24.11.2004

Boletín Informático de la SAM – Noviembre de 2004 II

El Nuevo Urbanismo y la Trampa Comunitaria
POR PROF. DAVID HARVEY
TRADUCCIÓN: JOSÉ MARÍA PUIG DE LA BELLACASA.
colectivorua.org/recortes/harvey.html
Artículo publicado el 26 de noviembre de 2000, en LA VANGUARDIA, pág. 34. Por David Harvey, profesor de Geografía en la Johns Hopkins University (Baltimore).

El nuevo urbanismo está en la cresta de la ola. Todo elmundo es su entusiasta defensor. Porque, al fin y al cabo, ¿a quién le gustaría que le llamasen «viejo urbanista»? Podría decirse -discurre el razonamiento- que la vida urbana es susceptible de ser mejorada en su raíz, que puede transformarse en una vida más «auténtica» y menos desangelada, y también más eficiente, por el procedimiento del regreso a conceptos tales como vecindario y comunidad, que antiguamente proporcionaron tanto temple y tanta coherencia, continuidad y estabilidad a la vida urbana. La memoria colectiva de un pasado más cívico puede recuperarse de nuevo si se recurre a los símbolos tradicionales. Las instituciones de la sociedad civil, si reciben el estímulo que pueden aportar la arquitectura ciudadana y la adecuada planificación urbana, pueden perfectamente verse consolidadas como los fundamentos de un tipo de urbanización mucho más civilizado.

Existen distintas variantes de tal razonamiento.
La versión Costa Este americana propone un crecimiento urbano de alta densidad y de uso residencial mixto, en su mayor parte dirigido a las áreas residenciales y de esparcimiento. Si bien las infraestructuras públicas y los niveles medioambientales son indudables, los proyectos se conciben principalmente para aquellos clientes pudientes cuyo estilo de vida, sin embargo, permanece inalterado (siguen recorriendo largas distancias para ir al trabajo). Lo que se vende es un concepto de comunidad y un entorno de vida más seguro. Insertos en un modelo de expansión urbana acelerada, tales edificaciones constituyen oasis aislados de vida privilegiada para las élites.
La versión británica subraya el ideal de un «pueblo urbano». Combina la nostalgia por un pasado perdido (que apela a los estilos arquitectónicos autóctonos de la Vieja Inglaterra) con una pizca de conciencia social (mediante la incorporación de la vivienda social a la mezcla), e intenta, además, aportar elementos laborales y comerciales a una fisonomía urbana caracterizada por un fácil acceso en la propia localidad. La idea de un «pueblo urbano» goza de un extendido atractivo que abarca todo el espectro social. Grupos étnicos, comunidades obreras tradicionales y grupos privilegiados han adoptado esta idea con entusiasmo.
La versión Costa Oeste americana sitúa los núcleos de barrio «tradicionales» en el seno de un plan regional más integrado de infraestructuras de transporte para enlazar los puestos de trabajo espacialmente dispersos, las zonas comerciales y las instalaciones de ocio. Transige, por una parte, con la dispersión de tales factores, pero trata de recuperar los ideales de una convivencia vecinal más íntima y entrañable y de una vida de comunidad. Si tal política reúne unos métodos democráticos de adopción de decisiones y una consulta al público generalizada, sus resultados pueden ser realmente provechosos. Una versión ligeramente mitigada de lo que se expone apela al ideal del «crecimiento inteligente». Una densidad más alta de crecimiento (justificada quizá por una referencia a los conceptos de comunidad y de barrio) en torno a núcleos o centros ya existentes (en oposición a la urbanización caótica), se considera más bien como una respuesta a la presión excesiva sobre los fondos públicos, las infraestructuras (escuelas, agua potable, tratamiento de aguas residuales, carreteras) y el medio ambiente (por ejemplo, la pérdida de suelo agrícola o de hábitats de alto valor). El concepto de «crecimiento inteligente» ha cobrado un atractivo nacional en Estados Unidos, como el único camino para reorientar la urbanización sin límites y caótica hacia una vía más eficiente y respetuosa con el medio ambiente.
Caben muchos elogios en este movimiento que acabamos de describir, más allá de la descarga de adrenalina inherente a la batalla con los saberes convencionales de un extenso abanico de instituciones (constructores, banqueros, gobiernos, intereses de transportistas, etcétera). Responde a los deseos y a la voluntad de pensar sobre el lugar de los polos urbanos especiales dentro de las áreas regionales en su conjunto, y de aspirar a un ideal mucho más orgánico y global de aquello en lo que las ciudades y las regiones podrían consistir. El intenso interés observado acerca de las formas de desarrollo urbano más cercano humanamente e integrado que evite la monotonía agobiante de la ciudad planificada horizontalmente es digno de alabanza, ya que libera un interes en la calle y en la arquitectura ciudadana consideradas como escenarios de sociabilidad.
En el mejor de los casos, el nuevo urbanismo promueve nuevas vías para pensar la relación entre el trabajo y la vida, y hace factible una dimensión ecológica del diseño urbano que, en cierto modo, va más allá de la búsqueda de una calidad medioambiental superior, propia del consumidor de bienes tales como árboles hermosos y estanques. Plantea, incluso, abiertamente el espinoso problema de lo que hay que hacer con las despilfarradoras exigencias energéticas de la forma de urbanización basada en el automóvil, que ha predominado mucho tiempo en Estados Unidos y que de modo creciente amenaza con tragarse las ciudades en Europa y en otros lugares.
