hasta la mitad de ese círculo plateado y volcó las cenizas dos veces. La larga y frágil ceniza que se había acumulado en la punta de su cigarrillo. Me pareció el gesto más cretino del mundo.

– Ya, negro –lo despidió.

Lo vi irse humillado, pero como si no le importara. Estaba acostumbrado a la humillación. Marcel se rio otra vez. No voy a bailar con un tipo de mierda como usted, porque no me dejaría mi abuela Sara, estuve a punto de decir.

– Somos los dueños del palacio –continuo él, con un orgullo absurdo. Hizo un gesto con la mano que abarcaba todo el salón.- Vinimos a bailar y bailaremos.
– No conmigo –le dije. Soplé sobre la cuchara y me la metí en la boca. Había pescado un camarón picante.- Y no es un palacio, es apenas un restorán.

Subió los hombros y se fue a buscar otra mujer. Al rato lo vi moverse con el charlestón. Todos bailaban muy enérgicamente, sin quitarse los sacos ni los moños. Terminé la sopa y dejé la cuchara apoyada. Las mujeres eran más enérgicas que los señores. Hacían mover sus rodillas con desenfreno, como invitándolos a una contienda sexual y rechazándolos al mismo tiempo. Alguien subió el volumen de la música justo cuando Vicente volvió a aparecer para cambiarme el plato. No me preguntó nada y yo intenté disculparme por ese hombre horrendo, pero las palabras no me salieron o me salieron en voz muy baja. No me escuchó. Estuve a punto de decirle que ya no quería el rabo de res, que estaba llena. Pero él se fue a buscarlo y yo me quedé tomando champán. Ya estaba un poquito mareada.

Los hombres se descalzaron después que las mujeres. Ponían las medias adentro de los zapatos, que quedaron haciendo una especie de ronda alrededor de la pista circular. Los vidrios empezaron a gotear. Una chica se resbaló y su partenaire la atajó antes de que cayera. La pista estaba mojada; mi propio mantel estaba así. Una gota espesa se soltó del cielo raso y apagó la vela de la mesa. La segunda cayó sobre las flores del arreglo. Me descalcé. Los zapatos de taco siempre me resultaron más incómodos que los de seguridad.

– ¿Cuándo reparten el talco? –le pregunté a Vicente, cuando vino con la platina con el rabo. El plato parecía un trencito marchando en un paisaje de salsa de tomate. Sacó su cuchillo de trozar. El moño de su camisa estaba torcido, tuve inmediatas ganas de enderezárselo.
– ¿Para qué sería el talco, señorita?
Le señalé el resbalón que se acababa de pegar mi festejante Marcel. Dos amigos lo ayudaban a levantarse.
– ¿Por qué no abren las ventanas para que ventile? Hay demasiada condensación –agregué.
– Están abiertas las del lado de atrás, las que no dan al mar, señorita. Si abrimos estas se vuela su mantel.
–  ¿Y no reparten talco?
Vicente me miró por primera vez. Tenía los ojos buenos. Me dieron ganas de abrazarlo.
– Aquí no existe esa costumbre –dijo.

Los amigos de Marcel se reían, las chicas se reían. La música subió un poco más; ya era atronadora. Vi cómo mi abuelo movía los labios y volvía a bajar la vista. El perfume de la carne era lo único aceptable. Abrí la cartera sin dudarlo un segundo y saqué mi instrumento. Talco, polvo. Tomé el platito de la vela. Me paré arriba de la silla. Todos dejaron de bailar. Polvo, talco. No sé por qué lo hice. Ellos me estaban mirando y desde la altura yo alcanzaba a ver el mar, afuera y lejos. No iba a comer el rabo, no iba a perdonarles las impertinencias, pero iba a enseñarles cómo bailar descalzos en una pista resbalosa. Raspé el cielo raso adecuadamente, en puntas de pie. El polvillo cayó sobre el platito. Me bajé de la silla. La música cesó. Me pasé el talco por una planta, por la otra. Fui hasta la pista y me abrí paso entre la muchedumbre. Improvisé un charlestón en el silencio de la noche. Normalmente bailo horrible, pero me salió bien. Una chica que tenía un rodete intentó seguirme con una patinada. Yo no me resbalé.

