7.4.2007
Arquitectura necesaria
"La arquitectura es la vida. Ésa es mi apuesta" El catedrático Miguel Ángel Baldellou avisaba en el artículo La intuición reflexiva (1992) sobre la condición ejemplar de las realizaciones de José Manuel Gallego Jorreto (O Carballiño, Ourense, 1936). También identificaba ese preciso momento -los noventa- como el del inicio de "un nuevo maestro", independiente de maestros anteriores. El tiempo y el reconocimiento transcurridos desde entonces no han hecho sino ratificar esa apreciación.
El paso de los años también ha confirmado otra reflexión paralela, en este caso de Manuel Mendes, sobre la necesidad que se autoimpone Gallego: extirpar, expulsar todo aquello que pudiera caracterizarse como superfluo en un proyecto y, posteriormente, en una obra.
Ciertamente: reflexión, profundidad y necesidad son condiciones que José Manuel Gallego impone a su arquitectura para merecer la existencia y el nombre. Son las condiciones de un hombre sabio, que mira a la vida, cuya influencia no es de dictado sino de sugerencia; no es estilo sino atmósfera. Un maestro, gallego, hoy.
En su familia, ¿había alguna relación previa con la arquitectura?
En mi caso, no. Únicamente tenía un tío que era aparejador. Sí había profesionales de la pintura y de la escultura. La verdad es que casi toda mi familia estaba relacionada con las artes plásticas y, sobre todo, con el mundo de la enseñanza. Mi afición a pintar y dibujar fue precoz. Empecé a interesarme por la arquitectura a raíz de un viaje que hice a Lisboa durante el bachillerato. Recuerdo que contemplé unas casas y pensé que la arquitectura podía ser otra cosa de lo que hasta entonces había tenido a mi alrededor. Hice los dos bachilleratos, el de ciencias y el de letras, porque dudaba qué carrera estudiar -creo que la ambivalencia y la capacidad de dudar han sido unas constantes en mi vida-. Aunque me gustaban la filosofía y la geografía, también me atraían las atemáticmas y el dibujo. Así que decidí estudiar arquitectura. Me fui solo a Madrid, casi en plan kamikaze. Eran finales de los años 50. Alejandro de la Sota me dio clases de dibujo desde el principio; de hecho, fue el que me examinó para el ingreso.
¿Qué dibujaban?
Hacíamos de todo. Por ejemplo, el clásico lavado con pincel. Recuerdo que aquella técnica me enseñó mucho a comprender la luz y la sombra; a que dentro de ésta hay miles de negros y que dentro de una luz hay miles de luces. Es algo que inconscientemente me ha acompañado toda la vida, entender que las cosas no se clasifican por exclusivismo, sino por preponderancias. Me interesan los matices. Recuerdo que las clases de De la Sota eran incómodas. Te provocaba un enorme interés en determinados temas y cuando estabas inmersos en ellos, les daba la vuelta completamente. Creaba en el alumno una desazón tremenda. Era un aprendizaje tenso. Pero, al final, he asumido que el trabajo requiere ese esfuerzo de tensión. En aquel momento, mi conocimiento de la arquitectura era el movimiento moderno. De hecho, he tenido que pasar la evolución del movimiento moderno en mis propias carnes. Ha sido un proceso lento porque, por mi temperamento, de entrada no suelo aceptar lo que me dicen. Mi generación ha tenido que descubrir y asimilar, paulatinamente y de manera muy compleja, un mundo para después cuestionarlo. Hablo de una generación a la que han cambiado las carreras, los contenidos, la profesión, la religión, las relaciones familiares…
Ha sido un cambio profundo que ha obligado a reconstruirnos. Después de acabar la carrera, estuve tres o cuatro años sin trabajar. Sí que hacía colaboraciones con De la Sota y daba clases, pero no quería trabajar por mi cuenta por miedo al compromiso. Salí de Madrid para regresar a Galicia y lo que me encontré no se parecía en nada a lo que imaginaba. Fue un volver a empezar.
Tuvo que crear una realidad suya…
Con sentido práctico, procuré tomar contacto con lo que quedaba de la realidad física estaba casi íntegra. Es gratificante porque empiezas a encontrar luces cómodas, colores cómodos, ambientes cómodos, olores de tu infancia. Luego entronqué con algo que había desconocido: la cultura rota por la Guerra Civil, personificada en la vuelta de los exiliados. Conecté con un grupo cultural Castro, liderado por Isaac Díaz Pardo, que era un reducto que se alumbraba a la luz de aquello. También comencé a estudiar la arquitectura popular. Viajaba, paseaba y pensaba si tenía alguna dimensión más existencial. Hice uno ensayo que luego, curiosamente, me ha perseguido toda la vida. Me identifico con lo que cuenta Hans Scharoun sobre la relación del paisaje y la visión de la arquitectura, en el sentido de que hay obras que uno está repitiendo casi constantemente. Esta reflexión que comencé a apreciar sobre los límites, las envolventes, la luz, los reductos espaciales… la traslado a la arquitectura que veo, haciendo, sin querer, una declaración de mis propias intenciones. En aquellos años trataba de hacer una introspección elemental para entender si aquella arquitectura que encontré en mi vuelta a casa era equiparable o tan selectiva que solamente era para los iniciados, o solamente servía para unas circunstancias sociales determinadas. Ésta es una pregunta que me ha acompañado siempre en mi carrera.