Sin embargo, hay mucho margen aún para el escepticismo. Para empezar, no es que haya muchas novedades en todo esto. El nuevo urbanismo rebosa de nostalgia por una idealizada vida de pequeña población y estilo de vida rural que nunca existió. Las realidades de tales lugares estuvieron con frecuencia caracterizadas por un ambiente represivo y limitador, más que por ser realidades seguras y satisfactorias (al fin y al cabo, ésta fue la clase de mundo del cual las generaciones de emigrantes ansiaban huir, y precisamente no acudían a él en tropel). Y además, el nuevo urbanismo, en la manera en que es descrito, muestra señales abundantes de represiones y exclusiones en nombre de algo llamado «comunidad» y «barrio» o «vecindario».
El nuevo urbanismo puede caer fácilmente en lo que denomino la «trampa comunitaria». Desde las primeras fases de la urbanización masiva a la industrialización, el «espíritu de comunidad» se ha enarbolado como antídoto frente a cualquier amenaza de desorden social o descontento. La comunidad ha sido incluso una de las claves del control social y de la vigilancia, al borde de la abierta represión social. Comunidades bien arraigadas a menudo excluyen y se autodefinen contra otras, erigen todo tipo de señales de «prohibida la entrada» (cuando no tangibles muros y puertas). El chovinismo étnico, el racismo, la discriminación clasista avanzan reptando hacia el interior del paisaje urbano. El nuevo urbanismo puede, por esa razón, convertirse en una barrera, más que promover el cambio social progresivo.
La mayoría de los proyectos que se han materializado en Estados Unidos (guiados por el afán de lucro del promotor) se refieren a la mejora de la calidad de la vida urbana para los ricos. Ideales de comunidad, tradición y nostalgia por un mundo perdido son puntos de venta más que realidades sociales y políticas. Aquí se hacen pocos intentos para estar a la altura de la esencia del descontento urbano, y no hablemos ya del empobrecimiento y el deterioro de las ciudades. Las invocaciones a la comunidad y al barrio como ideología son irrelevantes ante el destino de las ciudades que hoy día se fragua. A falta de empleo y de generosidad gubernamental, las declaraciones y pretensiones «cívicas» del nuevo urbanismo suenan a huecas, sino a hipócritas.
¡Europeos, tened cuidado! A no ser que el nuevo urbanismo forme parte de un ataque frontal contra las rampantes desigualdades sociales y el malestar urbano, fracasará rotundamente en la tarea de cambio de cualquier factor realmente sustantivo y esencial. En realidad -como sucede en Estados Unidos- puede constituir sólo una parte del problema de la creciente segregación racial, en lugar de ser una solución para los dilemas de la vida urbana.
Este movimiento repite asimismo -a un nivel básico- la misma falacia de los estilos arquitectónicos y de planificación que critica. Para decirlo en pocas palabras, perpetúa la idea de que la planificación urbana puede ser la base de un nuevo orden moral, estético y social. El diseño correcto y la calidad arquitectónica serán la gracia salvadora de la civilización. Pocos partidarios del nuevo urbanismo suscribirían una tesis tan brutal. El nuevo urbanismo cambia el marco espacial, pero no la presunción de que el orden espacial puede ser el vehículo para controlar la historia y el proceso social.
Se advierten signos de que el nuevo urbanismo se consolida en el favor del público. Promotores y financieros están interesados. Parece que se vende bien entre quienes pueden permitírselo. Crea un paisaje urbano estéticamente más agradable -aunque nostálgico- que las tenues y uniformes áreas residenciales que viene a sustituir. Puede incluso contribuir a una mayor eficiencia de los usos del suelo urbano. Sin embargo no ofrece en sí mismo -como con frecuencia pretende- una panacea ante el descontento social y la degradación medioambiental. No es la base privilegiada de una experiencia urbana fundamentalmente nueva. Por sí mismo, no hará más que envolver otra vez viejos problemas bajo una nueva apariencia.

La evolución de las ciudades bajo el dominio de las finanzas
POR MIGUEL AMORÓS
Charla en la librería Sahiri de Valencia y en el Ateneo Cultural de Alcoy.
24 y 25 de Septiembre de 2004

Todas las grandes ciudades europeas experimentan un crecimiento en mancha de aceite, derramándose en los municipios vecinos, mientras que sus centros se descomponen y vacían. Adoptan la forma de «donut». La ciudad histórica se desteje socialmente, degradándose y encareciéndose a la vez. Las fábricas y talleres se trasladan a las áreas más alejadas de sus coronas metropolitanas y aún más allá, al tiempo que la población desfavorecida, principalmente jóvenes obreros y viejos jubilados, se ve forzada a instalarse en ghettos exteriores. El territorio urbano adquiere por todos lados la apariencia de un mosaico de parcelas yuxtapuestas de naves y almacenes, centros comerciales, adosados y bloques de vivienda barata, formando conjuntos inviables conectados por autopistas radiales y vías de circunvalación. La diseminación de los lugares de trabajo y habitación dispersa la población e incrementa la movilidad, y con ésta el derroche de suelo y energía, la demanda de infraestructuras viarias y la venta de automóviles. La organización del espacio sufre un cambio radical por el uso extensivo del territorio, fruto del paso de una economía productora de bienes industriales a una economía productora de servicios. Lo que en términos laborales significa el paso del trabajo estable y el salario pactado al trabajo precario y mal pagado.