Entonces apareció Vicente con una especie de tortilla colocada sobre un quemador encendido. Le volcó Rhum Negrita de una botella. Se ayudaba con un cucharón. Marcel no me quitaba los ojos de encima; los demás miraban, como yo, a Vicente. Marcel sacó un encendedor y se acercó hasta el lugar donde el más pedestre de los mozos de Ariston alistaba el único postre de la carta. Lo apartó de un empujón. Los malos modos de la aristocracia se acentúan con las borracheras. No hay que mirar, Sara. Se van a ir, van a dejar de existir. El trabajo de Vicente lo hace noble de verdad por más humilde que sea, porque el trabajo es lo único que ennoblece. No los títulos, ni los premios. Hay que hacer bien lo que uno sabe, únicamente eso. Y Vicente siempre lo hizo bien, aunque en esa foto quisiera aparentar lo que no era.

Marcel intentó hacer funcionar su encendedor dorado. Lo agitó en el aire. Vicente traía en las manos una pequeña caja de fósforos. Marcel trató por tercera vez, infructuosa-mente. Eructó y se guardó el encendedor en el bolsillo del pantalón. Le quitó los fósforos a Vicente, de mala manera. Abrió la caja al revés y se le desparramaron por el suelo. Puteó. Levantó varios, algunos ya no servían porque estaban mojados. Pero uno sirvió. Puso la llama hacia abajo para que aumentara. Lo acercó al alcohol caliente de la fuente y aparecieron las llamaradas. Tiró el fósforo sobre mi mesa y la servilleta comenzó a encenderse. Los presentes estaban aplaudiendo a Marcel y al flambé.
Me largué a apagar el fuego cuando lo vi también en los demás. No eran solamente la servilleta y el flambé los que se estaban quemando. Uno de los presentes abrió su billetera, tal vez para dejarle una propina al camarero, y los billetes estaban encendidos. Rápidamente le alcanzaron el cuello de la camisa. A una mujer le salía fuego del escote, otra se inclinó a apagárselo y se le incendió el pelo. Las cortinas empezaron a arder. Vi dos llamas saliendo de los ojos de Marcel, que no hizo nada, solamente se quedó quieto en el lugar. El fuego salía por las bocas y las orejas de la gente, por los orillos de las polleras, desde adentro de las copas. Las botellas comenzaron a estallar, vi mi tenedor y mi cuchillo retorcerse en la mesa. Las plantas de los pies se me empezaron a cocinar en el agüita hirviendo. El piso burbujeaba. Agarré a mi abuelo por la bandeja y bajé corriendo las escaleras. El mayordomo se doblaba de dolor en la planta baja, achicharrado.

El pasto estaba fresco. Yo tenía el impermeable abierto y el pulóver desarreglado. En la corrida había perdido la bufanda y las botas. Tenía un solo guante cuando le devolví la bandeja a Vicente, que llegaba agitado. Ya no tiene edad para correr. Toda la noche parado, a un mozo le duelen los juanetes. Y encima esta carrera. Perdón, abuelo. Miramos juntos hacia atrás: el paraíso en llamas. Las persianas fueron lo primero que se derrumbó. Vicente tomó la bandeja con sus dos manitos recatadas. Me miró tristemente. Escuché el silbido de su respiración. Cada vez que nos sacamos esa foto, un mozo hace de metre y los otros posan con las bandejas. Hice una vez de metre y cinco de mozo. Hay una foto real, con el metre real, pero nadie se ríe allí.