¿Y tiene alguna conclusión?
Creo que la arquitectura es la vida. Ésa es mi apuesta. Como todas las cosas que me interesan de la vida me tiene que sorprender, enseñar, dar libertad, abrir caminos… Son exigencias constantes. Eso no tiene nada que ver con muchas de las cosas que están funcionando hoy en la arquitectura.
Entonces, eso le aleja del monumento, del poder.
Lo he pensado muchas veces. He llegado a la conclusión de que es irremediable. Quizás signifique que me deslumbra la introspección, lo pequeño. Casi toda mi preocupación apunta al uso de las cosas; sobre la recreación de la arquitectura al verla; sobre la recreación al usarla; sobre las nuevas lecturas de la arquitectura; la arquitectura no objetual y sí más existencial; sobre hasta qué punto es arte o no lo es; sobre si la arquitectura es acabada o no cada vez apuesto más por que es algo inacabado. Ineludiblemente, esto me conduce a un cierto escepticismo sobre lo hablado. Cada vez se habla más de arquitectura y me parece como si esta retórica fuera más inútil. Por ello, me parece que la arquitectura exige cada vez más la vivencia. Es curioso cómo textos de poesía son tan válidos para la arquitectura. En cambio, la retórica me aburre. Creo que cada uno tiene derecho a tener su opinión. Pero no es así. Somos muy complacientes, muy conservadores.
De repente, me siento más viejo de los 68 años (ríe). Nunca he visto nada tan complaciente como la arquitectura actual. Tienen razón los que dicen que mucho de la posmodernidad no es más que una justificación de la sociedad de consumo. Los cambios de la posmodernidad son extraordinarios; los tenemos ya dentro pero no nos damos cuenta y seguimos creyendo que somos lo de antes. Yo desconfío mucho de las traslaciones literales de todo esto a la arquitectura. Por ejemplo, que cifremos todo el valor de una arquitectura en la piel no me parece válido, aunque sepamos que hoy la apariencia y la imagen son el medio de comunicación. Es una visión empobrecedora de la complejidad de la arquitectura. Me da un poco de pudor porque estas cosas ya no se pueden decir, pero me sorprende que los jóvenes no sean más resistentes y que toda la investigación lo sea de la apariencia. No creo que haya arquitectura sin subversión.
¿Promociona esa resistencia?
Se lo digo a mis alumnos. Dentro del panorama general empiezo a observar este tema con un poco más de complicidad. Todo esto pasa por la angustia que hemos tenido estos años al comprobar que el movimiento moderno había muerto. Pues claro que sí. Circular, habitar, trabajar… todo es diferente. Pero es que los mismos que lo habían dicho, al cabo de pocos años, ya lo habían cambiado. Lo básico, si el hombre sigue siendo el protagonista, qué es realmente vivir mejor… esas cosas que son tan primarias, yo me las sigo preguntando cuando hago un proyecto. Cada vez me gusta más entender la arquitectura en un contexto más amplio, observar las cosas a través de un código muy vital.
¿Cuánto de eso cree que le llega a quien no está en la arquitectura pero tiene que usarla?
Son los que deberían exigir más. Pero la arquitectura es un tema personal y me gusta plantearlo sabiendo que sirve para algo y para alguien. El uso es mucho más que la funcionalidad. Cuando afrontas un proyecto es para resolver algo. Toda la construcción del territorio se ha hecho por necesidades personales, políticas, económicas, etc. Me gustaría saber siempre para qué hago realmente un proyecto, antes del cómo. Al final siempre estamos en la necesidad en el sentido más amplio y más rotundo. Luego, aparte de eso, están tus propias necesidades y aspiraciones como arquitecto, que se cruzan en el proyecto incordiando. La arquitectura, al final, no es lo que es, sino lo que tú quieres que sea.
¿Siempre ha trabajado solo?
Únicamente estuve asociado el primer año con Carlos Meijide. Es una decisión muy personal. No tengo inconveniente en trabajar con gente, porque además aprendo mucho, pero siempre como compañeros de viaje. Siempre sé el papel que juego: o bien activar situaciones o recogerlas, pero acepto el camino andado por el otro. No lo cuestiono porque me parece una estupidez. Lo someto a una crítica muy breve, pero rápidamente me meto en su piel y, como si fuera una clase, empiezo a ver las posibilidades de lo que me cuenta. A partir de ahí es como si soplara esa llama. De esta forma, la colaboración me resulta cómoda y atractiva.