Vivimos bajo el imperio del capital financiero, lo que significa que todas las actividades han de someterse a las urgencias de las finanzas internacionales. En estas nuevas coordenadas de la economía, es cuestión de que los productos industriales salgan cada vez más baratos para que se puedan pagar los servicios. Los bajos precios industriales financian las actividades terciarias, como antes los alimentos baratos financiaban la producción industrial. La industria no es rentable sin los salarios depreciados de una mano de obra tercermundista; lo verdaderamente productivo ahora son los servicios y sus actividades asociadas, a saber, el software, el turismo y el negocio inmobiliario. Toda la actividad económica se orienta en esa dirección, con la colaboración involuntaria de los trabajadores: el ahorro originado en las rentas del trabajo es una fuente primordial de financiación. Los dirigentes de las grandes ciudades no las presentan ya como eficientes centros productores, sino como nudos bien comunicados de redes mundiales, con una gran oferta de espacio, ocio y servicios, sobre todo financieros. Eso hace que las grandes ciudades se transformen en parques temáticos y bazares masivos salpicados de oficinas. En el caso de Valencia, es verdaderamente paradigmático que los solares de la Unión Naval de Levante se hayan reservado para un World Trade Center valenciano. Sucede que las regiones metropolitanas ya no son grandes mercados de trabajo, sino grandes mercados de capitales. Por lo tanto, a quien tienen que atraer y, en su caso, subvencionar, es al capital, no al trabajo. La administración metropolitana no trata pues de adaptar el territorio urbano a las necesidades de una supuesta ciudadanía popular, en gran parte obrera, sino de servirse de él para fomentar un clima de negocios. La economía «social», destinada a paliarlos efectos del empobrecimiento, es simplemente una rama prometedora de los negocios. Las ayudas a la población arruinada, los equipamientos sociales y las zonas verdes irán para adelante si son negocios y sólo como negocios.
El proceso actual de transformación de la actividad económica, política y jurídica, llamado globalización se halla en su fase inicial, caracterizada por la deslocalización industrial y la especulación inmobiliaria. La primera es responsable de la flexibilización o ampliación de la jornada laboral y de la bajada de salarios, presentes en cada vez más convenios. Pero la domesticación de los obreros es ahora algo secundario porque éstos no son importantes en el proceso productivo. La segunda -la especulación- es el verdadero motor de la economía y de los mecanismos financieros en particular. Podríamos decir sin temor a equivocarnos, que también lo es de la política. Tanto los dirigentes políticos como los financieros toman conciencia del papel del suelo escaso en un territorio colmatado y toman posiciones en el mercado inmobiliario. Tanto la administración como los bancos engordan con operaciones especulativas, bien estén relacionadas con obras públicas, bien con promociones privadas, ordenadas jurídicamente por una nueva ley del suelo de 1992. Sin embargo, la globalización -y por consiguiente, la conexión de la red internacional de ciudades- no puede seguir avanzando sin una circulación ultrarrápida y barata de mercancías y personas (o sea, de mercancías), y para ello son condiciones sine qua non, grandes infraestructuras por un lado, y por el otro, energía y combustibles baratos. Un problema que se puede solucionar con una combinación adecuada de geopolítica, dinero, propaganda antiterrorista y guerras locales.
La marca registrada «Valencia», aplicable al territorio comprendido entre Almusafes y Sagunto, produce manifestaciones de un urbanismo desenfrenado en todo semejantes al de Barcelona y otras ciudades. La clase dominante es hiperactiva cuando se trata de dinero, e intenta por todos los medios liberar terreno urbanizable, es decir, introducirlo en el mercado.
El primer efecto ha sido la casi total desaparición de la Huerta de Valencia, de sus caminos y acequias, de sus marjales y azudes, de sus molinos y de sus comunidades de regantes. El mejor jardín que jamás cobijó a una ciudad, su mayor seña de identidad, se ha desvanecido en solamente una generación. La nueva clase dirigente halla su genuina marca en el desarraigo. El poder económico y político actual exige la desaparición completa de la economía agrícola valenciana, antaño fundamental en la formación de la burguesía local, y la terciarización absoluta. En la dirección de la ciudad, los terratenientes y exportadores han sido desplazados por una burocracia móvil del cemento y del asfalto. Dicha burocracia se asienta en la circulación, y por tanto necesita infraestructuras como el AVE (aplazado para después del 2010), la ampliación del metro, la prolongación de la avenida Blasco Ibáñez, los bulevares del tercer cinturón y la ampliación del puerto, sin olvidar el megaproyecto de Zaplana «Ruta Azul», que, aunque aparcado, es el verdadero programa del urbanismo «concertado» entre promotores, constructores, inversores y políticos, en versión levantina. El traslado del aeropuerto de Manises, o la urbanización de la costa comprendida entre Sagunto y Cullera, son retales que difícilmente van a ser olvidados por los especuladores. La Copa América juega en Valencia el papel que desempeña el Fórum de las Culturas en Barcelona. Remodelaciones urbanísticas feroces y demostraciones de un dinamismo políticoempresarial destinadas a lograr la domiciliación de grandes empresas y agencias estatales. Con esos eventos se obtienen caudales para la reconversión del territorio que de otro modo no se obtendrían. Así puede proseguir el genocidio cultural de barrios como El Cabanyal, Velluters, El Carmen, Campanar o la Punta, la museificación de la Ciutat Vella -«Valencia, museo al aire libre» reza un eslógan publicitario- y demás proyectos «generadores de oferta turística» como la Ciudad de las Artes y las Ciencias, que, como su nombre no indica, está destinada enteramente a los visitantes, o el Balcón del Mar, que también será un «contenedor de ocio», como el Parque de Cabecera (con su gran estacionamiento, su zoológico y su parque de atracciones) y el parque Central, con su futura estación «intermodal». Los nuevos bárbaros quieren una salida automovilística al mar, tratar sus enfermedades en una nueva «ciudad» sanitaria, litigar en una «Ciudad de la Justicia» y divertirse en un «Heron City». Nótese que el márketing tecnócrata empieza a designar como ciudad lo que no es más que un amontonamiento gigante de actividades relacionadas, adoptando el aspecto higiénico multijaula típico de los shoping malls.
