14.2.2006

Acerca de las ciudades dispersas

Luis J. Grossman

Si uno atiende a las páginas de los diarios sabatinos y dominicales (sobre todo en las secciones inmobiliarias) debería llegar a la conclusión de que se impuso ya la solución urbanística de la ciudad dispersa.
Examinando en este sentido la historia de los establecimientos humanos en el último siglo y medio, la vieja teoría del péndulo se aplica también a esta cuestión de las ciudades-jardín y las ciudades concentradas.
Lo curioso es que los respectivos argumentos permanecen casi intactos a pesar de los avances de la técnica y los cambios culturales acontecidos en casi 150 años, en una época en la que se concentró como nunca la intensidad de los cambios en cortos períodos de tiempo.
Se registran las iniciativas del empresario puritano George Pullman (titular de la famosa empresa de los coches-cama), que estableció lo que llamó «ciudad industrial ideal» al sur de Chicago en 1880. Otros industriales formularon también
propuestas urbanas en los finales del siglo XIX, entre ellos los ingleses George Cadbury (famoso por sus golosinas) en 1879 en Birmingham, y William Lever (célebre por sus jabones) en 1888, en Liverpool.
En la misma época se conocía la ciudad jardín lineal presentada en España por Arturo Soria y Mata, mientras maduraba en Inglaterra la ciudad jardín más celebrada, con geometría concéntrica, la concebida por Ebenezer Howard. Estos
ejemplos se desarrollaban al influjo del ferrocarril y postulaban las ciudades como comunidades autónomas que estuvieran en condiciones de satisfacer sus necesidades por sus propios medios.
Más tarde, Frank Lloyd Wright planteó, a través de lo que bautizó como Broadacre City, basado esta vez en el automóvil y en el concepto de Usonia, basado en un individualismo básico y en una cultura igualitaria. Kenneth Frampton señala como una de las ironías de nuestro siglo que la idea de Broadacre City se liga más que cualquier otra forma de urbanismo a los preceptos centrales del Manifiesto Comunista de 1848, en una sentencia que postula «la abolición gradual de la distinción entre ciudad y campiña mediante una distribución más equitativa de la población sobre el terreno».

En el cine
La tendencia puesta de manifiesto en las últimas décadas en los Estados Unidos hacia la ciudad dispersa, con casas individuales con jardines alrededor, calles casi privadas y guardias de seguridad en los ingresos, dio motivo a dos películas
de gran repercusión: The Truman Show primero y American Beauty después. Las dos muy celebradas por la crítica y con una secuela de debates que todavía no se extinguió.
La primera utilizó como escenario una urbanización bien conocida en Florida, Seaside y creo (este dato no lo tengo confirmado) que la segunda se filmó en Celebration, en la periferia de Orlando.
En rigor, el concepto de «ciudad dispersa» conlleva en su esencia la destrucción de la ciudad con sus modelos antiurbanos de «aldeas prósperas», basadas en la proximidad de las autopistas y en el uso inevitable del automóvil o en un invento reciente: los «charters» en los que se movilizan los pobladores desde su barrio a sus trabajos en la city.
Las vivencias fundamentales de la ciudad: la calle, los encuentros casuales, la cultura urbana, la mezcla de funciones y las experiencias vitales que ofrece, desaparecen en estos modelos aparentemente perfectos en su propuesta de una suerte de utopía doméstica.
El arquitecto Luis Fernández-Galiano, en un artículo basado en el filme que acaparó la atención de los Oscars del 2000, trazó la metáfora que se proponía en la película de Sam Mendes con las rosas iguales, sin olor ni espinas, que cultivaba la esposa del protagonista.
Como dije al comienzo, la ley del péndulo es inflexible y rebotará después que se sature el aburrimiento y la reiteración de los mismos rostros y las mismas voces. Si somos coherentes y creativos, la ciudad permanecerá sólida y variable con sus atractivos y sus ventajas comparativas. Algo que vino demostrando durante milenios.

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