25.12.2008
Sobre cúpulas y torres
Era la media mañana del día de Navidad. En Buenos Aires brillaba un cielo diáfano y empezaba a apretar el calor, pero el aire seco permitía disfrutar de una jornada que -como es natural ese día y a esa hora- lucía serena, casi sin automóviles y sin gente en la calle. Al pasar por la esquina de Juramento y Cabildo, una imagen me dio tema para el texto que escribiré a continuación, si las ideas vienen al conjuro del llamado y de la pena que me impulsa a llamarlas.
Porque al pasar por esa esquina y mirar hacia la izquierda, vi la gran cúpula de «La Redonda», la iglesia de la Inmaculada Concepción (1875), y pude comprobar que varias torres que asoman por detrás malogran la vocación de cielo que toda cúpula ostenta.
Y me pareció, una vez más, el resultado de una mala legislación urbana, que se preocupa más por los valores de densidades, porcentajes de uso de suelo y de «pisada», y se desentiende del paisaje ciudadano. Ése que determina que una cúpula, y sobre todo una como ésa, debe tener intacta su silueta recortada contra el cielo.
Ya hemos vivido episodios semejantes, en el caso de la Catedral Metropolitana y el Banco Río, en el caso de la Cúpula del Congreso y el oportuno recorte de la altura de un edificio que se levantaba en Combate de los Pozos. Pero eran todas contingencias en las que se operaba sobre «hechos consumados». Y eso es lo que acontece una vez más con las torres que contaminan el fondo de la Redonda.
Las cúpulas y las torres
Es cierto, y esto lo defiende con ardor nuestro colega y amigo César Pelli, que las torres también tienen vocación de cielo, pero hay una diferencia a mi juicio esencial. Mientras las torres son básicamente fenómenos objetuales, las cúpulas implican un hecho espacial.
Recuerdo largas charlas con mi ya fallecido amigo Raúl Lier, en las que se hablaba de torres y de sus diversas tipologías, de las que en ese momento Raúl prefería las «extruídas» que se clavaban en el suelo. O sea, una imagen por completo objetual, sin asomo alguno de espacialidad. Lo mismo se daba con la composición de basamento y fuste (con la Lever House como paradigma), o las escalonadas a la manera de nuestro Kavanagh, e incluso a las coronadas por una cúpula, debajo de la cual estaban los tanques de reserva y toda la parafernalia de equipos que se ubican en el coronamiento de un rascacielos.
Yo recuerdo haber llorado al ingresar en la nave de Santa María dei Fiori, en Florencia, con lágrimas felices destiladas por la emoción estética que provocaba la cúpula de Bruneleschi a los que teníamos el privilegio de estar en el interior después de haberla admirado en el perfil de la ciudad (eso que ahora se llama skyline). Algo análogo, pero en menor grado, pude experimentar en el crucero de San Pedro, de Miguel Angel, quien ya lo había pronosticado al anunciarle a la cúpula florentina que haría su hermana, que acaso sería más grande pero nunca sería más bella.
Y más recientemente, en Torino, tuve la suerte de vivir el caso de La Mole, lo que fue la sinagoga de Turín y es ahora un estupendo Museo del Cine, con un ascensor de vidrio en el centro que accede a la terraza superior a modo de mirador del paisaje de la ciudad piamontesa y su entorno fascinante. La Mole es monumental por fuera y por dentro, y es a eso a lo que me refiero cuando hablo del fenómeno espacial de las cúpulas.
Es lo que convalida la demanda del contacto con el cielo del fenómeno convexo, casi sensual, de un domo visto por fuera.
Hay otro tipo de cúpulas, que respeto, aunque tienen otro significado desde el punto de vista estrictamente arquitectónico. Porque funcionan como la «frutilla del postre», son el coronamiento de una esquina urbana y carecen de visión interior, de espacio esférico, salvo muy contadas excepciones.
Se termina la dimensión destinada a este texto y no quisiera ser ambiguo ni dejar dudas en mis lectores. Cuando se trata de cúpulas, en todo el sentido del vocablo, con valores interiores y externos, debe protegerse el entorno con un cono invertido (como el que rodea la pista de un aeropuerto) para evitar la frustración del contacto con el cielo. Que es lo que percibí en la mañana de Navidad al pasar por la Redonda de Belgrano. Y me dio mucha bronca.