La ideología de la moderna clase dominante se manifiesta en los edificios y, de modo general, en su manera de adueñarse del espacio. Sus monumentos encarnan sus valores y su contemplación nos sugiere jerarquía, artificialidad, fetichismo tecnológico, culto al poder, velocidad, soledad, control, incomunicación, condicionamiento, consumismo. Los más característicos son los centros comerciales de las afueras. Todos tienen algo de cárcel, lo que resulta paradójico ahora, cuando la moderna arquitectura carcelaria quiere suprimir las torres de vigilancia, cosa que dará a las cárceles la apariencia exterior de hipermercados. En resumen, la moderna clase dominante es autoritaria y fascista y sus construcciones son las de una sociedad de masas amorfas, es decir, que favorecen condiciones fascistas. La clase dominante construye para sí misma; a los habitantes no les cabe otro recurso que el de aprender a habitar su arquitectura.
Acostumbrarse a vivir dentro de artefactos semejantes en aglomeraciones semejantes. A la postre todo el territorio se estructura como un único sistema urbano y todos los lugares acaban pareciéndose. El hábitat es la traducción espacial de la desposesión. Los individuos proletarizados viven en un entorno constantemente modificado por los vaivenes del capital. A menudo son desplazados de sus barrios por planes de renovación urbana hechos por enemigos de clase y arrojados de sus viviendas y de sus calles, si es preciso mediante el acoso o la expropiación. Todos los circuitos sociales ajenos al capital han de ser destruidos. Con la movilidad exacerbada impuesta a toda la población se duplican los efectos de la deportación: la desaparición de la vida social del barrio, la aniquilación de la cultura de la calle, los últimos reductos de la conciencia de clase. La proletarización se completa con la motorización: el proletario automovilista jamás pone en duda el principio de la movilidad, sólo pide la supresión de los peajes.
Allá donde el proceso de reconversión urbana corre demasiado y tropieza con resistencias, tienen lugar luchas urbanas. Si son recuperadas por las asociaciones de vecinos serán desvirtuadas, aseptizadas y anuladas. La pacificación de conflictos urbanos no es una vocación reaccionaria de los militantes vecinales sino una actividad remunerada: las asociaciones son subvencionadas para eso. Son centros de activismo cívico no contestatario que desempeñan una función animadora más que reivindicativa, y que no aspiran más que a formar parte del engranaje de decisiones administrativo. Si logran escapar a la recuperación de los mediadores, las luchas urbanas han de exigir como mínimo la presencia y el derecho a veto de los habitantes en todas las instancias cuyas decisiones les afecten. Pero éstos y sus representantes han de tener presente que se trata de luchas por el control del espacio social, por un uso social del espacio, uso solamente posible cuando los habitantes realmente se apoderen del espacio en el que viven. Sólo cuando el espacio urbano esté fuera de las trabas del capital será de nuevo productor de relaciones solidarias y de cohesión social en forma de asambleas y organismos diversos. Por lo tanto, la negociación, que es un momento de la lucha, ha de emprenderse en la perspectiva de la autogestión del espacio, pero ésta no puede existir sino a través de estructuras necesarias de formación de la opinión y la decisión. Estas no son otras que la movilización y las asambleas. Los luchadores no sean capaces de movilizar a la mayoría de los afectados nunca poseerán representatividad suficiente. Las luchas que no descansen en las asambleas masivas serán siempre recuperadas.
Cuando hablamos de la autogestión del espacio, de la autoconstrucción si cabe, planteamos una delicada cuestión: la expropiación social del espacio. Las luchas urbanas han de arrebatar el territorio al poder urbanista, a los urbanistas del poder. Han de liberarlo del mercado, no para el mercado. Por consiguiente, han de resolverse mediante ocupaciones. En las ciudades sometidas al poder de las finanzas autónomas, la urbs (el asentamiento) está separada de la civitas (la comunidad de intereses), el territorio y la cultura ciudadana van por rutas diferentes, la elite se ha liberado del espacio y la población sobrevive ajena al territorio que la acoge. El reencuentro de la colectividad y el espacio mediante la ocupación de masas y la supresión de la movilidad frenética, son la base esencial de la autogestión territorial generalizada, la forma espacial de la emancipación.

Diario di un urbanista
POR BERNARDO SECCHI
Bernardo Secchi è professore ordinario di Urbanistica all’Istituto Universitario di Architettura di Venezia (IUAV)

La forma della citt�
Parlare di forma della città e del territorio sembra oggi proibito. Se ne può forse parlare per il passato, ma non come di un problema attuale. Si è subito guardati con sospetto come di chi si occupi di cose irrilevanti.
