13.3.2013

Empecemos por dejar entrar

¿Nos puede gustar un edificio que nos incomode? Hablo de incomodidad física, no intelectual. ¿Cómo juzgan la arquitectura quienes no pueden ver o moverse? ¿Cómo juzgaríamos a un sastre que nos cosiese las mangas a los bolsillos?

“Cuesta explicar a una persona que va perdiendo o ha perdido la visión o la movilidad que la discapacidad no es el final sino el principio de otra vida”. El arquitecto Ignacio Lucini sabe de qué habla: sólo puede ver sombras. Perder la vista le abrió la puerta de las asociaciones que buscan la accesibilidad universal para que todos puedan entrar y circular por las calles y los edificios. Al ir perdiendo la vista se dio cuenta de que tampoco él había pensado siempre en todos los usuarios hipotéticos de un edificio. “Cuando sí tenía capacidad para verlos a todos, no los veía. Y ahora sí”, continúa con las paradojas de su nuevo estado, que lo ha llevado a participar en el Master de Accesibilidad y diseño para todos.

Hace unas semanas, Lucini habló en el Colegio de Arquitectos de Madrid (COAM) en unas jornadas piloto en las que arquitectos, invidentes, personas con movilidad reducida y representantes del CEAPAT (Centro de Referencia Estatal de Autonomía Personal y Ayudas Técnicas) hicieron que 60 niños experimentaran, por unas horas, cómo es el mundo sin vista o con movilidad reducida. Se trataba de que ellos mismos cayeran en la cuenta de lo que necesitan los edificios y las ciudades para que todos podemos usarlas sin tropezar.

“Las barreras son obstáculos”, explica Lucini, que defiende que los arquitectos no tienen la culpa de todas, también construye barreras el transporte y las comunicaciones. Con todo, sostiene que la principal barrera es mental: “¿Por qué no hacer las cosas bien desde el principio? ¿Por qué no hacer edificios que todo el mundo pueda usar?” Nadie en la sala puede responder esa pregunta. Están habituados a ella. Pero no es una pregunta retórica. Muchos ciegos sacan fuerzas de la historia de Louis Braille, que ideó un sistema de lectura a través del tacto cuando solo tenía 15 años. Necesitan recurrir a esa perseverancia cuando sienten que la vida no les da las mismas oportunidades que a los demás. Y cuando reclaman las mismas oportunidades, no hablan de su discapacidad, hablan del marco común: una ciudad más accesible es, por lógica, una ciudad más igualitaria.

Lucini cuenta que el objetivo de las personas con alguna discapacidad es poder hacer las cosas solo. Nada más. Poder usar la silla de ruedas sin ayuda o que el pavimento advierta a los ciegos del peligro, de los cruces o de la necesidad de prestar más atención. Todo eso puede hacer el diseño. Y la arquitectura. El resto, que los bolardos que hoy expresan nuestro incivismo cando buscamos aparcamiento, se cambien por aceras que nos permitan caminar a todos y que todos respetemos, depende de la educación.

Por eso la CEAPAT quiere empezar por abajo, por los niños. Quiere asegurarse de que el descuido no es excusa para no diseñar las ciudades pensando en todos. Incluso en los que no se ve. Los ciegos, que juegan al fútbol con un balón con cascabel, sí ven en la ciudad que palpan el tipo de sociedad que somos los que hacemos las ciudades. Para abrirnos los ojos, el COAM está organizando nuevas jornadas en las que los niños, y los adultos, puedan vivir la discapacidad para aprender que la accesibilidad universal es para todos. Y de todos: abre la puerta a todos y retrata nuestras prioridades y preocupaciones como sociedad.

Merece la pena que lleven a sus hijos y amigos. La empresa Saint Gobain, que patrocinó las últimas jornadas, lo hace desde la alegría del deporte. Y del riesgo. Puede que a algún niño le cueste orientarse con los ojos tapados y la ayuda de un bastón, pero muchos aprenderán a ir en bicicleta pedaleando con las manos. Y, con un poco de suerte, saldrán del COAM con mayores miras. Iniciativas como esta tienden un puente entre sociedad y arquitectura.

Fuente > http://blogs.elpais.com/del-tirador-a-la-ciudad/2013/03/empecemos-por-dejar-entrar.html 

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