15.1.2004

Entre el dolor y la indiferencia, por Daniel Herrendorf

La revelación inmediata de Las mil y una noches es que ninguna historia termina. Porque Scheherazade supo eso se atrevió a pasar una única noche inmisericorde con el sultán: porque su historia, como cualquier otra, era infinita y, por lo mismo, su noche también. La condición para la eterna princesa de una noche era no ser infiel a su historia.

Porque el cuento es infinito y no respeta nuestro deseo de hacer cenizas el pasado, los ayeres vuelven -solos o por simple invocación- y pintan el presente de colores muy diversos. En general, sentimos que hemos terminado con el pasado, pero el pasado no siempre ha terminado con nosotros, y nos lo hace saber.

Con velocidad inusitada, aquella vieja injusticia reaparece en busca de sus oportunidades perdidas, entra en escena por la grieta más inadvertida y se posa, como un ave que busca sosiego, sobre la más viva actualidad.

Entonces hay que empezar la discusión de nuevo.

No hay progreso

Siempre sostenemos que nuestras decisiones han sido justas y creemos concluir un asunto y otro de la mejor manera. Y esto, que puede ser cierto en los negocios menores o en las ciencias de resultados, no lo es en la historia social, en el arte, la sociología o el derecho.

En la historia no hay progreso. No es mejor un día que el siguiente porque sí, y esa es premisa que la educación básica no sólo no enseña sino que intenta desmentir con la prolija sucesión de acontecimientos que da en llamar progreso.

Pero la historia es una sucesión despareja y caprichosa de gozos y de sombras en distribuciones implacablemente arbitrarias.

Ramón y Cajal lo decía de otro modo: a los grandes «momentos nutritivos» sigue una horrible acción devoradora. Sólo que tampoco es necesaria y sostenida esta alternancia: a una acción devoradora puede seguir otra y otra, o viceversa.

Los ejemplos gimen: basta una mirada adonde estaban y ya no están las Torres Gemelas, con sus miles de almas; al viejo imperio persa, hecho estallido, o hacer una travesía veraniega por el Africa central para sentir que el pasado ha vuelto y, con esa certeza, revivir los deseos -siempre oportunamente contenidos- de tirar la computadora a la basura (junto con los títulos de la deuda) y dedicarnos a la caridad.

Somos una minúscula cantidad de habitantes, en un planeta que supera los seis mil millones, los que vivimos en la riqueza escandalosa: habitamos casas indemnes al frío y la lluvia, comemos algo diariamente, bebemos agua potable, nos curamos, educamos a nuestros hijos. Si sobra dinero, lo gastamos en el ocio.

Lujuria. Espantosamente millonarios para los parámetros mundiales. ¿Injustos, antiéticos, sin conciencia social? No lo sabemos. Así vivimos: eso es todo.

El mundo sigue produciendo alimentos para tres poblaciones mundiales y distribuyéndolos entre el diez por ciento. Las naciones ricas se quejan con amargura porque los viejos viven tanto que provocan colapsos en los sistemas previsionales y de salud. Quienes piden trabajo y comida (al mismo tiempo, está claro) nos provocan un dolor remoto, pretérito, y una dura represión contra ellos merecería nuestra reprobación automática durante las primeras e implacables 24 horas, después de las cuales sobrevendría en su reemplazo la más sólida indiferencia.

Eso hicimos con los insurgentes bolivianos, con la masacre de Tiananmen y con la guerra serbia. Y después volvimos a darles toda la atención a las injusticias domésticas, como el precio del jabón de lavar o el destino de las expensas comunes. Finalmente, no podemos recoger siempre los destrozos mundiales de la víspera. El mundo es así, nos decimos. ¿Despreocupación, impotencia, fatiga? No lo sabemos, por lo menos no del todo bien. No sabemos vivir de otro modo.