La cosa è abbastanza strana. Senza suscitare alcuno scandalo continuamente parliamo di forme letterarie e musicali, di forme sociali, giuridiche ed istituzionali, di forme di impresa e di mercato, di forme visibili ed invisibili e riconosciamo l’utilità di queste categorie. E’ ben vero che il termine forma, in ognuna di queste accezioni, è utilizzato in modi suscettibili di diverse interpretazioni. In un importante saggio di alcuni anni or sono Wladyslaw Tatarkiewicz sottolineava come il carattere polisemico del termine fosse messo in evidenza anche dai termini che gli vengono spesso opposti: contenuto, materia, oggetto, argomento. Per cercare di districarsi nel labirinto della polisemia Tatarkiewicz proponeva di raggruppare le diverse idee di forma in almeno cinque concetti fondamentali, ognuno dei quali declinabile secondo alcune varianti ed ognuno dei quali con una lunga e corposa storia alle spalle: storia dunque di un termine e di cinque concetti, come ovvio assai importanti anche per l’architettura e l’urbanistica.
Se sollevo la questione è perché a me sembra che la forma della città sia oggi al centro di una disputa della quale nessuno ama parlare, forse a causa dei troppi malintesi che sovrastano il termine e l’idea stessa di forma della città.
Chi osservi però, nelle esposizioni, nelle riviste, nelle scuole di architettura e soprattutto nelle città, la moltitudine di progetti di città e per la città oggi proposti ed in parte realizzati non può che provare un’imbarazzante sensazione di déjà-vu. Analizzati con cura essi appaiono, nella maggior parte dei casi e fatte salve alcune eccezioni, quantomeno come una composizione, in luoghi e situazioni differenti, di materiali già collaudati in altre esperienze. Innovazioni e rotture sono assai rare ed immediatamente assorbite, anche in paesi che non appartengono all’area occidentale, nella nuova koinè dell’architettura e dell’urbanistica contemporanee; forse più dell’architettura che dell’urbanistica e ciò riguarda la disputa cui sto facendo riferimento.
Naturalmente è difficile provare un’affermazione di questo genere, né desidero farlo; ma anche l’affermazione opposta incontrerebbe altrettante difficoltà; per questo ho parlato di una sensazione; che se fosse condivisa potrebbe dar luogo ad alcune interessanti riflessioni. Forse l’architettura e l’urbanistica contemporanee stanno lentamente e faticosamente trovando un loro stabile universo discorsivo: una loro concentrazione tematica, un insieme omogeneo di posizioni in ordine a ciascun tema che ne definisce una positività condivisa, un vocabolario, una grammatica ed una sintassi.
Non sarebbe cosa da poco: la storia dell’architettura della città è fatta di lunghi periodi nei quali architetti ed urbanisti hanno lavorato, con piccoli slittamenti e continui perfezionamenti, improvvise condensazioni e rarefazioni, su pochi temi condivisi, affrontandoli con un medesimo vocabolario, una stessa grammatica ed una stessa sintassi. E’ questo ciò che ci permette di periodizzarne la storia. Con quei vocabolari, quelle grammatiche e sintassi sono stati scritti testi tra loro molto diversi, monumenti della nostra storia letteraria ed urbana che hanno affrontato i temi peculiari di ogni epoca, esaurendo, alla fine, le proprie capacità di farvi fronte e dando luogo a nuovi universi discorsivi. Non ogni giorno si può assistere alla rottura operata da un’avanguardia, soprattutto quando, come oggi, non sembra più riconoscibile una tradizione dall’oppressione della quale occorra uscire con violenza e radicalità.
L’odierna ricerca di uno stabile universo del discorso avviene però, almeno per ora, lungo due direzioni tra loro fondamentalmente opposte; opposte cioè per quanto riguarda le principali ipotesi cui fanno riferimento. E’ una schematizzazione la mia; la realtà è sempre più complessa di quanto la facciano gli studiosi ed è frequente trovare punti di intersezione tra le due direzioni. Ma forse la semplificazione può aiutare ad impostare una questione, quella appunto della forma della città, che a mio modo di vedere non dovrebbe più essere rimossa.
Se dovessi dire, in modi molto sintetici, quali siano i temi più frequentati, le posizioni più largamente condivise, i vocabolari, le grammatiche e le sintassi della prima tra le due direzioni di ricerca che ho richiamato, metterei al primo posto la nuova e maggior attenzione ad alcuni aspetti del progetto di suolo: luogo concettuale ed operativo ove prende corpo il carattere topografico del progetto contemporaneo. Non tanto il suo adagiarsi sulla topografia fisica, sociale e simbolica, sulla mappa delle pratiche sociali senza farvi violenza, quanto la riscoperta o l’invenzione di una nuova topografia nella quale quelle pratiche si rappresentino.
Nella storia della città europea il progetto di suolo è sempre stato progetto aperto che attraversa le scale e mai si riduce alla sola sistemazione di alcuni spazi non edificati; progetto che di continuo elabora e rielabora vecchi e nuovi materiali urbani, che di continuo costruisce nuovi vocabolari, nuove grammatiche e sintassi attraverso le quali esprimere nuove concezioni spaziali. Tutto ciò si oppone radicalmente al progetto di suolo della città moderna ed in specie alle sue versioni più tecniche e riduttive, ma riprende semmai re-interpretandoli alcune tradizioni ed alcuni miti più antichi come alcune poche esperienze del Movimento Moderno. Immagine di una società aperta, ove sempre più si è in pubblico, l’architettura della città contemporanea lungo questa direzione sembra rifiutare recinti e barriere, rigide suddivisioni funzionali e di ruolo, immagina uno spazio fluido che attraversa lo spessore del suolo e degli edifici.