Y montó su estudio…
Veía que el trabajo de búsqueda debía emprenderlo solo. Así que empecé el estudio. Actualmente, somos ocho personas. Por ejemplo, siempre he trabajado con la misma gente de cálculo de estructuras. Calculan a mi lado: yo propongo, ellos calculan y yo reviso. Discutimos. Con mucha modestia me gusta exponer mis intuiciones. Todo esto lo empleo como aprendizaje. En el estudio yo croquizo e inicio caminos. Es una estrategia para que me dé tiempo a pensar. Como decía antes, en un proyecto hay un proceso lento de saber qué quiero hacer y para qué sirve. Después hay que preguntarse qué tamaño tiene, sobre qué espacio me muevo… Empiezo a hacer unos esquemas de posibles caminos que yo mismo emprendo para luego darlos a desarrollar. Mi primera tarea es trabajar con tres hipótesis a la vez, pero sin esperar los resultados. Hay caminos iniciados que, a lo mejor, llevan tres años y, aunque el proyecto esté haciéndose, les sigo dando vueltas. La verdad es que la mitad de los proyectos se hacen en cama, de memoria. O en alguna libreta, o viajando en un avión. En el despacho todos trabajan una hora más al día para que el viernes no trabaje nadie y así el estudio esté sólo para mí. El proyecto arranca con dos o tres personas y luego lo asume una sola. En la última fase se involucra todo el estudio. La persona que ha seguido más la obra lleva la dirección conmigo, salvo que sea una obra muy larga, en la que participan más. Yo me pasaría el día en la obra. Me parece que toda la retórica o la especulación intelectual que se pueda hacer, lo haría de la construcción y de la obra. Ver cómo se va organizando la materia y va naciendo un edificio me emociona. Ver las decisiones y cómo aciertas y te equivocas; es fascinante. Además, ratificas que el proyecto no es más que una sucesión de decisiones encadenadas; un mismo problema a distintas escalas. Es un mundo donde te puedes perder en especulaciones.
¿Parecido al medio natural?
No veo tantas diferencias. Al final, la arquitectura descubre órdenes que están en la naturaleza. De la Sota decía de una invención que era una ocurrencia de algo que ya estaba. A mi gusta entender que las obras podrían ser tan naturales como la propia naturaleza. Que un edificio pudiera ser como un árbol.
¿Le gusta ver envejecer sus edificios?
Sí. Me molesta la arquitectura que se estropea con el uso, porque es separar a ésta de la vida. Es hacer una arquitectura ya muerta desde que nace. Creo que debería inventarse algo para representar la arquitectura no sólo a través de la fotografía. La arquitectura también es el ruido, el bullicio, la gente; sólo así se puede descubrir. Por eso la arquitectura es un mundo cifrado, en el que los mensajes no deberían ser tan evidentes y sí deberían haber muchas lecturas. La arquitectura que me interesa es inclasificable. No es sólo la creación del espacio, también la creación del tiempo, de la introspección, del recuerdo, el instante, el componente de eternidad y de fugacidad. Es una dimensión directamente relacionada con la vivencia de la arquitectura. El tiempo ha mejorado todos mis proyectos. A veces lo he pasado mal porque por el medio hubo una pelea o una ruptura entre la obra y yo. Pero finalmente, siempre que todo se ha serenado, viéndolo con mayor distancia, lo he percibido mejor.
¿Hace arte?
En el fondo, te mueres pensando que las sutilezas pretendidas y los descubrimientos que dejas para que alguien los vea, son matices delicados de arte. El arte es la faceta poética y creativa que todo el mundo tiene. En la arquitectura me interesa particularmente el arte vital ?más compartido? que el arte conceptual ?más elitista?.
¿Cómo observa la arquitectura que se hace hoy en Europa?
Creo que se está mirando el ombligo en muchas cosas. La inmensa mayoría de la retórica cultural está muerta. Se repiten los mismos temas y son aburridos. La arquitectura plantea siempre los mismos problemas: representar un desorden, evitar el realismo de una ventana, ocultar una fachada, dominar la línea, buscar lo aleatorio, la imagen, la piel… De ahí no salimos. Y en lo demás, caben todas las trampas posibles con tal de que aquello sea lucido.
En su arquitectura, ¿el agua y el mar siguen estando presentes?
Sobre todo, la niebla. Volvemos otra vez a lo que he comentado sobre mi primer encuentro con el paisaje. Parafraseando a Bertrand Russell, los lugares de niebla son imaginativos. Dejan entrever cosas, matices que descubres y eso otorga muchas posibilidades para pensar. Esa veladura tiene una traslación a los espacios intermedios, los umbrales, los recintos… Creo que no puedo prescindir de ello. Me gustaría hacer un paisaje del agua de lluvia, que se llenara de sonidos y olores cuando lloviese. La lluvia es la fertilidad y despierta y hace sonoro todo el territorio.