17.2.2009

Y se nos fue el Togo…

El impacto lo recibí al abrir uno de los habituales boletines de la Sociedad Central de Arquitectos: el 31 de enero falleció en la ciudad de Córdoba el arquitecto José Ignacio "Togo" Díaz.

Por lo general, los primeros días del año son propicios para los augurios gratificantes y las salutaciones amigables. En este caso, y lo manifiesto como un sentimiento absolutamente personal, fue como un relámpago en cuya luz vertiginosa se reflejaran momentos de regocijo y buen humor, de pláticas con matices filosóficos o artísticos, literarios y arquitectónicos.
Como no podía ser de otra manera, lo conocí en uno de mis espaciados viajes a la capital cordobesa, en aquella ocasión para disertar en un teatro contiguo a un complejo comercial del centro.
Cuando nos presentaron le comenté el efecto imborrable que uno recibe al observar el conjunto de edificios de ladrillos a la vista que la sociedad Díaz & Losada había levantado en toda la zona céntrica de la ciudad. Su respuesta era esa sonrisa buena y mansa que lo caracterizaba, una expresión a la vez inteligente y reconcentrada, de alguien que siempre estaba con la mente en otra dimensión, además de la inevitable visión cotidiana.
Después, con el correr de los años, intercambiamos publicaciones y esquelas, algún comentario en mis columnas de La Nación provocaba una inmediata respuesta agradecida, y tuve la oportunidad de asistir a la inauguración del Hotel Panorama primero, y poco más tarde a la de la filial del mismo que se habilitó a pocas cuadras de distancia, también sobre la Cañada.
Y después vino el terremoto. Después de más de 26 años de trabajo conjunto, la sociedad con el ingeniero Losada entró en una crisis financiera insuperable y el Togo pasó a instalar su estudio en la casa donde vivía. Y siguió dibujando sus plantas, cortes y perspectivas para residencias, que le servían para aliviar la amarga sensación de tanta obra frustrada y tantas buenas experiencias malogradas.
Empezó a pintar, y el tema que lo obsesionaba -para sorpresa de algunos jóvenes que ironizan a propósito de su producción por la obsesión ladrillera del Togo- eran las flores. El Togo se extasiaba ante el milagro formal y cromático de una corola.
Hace años que no nos veíamos. Quizá hubo algún correo a través de la pantalla y algún sobre con dibujos y manuscritos.
Sé que en mi biblioteca hay un libro con su obra, hay números de revistas consagrados a esos volúmenes bermejos con perfiles escultóricos que ya no se pueden sustraer del paisaje urbano de Córdoba, pero decidí no levantarme para buscar dato alguno. Prefiero de verdad no ver una foto, para recordar esa frente despejada y esa mirada a la vez triste y juguetona, esa media sonrisa y ese rostro que a todos nos decía que allí había una gran persona, un notable ser humano.
Me han dicho que murió en una función de cine, mientras veía una película. Bien decía Borges que «morir sin agonía es una bendición del Cielo». De modo que se nos fue el Togo.
Lamento, Togo querido, no haber tenido oportunidad de verte y darte un abrazo. Quiero que todos los estudiantes del país sepan que se marchó un arquitecto de verdad, de esos que han hecho de su oficio una misión, un mandato.
Y me limito a decir lo que los judíos suelen pronunciar en casos como éste: «Que sea bendita su memoria».

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