In secondo luogo, direi che ciò che connota questo primo gruppo di progetti è un’accettazione convinta del carattere frammentario della città contemporanea; il rifiuto di imporre, ideologicamente, alla città un principio d’ordine fatto di continuità, regolarità e uniformità. Figure che la modernità ha lungamente inseguito, ma che hanno trovato, nella pratica dell’interazione sociale ed entro gli stessi gruppi dominanti come nel carattere sovra-determinato di ogni processo urbano, una forte resistenza. La maggior attenzione al frammento consente anzi a questi progetti di riscrivere la storia della città europea scoprendone il perenne carattere discontinuo e frammentario. Immagine di una società connotata dalla molteplicità e dal pluralismo, il frammento non è contraddittorio alla costruzione di un coerente universo discorsivo. Le stesse regole del discorso si flettono ed assumono colorazioni differenti entro le diverse situazioni; la flessione locale della regola discorsiva è anzi uno dei principali modi per mettere in evidenza la specificità del luogo, della situazione, della costellazione di attori.
In terzo luogo, direi che questi stessi progetti sono connotati da una nuova ricchezza materica. Spesso enfatizzati i nuovi materiali, messi a punto entro esperienze estreme in altri campi, consentono un arricchimento del linguaggio urbano, sempre più dominato dalla leggerezza, dalla trasparenza e dalla sottigliezza. Immagine di modi di vita che tendono a distribuire in modi diversi da quelli tradizionali le diverse operazioni elementari entro lo spazio ed il tempo della città, l’architettura e l’urbanistica contemporanee cercano di spostare ed interpretare differentemente dal passato le divisioni tra interno ed esterno, tra chiuso ed aperto, tra privato e pubblico.
Un diverso rapporto con la materia è spesso sottolineato, quarto aspetto, da un diverso rapporto con la natura. La natura, nascosta e moralizzata dalla città moderna, costretta entro le rigide geometrie delle sue reti, dei suoi mails e boulevards od in quelle innaturali quanto fantastiche dei giardini pubblici, diviene, con le sue proprie forme, elemento ordinatore di molti progetti urbani: si fa architettura della città, le propone problemi e soluzioni, suggerisce il ricorso a materiali inusitati, costruisce legature, trame e mosaici entro i quali si collocano i diversi frammenti della città, ispira il progetto di suolo.
A questi progetti se ne accosta un altro gruppo, forse più numeroso, che insegue ipotesi altrettanto forti. Esso considera la città del 18° secolo come la più alta espressione, il punto di arrivo della cultura urbana europea ed a partire da qui cerca di scrivere una storia alternativa del 19° secolo: ciò che il 19° e, di conseguenza, il 20° secolo avrebbero potuto essere se fossero stati più «illuminati».
L’isolato, moralizzato e più o meno aperto, posto al centro della riflessione progettuale, diviene il materiale fondamentale di una composizione urbana che utilizza viali, boulevards e strade corridoio rivisitati entro una maglia urbana, una griglia che, costruendo essa stessa i propri punti catastrofici e negando ogni sovra-determinazione del processo di costruzione della città, cerca di ristabilire una gerarchia significativa degli spazi urbani; una gerarchia che consenta di riconoscervi un racconto interrotto, ma che nasconde anche la differenza ed il conflitto.
C’è evidentemente qualcosa di interessante in questa idea che considera il 19° secolo come una parentesi, un brusco arresto se non una deviazione della storia della città europea, c’è il fascino della continuità estesa a lunghi periodi, del tentativo di dare un senso alla storia, di ritrovare un’identità che affonda le proprie radici in un passato lontano; c’è l’idea dell’autonomia delle forme della città e dell’architettura, di una loro storia quasi ineluttabile che non si deve tradire, di un lavoro di perfezionamento di situazioni esistenti attraverso spostamenti minimi, piuttosto che di re-invenzione totale. Tutto ciò è anche rassicurante; il nuovo sempre ci inquieta.
Nella città europea, ad esempio, nel suo vocabolario, nella sua grammatica e sintassi, nella sua morfologia, si rappresenta l’identità di una cultura; nei temi che con quel vocabolario, quella grammatica e quella sintassi sono stati di volta in volta affrontati e nelle loro modificazioni nel tempo si rappresenta la sua storia; un’identità ed una storia autonoma rispetto i movimenti congiunturali della società, nelle quali la società si è rappresentata in modi concettuali piuttosto che come corrispondenza immediata, priva di mediazioni; un’identità ed una storia infine che ci permettono di riconoscere la stabilità temporale degli elementi fondatori di una forma urbana.
Ciò che mi appare meno convincente in questo secondo gruppo di progetti contemporanei è l’immagine sottesa della società e dei processi di costruzione della città: una società solitamente interpretata come società di massa, composta da grandi aggregati omogenei nel loro habitus, processi di costruzione della città che si ritiene di saper regolare e controllare nei dettagli e nel tempo. E’ il rifiuto ad accettare le sfide che la differenza, nello spazio fisico e sociale, ci propone ciò che mi appare troppo semplice; l’attitudine «moralizzatrice» che mi preoccupa, pur se si contrappone all’anomia ed alle possibili derive compromissorie del primo gruppo di progetti.