No abrió la boca para comunicarme su verdad.
– Estoy orgullosa de vos -dije.
No le cuentes a Sara.
– Secreto.
Mi ademán fue para arreglarle el moño torcido, no para que se fuera. Toqué una de las puntas de los triángulos y vi la llamita. Pequeña, más azul que amarilla. La soplé para que se apagara, pero creció. Se hizo flaca y exacta, y le invadió el hombro de la camisa. Después el cuello, la oreja, el pelo. Vi cómo se quemaba el bigote de Vicente sin poder hacer nada. Traté, digamos, pero la rabia me invadió. Todo lo que hacía para apagarlo lo encendía más. Vi su cabeza vuelta una antorcha. Un trueno rajó la playa y el chaparrón nos envolvió. Pensé que podía ser una bendición. Que por fin la lluvia iba a salvarlo todo. Y lo apagó, sí, pero lo que pasó después fue mucho peor.
Vi a mi abuelo negro como un esclavo. Mojado y humeante. Yo misma estaba empapada hasta los huesos. Estornudé y le volé parte del pabellón de la oreja. Fui yo, mis ojos me lo dijeron. Le apoyé la palma de mi mano derecha un poco más arriba de la mejilla para sostenerlo, pero mis dedos se hundieron irremediablemente en su costado. El bigote se deformó junto al rostro caliente. Cuando aflojé la presión, media cabeza de mi abuelo se derrumbó como la torre de un castillo de playa. Lo último que vi fue su sonrisa. Corrí.

Desde casa llamé a los bomberos y a la policía. Me tomé un Ibupirac, llorando de desesperación. Me cambié de ropa. Conté cinco ampollas en mis pies, tres en el izquierdo, dos en el derecho. Me froté una crema refrescante, mientras esperaba. A las seis apareció un mensaje de Johann para que fuera. Yo todavía estaba temblando. Le pregunté si el edificio aún existía. “El fuego decidió por nosotros”, respondió él.

Amanecía. El bombero que me tomó declaración me preguntó qué hacía ahí adentro en el momento en que el incendio comenzó. “¿Cree que fui yo?”, le dije. En el lugar del Parador había una montaña de escombros y cenizas. El resto de la dotación enrollaba las mangueras. “Detectamos una falla eléctrica. Por el momento nadie le está echando la culpa a nadie. Pero nos llamó la atención que no se comunicara inmediatamente por el celular”. Había tres patrulleros. Había una cinta de peligro delimitando la zona. El sol estaba empezando a secar el resabio de la tormenta. Me dolían las ampollas.

– La Serena es una playa peligrosa, sin seguridad. Dejé el celular en casa para que no me lo roben. La policía aparece siempre después. Nadie anticipa nada.
– Hay muy poco personal –se disculpó el bombero-. Vuelva a su vida y tómese un tecito, arquitecta.
A desconfiada no me gana nadie.
– ¿Y cómo está tan seguro de que no fue un incendio intencional?
– No veo a nadie por aquí acusando a ningún privado –señaló hacia los patrulleros. Dos policías tomaban mate y un tercero les acercaba un paquete con facturas.
– Cualquier cosa le preguntan a aquel hombre de allá. Es el dueño de una ONG muy misteriosa…-dije.

Johann escondió la cara cuando se vio señalado. El bombero se dio cuenta, pero no reaccionó.

– Hágame caso, aquitecta. El Awiston ya fue.

Johann me siguió con la vista. Yo tenía ganas de bajar a la playa pero adiviné que él también iba a hacerlo, por lo que me preparé para volver a campo traviesa. No hay tecito que devuelva la memoria, bombero. Y si hubo un atentado no fui yo, ni mi abuela Sara, ni mi abuelo Vicente, que fue metre ejecutivo del edificio. La luz del amanecer convertía los charcos en espejos. Uno me llamó la atención por lo perfecto de su óvalo. Ariston, bombero, como mínimo tienen que aprenderse el nombre. Y Breuer no diseñó la silla Wassily personalmente, Página 12, sino que dirigió el grupo de alumnos y profesionales de su taller de ebanistería, que la hicieron realidad de la nada. A medida que me fui acercando, el óvalo se convirtió en círculo. La memoria es cruel, pero es el único material que corta la voracidad del mundo. El círculo estaba apoyado entre pastos. El rayo de sol rebotaba sobre lo que le quedaba de espejo a la oxidada bandeja de un mozo.

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