En general confiamos la resolución de las desgracias mundiales al progreso indefinido, a la voluntad de Dios o a una conciencia histórica que -por lo menos, desde Tito Livio hasta Hegel- debería actuar solita, sin mucho empuje humano y por la sola vocación automática de la justicia, como si las virtudes se sacudieran ellas solas la polvareda del vicio.

Pero el Holocausto, en la plenitud heroica del siglo XX, no fue más decoroso que las Cruzadas por ser más actual, ni la invasión a Irak la hicimos más aséptica y prolija que la de Manchuria. La idea del progreso histórico es solamente un propósito. No hay variaciones éticas sustanciales en el curso de la historia.

Somos la misma bestia hoy que cuando no teníamos penicilina, agua limpia o microchips, y no estamos, necesariamente, agradecidos por nada. El pasado vuelve. Nacimos en un mundo así, y la culpa no es nuestra.

Y lo decimos sin mucho más dolor que el habitual, el necesario, el que destinamos a los asuntos internacionales y cósmicos, como la capa de ozono, el calentamiento planetario o el Estado de Israel, temas que nos amargan unos diez minutos semanales en tensas sesiones de sincera y compartida indignación. ¿Desconsideración, destrato, inclemencia con la Tierra y sus desmanes? No lo sabemos, porque lo que no sabemos es si se puede vivir de otra manera.

Hay algunos ejemplos de históricas indignaciones con mejores resultados. No muchos: los abrumadores ayunos de Gandhi, la tenacidad de la Madre Teresa, la sensatez de Anwar Sadat. Y un caso -ha de haber miles- menos general, pero igualmente heroico: Bajieva era una vieja chechena pobre y campesina que cuando vio llegar a las tropas moscovitas en tanques demasiado grandes se sentó en la ruta a esperarlas. Cuando llegaron, la increíble línea de bravísimos generales rusos detuvo esa inmensa artillería para no aplastar a la vieja.

Se bajaron, atónitos. Ella le explicó pacientemente a uno por uno, y con el tono didáctico de las abuelas, que así no se hace. Y ellos sintieron lo que nosotros al leer el diario: un poco de piedad. Dieron vuelta la hoja y siguieron adelante.

Bajieva no tuvo un lugar en la historia. Esta vez no. Y los chechenos fueron masacrados. Nosotros supimos eso, dimos vuelta la hoja y seguimos adelante.

Es cierto: nos queda incómoda Chechenia. Ensayemos con opciones más cercanas, más normales. Dolores más a mano. La pobreza de por acá, los viejos sin remedios, los chicos sin comida. Esos son nuestros. ¿Haremos algo? Un poco de caridad, pagar los impuestos esta vez… ¿Será suficiente?

A veces destinamos dinero a obras de bien y hasta tiempo en beneficencia. ¿Eso basta o es sólo un gesto tranquilizador en la enorme meseta centrífuga del hambre mundial, un detalle en el despavorido desequilibrio del planeta, como tirar en medio del implacable incendio amazónico una lágrima para apagarlo con ella? Además, ¿será bueno o será malo repartir pescado? Depende de quién tenga hambre, porque si fuera el hijo de uno estaría muy bien. Depende del dolor.

Es cierto: el que da no se priva de lo que da. La caridad entraña una injusticia, arriesga una insolencia. ¿Conviene ese riesgo moral? Depende del dolor. No somos el otro. Y nos gustaría, incluso, vivir mejor. A nosotros, que no tenemos hambre. Porque hacemos lo que podemos. Otros hacen más: depende del dolor. ¿Será eso egoísta? Porque el pasado puede regresar. Y quienes nada tienen nos pueden increpar en la calle y juzgarnos cara a cara: «Lujurioso». ¿Tendrían razón? Depende del dolor. Como descubrió Scheherezade, la historia no tiene final. Por eso nos alarma.

por Daniel Herrendorf
Para LA NACION

El autor es escritor.
Evita, la loca de la casa y Memorias de Antinoo son sus últimas novelas (Editorial Sudamericana).

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