Indipendentemente però dalle mie preoccupazioni e preferenze, mi sembra che questi due grandi gruppi di progetti urbani assumano, sulla base di ipotesi chiaramente riconoscibili almeno nelle loro versioni più alte, posizioni differenti in ordine soprattutto alla forma dalla città; che soprattutto sia nell’impegno sullo specifico terreno della forma della città che essi esprimano il proprio impegno nei confronti della società.
Ciò appare con chiarezza se facciamo riferimento non solo al significato di forma che più di frequente si trova, ridotto e banalizzato, nei dizionari: quello cioè di forma come contorno o profilo di un oggetto, di ciò che ci consente di distinguerlo da uno sfondo (Tatarkiewicz lo indicherebbe come forma C), ma anche a quelli più articolati che lo stesso Tatarkiewicz propone.
L’espandersi della città a partire dalla fine del 19° secolo nelle sue periferie ed alla fine del secolo successivo il formarsi della «città diffusa», la perdita di un chiaro e riconoscibile limite che divida la città dalla campagna, ha indotto molti urbanisti a ritenere che non si potesse più parlare di forma della città. E’ stata una rinuncia dolorosa; informe è divenuto aggettivo applicato alle periferie ed alla moderna metropoli nel quale in modi spesso impliciti si condensava un giudizio negativo, il non detto di una perdita che non si voleva chiaramente riconoscere.
Più proficuamente essa avrebbe dovuto invitare ad un’osservazione più attenta della città; a non volervi riconoscere a tutti i costi un contorno, un limite che si oltrepassa varcando una soglia, quanto piuttosto la composizione, secondo principi di volta in volta cangianti, di parti, di elementi, di materiali semplici o complessi: l’albertiano concerto di tutte le parti accomodate insieme. Tatarkiewicz indicherebbe questa accezione come forma A, forse quella con una più lunga storia. Per quanto ci riguarda, essa si è fortemente rappresentata nelle concezioni della città come organismo, come in quelle della città funzionale e quelle, non sempre ad esse opposte, di stampo strutturalista; con l’inevitabile attenzione alle relazioni spaziali tra i diversi materiali urbani e l’introduzione di strumenti critici classici quali proporzione, numero, regolarità ed ordine. Essa è stata all’origine di una fertile stagione di studi urbani.
Molti hanno addebitato il modesto consenso ottenuto lungo tutto il 20° secolo dalla costruzione di nuove città e di nuove parti di città o anche di nuovi materiali urbani a due ragioni tra loro opposte. Da una parte, ad una troppo scarsa attenzione al significato intrinseco di ciascun elemento o materiale entro una più vasta composizione (forma B); al senso ed al ruolo delle relazioni che tra gli stessi materiali intercorrono o, detto in altri termini, ad una troppo scarsa attenzione all’argomento che deve legittimare ogni progetto; alla narrazione che, in modi spesso impliciti, esso contiene; alla interpretazione della realtà che propone; agli scenari che costruisce, ai loro destinatari o, in termini ancora più abbreviati e riduttivi, ad una troppo scarsa attenzione al contenuto. Dall’altra, il modesto consenso ottenuto dalla città contemporanea viene attribuito alle ragioni opposte: ad un sovraccarico ideologico; ad un eccesso di attenzione per obiettivi pur importanti e comuni a parti rilevanti della società, senza porsi il problema di come raggiungere i destinatari attraverso specifiche forme espressive o senza porsi quello di come gli obiettivi perseguiti potessero esprimersi passando attraverso specifiche forme visibili. Da ciò sarebbe conseguita la riduzione di complessità dello spazio urbano che connota la città contemporanea rispetto a quella del passato; una riduzione di complessità percepita come perdita ed impoverimento.
Critiche in molti casi giustificate, in altri insensate. Siamo abituati ad abitare ed amare parti di città costruite per destinatari che ci sono oggi totalmente estranei per cultura, modi di vita, orizzonti di senso, nelle quali si è rappresentata la sovranità piuttosto che la società disciplinare; ad abitare ed amare parti di città e materiali urbani concepiti e costruiti entro la più rigorosa autoreferenzialità, con i quali successive generazioni hanno lavorato aggiungendo e togliendo, arricchendo e semplificando. E’ in questa constatazione, a ben guardare, che sta la forza del secondo gruppo di progetti che ho più sopra richiamato: nel costruire una distanza critica tra i diversi strati della realtà ed è questa, di converso, la possibile debolezza del primo gruppo di progetti che costantemente rischia di aderire troppo da vicino a movimenti degli immaginari collettivi che nel tempo possono rivelarsi sterili e caduchi.
In parte per superare queste difficoltà e l’imbarazzo che suscita una divisione tra forma e contenuto, l’impossibilità cioè di esprimere un contenuto se non passando attraverso una forma espressiva ed il dover riconoscere che ogni forma finisce con l’esprimere un contenuto eventualmente non voluto, si è di recente ricorso largamente ad esprimere contenuto e forma attraverso un concept, che non necessariamente, ma molto di frequente si affida ad un’espressione grafica. L’ipotesi è quella di cercare di esprimere i soli aspetti fondamentali di un’interpretazione della realtà come della sua proiezione progettuale; un’idea antica (forma D, direbbe Tatarkiewicz) che ha avuto nel tempo alterna fortuna e che dovrebbe virtuosamente consentire di prescindere dalle possibili e personali interpretazioni di una situazione, di un oggetto o di un progetto per metterne in evidenza solo ciò che ad un livello di maggior astrazione lo accomuna ad altre situazioni, solo ciò che di quella situazione, oggetto o progetto può legittimamente essere detto e ne costituisce la componente necessaria e non accidentale.
Una sfida che ha rapidamente dato luogo a due derive: da una parte il concept è divenuto strumento retorico di rimozione di possibili conflitti e problemi: tace, nella sua vaghezza ed imprecisione, nell’uso spesso metaforico dei segni e delle parole, ciò che diverrebbe materia del contendere o che è già problema che non si sa come risolvere. Alcuni dei segni che compaiono in molti concepts appaiono all’occhio esperto profondamente bugiardi perché irrealizzabili, o tali da avere, se realizzati, conseguenze profondamente diverse da quelle attese. De-formando la realtà senza chiari criteri di controllo essi promettono significati, ruoli, orizzonti di senso che non sono in grado di costruire. Dall’altra, da forma dell’intelletto che rende percepibile e comprensibile l’esperienza, passata o futura (forma E), essi divengono spesso forma soggettivamente imposta all’esperienza, che con una forte economia di mezzi espressivi di fatto rifiuta di sottoporsi alla verifica od alla falsificazione.
E’ strano come non si colga in questi temi, che hanno peraltro attraversato il dibattito sull’architettura della città e sulla sua storia lungo tutto il 20° secolo, il modo specifico dell’architetto e dell’urbanista di incrociare ed interpretare la società ed i suoi movimenti, i processi di interazione sociale e le politiche che tentano di dar loro coerenza e consistenza, i disegni dei gruppi dominanti, la forma e la struttura del potere come il continuo cangiare del fascio di bisogni e desideri che danno identità ai diversi gruppi sociali assumendo impegni nei loro confronti.

Avisos
2° COLOQUIO INTERNACIONAL DE ARTE LATINOAMERICANO EN MENDOZA
CRÍTICA, HISTORIA Y TEORÍA DEL ARTE
CONTINUIDADES Y RUPTURAS EN EL NUEVO SIGLO CULTURAL
CENTRO DE CONGRESOS Y EXPOSICIONES
MENDOZA ARGENTINA
24, 25, 26 y 27 de noviembre de 2004.
INVITADOS ESPECIALES
-Gerardo Mosquera
Curador del Museo de Arte Latinoamericano de Nueva York (Cuba)
-Elida Tessler
Artista plástica y profesora de la Universidad de Río Grande do Sul (Brasil)
-Nelly Richard
Directora de Extensión Cultural Universidad ARCIS (Chile)
-Ticio Escobar
Director del Museo del Barro (Paraguay)
-María René Canelas
Directora del Museo de Arte Contemporáneo – Santa Cruz de la Sierra (Bolivia)
-Roberto Valcarcel
Artista Plástico (Bolivia)
-Justo Pastor Mellado
Curador Independiente Director Escuela de Arte ÚNICA (Chile)
-Joel Capella-Lardaux
Escuela Nacional de Artes Decorativas (Francia)
-Dolors Ros Frigola
Escuela de Cerámica de la Bisbal d´Empordá (Cataluña-España)
-Ana Longoni
Investigadora, crítica de arte del CeDinCi (Buenos Aires, Argentina)
-Marcos Figueroa
Decano Facultad de Artes Universidad Nacional de Tucumán (Tucumán, Argentina)
-Cristina Roca
Profesora Facultad de Artes y Humanidades Universidad Nacional de Córdoba (Córdoba, Argentina)
-Marcela Romer
Profesora Universidad Nacional de Rosario (Santa Fe, Argentina)
-Guillermo Fantoni
Profesor Universidad Nacional de Rosario (Santa Fe, Argentina)
ARANCELES:
Alumnos (Universidad Nacional de Cuyo): $7.- (hasta 4 de octubre 2004), $10.- (5 de octubre al 22 de noviembre de 2004)
Profesores y Egresados (Universidad Nacional de Cuyo): $ 25.- (hasta 4 de octubre 2004); $30.- (5 de octubre al 22 de noviembre de 2004)
Profesionales, Artistas y funcionarios: $ 50.- (hasta el 22 de noviembre de 2005)
Alumnos otras Universidades: $10.- (hasta 4 de octubre 2004); $15.- (5 de octubre al 22 de noviembre de 2004)
INFORMES: Secretaría de Extensión Facultad de Artes y Diseño Telf. 0261 – 4494057; FAX 0261 – 4494128
coloquioartelat@fad.uncu.edu.ar
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Espacio, Tiempo y Arquitectura
Comentarios Criticos
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ARQ. EDGARDO GOTTFRIED: IDEA, COORDINACION Y REALIZACIÓN
Arquitecto, pintor y escritor mendocino. Entre sus propuestas destacan Torre de la Paz en Manhattan, NY (presentada por TV el 11 de Setiembre de 2002 por CNN), el Gran Museo de Egipto y el segundo premio del Cox Pavilion and Sports Center UNLV de Las Vegas, USA.

YÉMINA BETJANE: REALIZACIÓN Y CORREOS
Estudiante de Arquitectura, actual secretaria adminstrativa de SAM.

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