10.2.2009

Más vacío que antes de entrar

Con ese histrionismo porteño-british que maneja tan bien, Ronald Shakespear relató una anécdota que según supe después, es auténtica.

Cuando el director James Ivory hacía los preparativos para filmar esa obra maestra que es «Lo que queda del día» (The remains of the day, 1993), le propuso a Anthony Hopkins que, para completar la composición del mayordomo que debía interpretar en el filme, tuviera una entrevista con alguien que tuvo ese oficio durante toda su vida. Se hizo el encuentro, como es natural, a la hora del té, y Hopkins contaba que en todo su diálogo no pudo sacar nada en limpio que le fuera útil para armar su personaje.
Mientras acompañaba al mayordomo hacia la salida, como último recurso, Hopkins le preguntó: En definitiva, señor, ¿qué es un sirviente?. Y recibió como respuesta la siguiente definición: «Sirviente es alguien que, cuando entra a una habitación, ésta resulta estar más vacía que antes de que él entrara». Los que han visto la película -y yo la volví a ver después de escuchar el relato de Ronald- comprobaron en qué medida le sirvió al actor esa descripción del mayordomo que debió interpretar.
Todos los que escuchamos la anécdota quedamos muy impactados, incluso al narrarla en grupos de amigos, percibo una extraña sensación al hablar de esa vaciedad de alguien cuyos sentimientos son tan difíciles de captar.

La nueva sede de PROA
Es un placer, y lo seguirá siendo durante mucho tiempo, visitar y recorrer la nueva sede de la Fundación PROA en la Vuelta de Rocha del barrio de La Boca. Ya fue genial en su momento la idea del grupo Techint al decidir instalar en ese emplazamiento un centro de arte dedicado en especial a las muestras de arte plástico contemporáneo. Basta recordar aquella construcción de John Heyduck en la vereda (La cabeza de la Medusa), o las pinturas de Tomás Maldonado, o las paredes incandescentes de Sol Lewitt, para valorar los aportes de PROA a la difusión del arte moderno.
La ampliación que diseñaron los mismos arquitectos responsables del primer edificio, los italianos Caruso y Torrichella, de Milán, es un alarde de sapiencia y refinamiento, de creatividad y conocimiento constructivo. Es una propuesta de arquitectura actual que respeta y exalta el lenguaje de las calles boquenses en un fascinante contrapunto.
Ahora bien, la iniciativa que propuso inaugurar esta flamante sede con la obra de Marcel Duchamp me pareció trascendente desde el punto de vista documental e histórico. Nada más.
Como experiencia estética, artística o poética el resultado se parece a lo que le dijo el mayordomo a Anthony Hopkins pero en una transposición relativa: uno sale más vacío de lo que estaba cuando entró. Las elucubraciones teóricas, las explicaciones que, por otra parte nunca necesitó el arte y menos en el caso del arte abstracto o concreto, o el surrealismo, resultan ingenuas y redundantes. Los juegos de palabras, los anagramas, parecen recursos de carácter demasiado naiff y sólo los explica el año en que se enunciaron o la devoción que por la obra de Duchamp tienen todavía los curadores y las cronistas que trabajaron casi como arqueólogos en la elaboración de esta gran exposición y su no menos grande catálogo.
La crítica sí, complaciente y simplista, se puede asimilar de manera literal al personaje del sirviente de Hopkins.

Abordaje personalexhibition-marcel-duchamp-image-1.jpg
Durante muchos años fui un incondicional admirador de Marcel Duchamp y su visión iconoclasta del arte convencional. Me parecía que su misión era la de un revolucionario y como tal iba al sacrificio.
Debo aclarar que llegué a él a comienzos de los 50 de la mano de Juan Esteban Fassio, compañero de trabajo y amigo durante varios años, hasta que se marchó a España dejándome (su afán de coleccionista era tan amplio que tuvo que repartir entre muchos amigos sus libros, y a mí me tocó su colección de discos eróticos, de los que fui depositario durante años). Ayudé a Juan a comprar una caja negra, apaisada y con un seno de gomapluma en la tapa; recuerdo que ese pecho femenino tenía tiznado el centro como prueba de las manos que habían probado tocarlo, y en su interior había un cúmulo de papeles, recortes y facsímiles de notas manuscritas. No vi esa caja en la exhibición de PROA, pero tampoco la busqué. Cuando la tuve entre mis manos no había cumplido 20 años, y ahora ciertamente debo haber caído en eso que llaman «el viejazo».
Porque ahora, cuando advertimos que los herederos de aquellas ideas podían llamarse Demian Hirst o Jeff Koons; cuando observamos con alarma que esos engendros mal llamados «piezas de arte» ocupan páginas en los suplementos de cultura en las que se habla -por encima de méritos o deméritos- de los millones pagados en una subasta para adquirir los animales en formol y sus cajas de caras transparentes, sospechamos que la evolución operada en el campo del arte a partir de aquellas travesuras y juegos aventurados de Duchamp, resultó malsana.
Y aclaro que he pluralizado las expresiones de esta última parte porque al conversar con los espectadores que habían recorrido la muestra de PROA, al pedir una opinión sincera, todos coincidían en encogerse de hombros y mirar para otro lado. Nadie, y hablo de jóvenes y maduros, había experimentado emoción alguna. Positiva o negativa, no había admiración ni enojo, sólo indiferencia y vacío.
La suma de los elogios era para el continente, los espacios, la luz, las texturas de materiales en estado natural, incluso la fragancia de la madera y los brillos de los metales. El juego de transparencias y opacidades, las vistas formidables del contorno multicolor y el riachuelo como fondo con los puentes y los barcos. Todo eso minimizaba la reacción ante lo que se exhibía y ponía en discusión -una vez más, y van…- las nociones de arte y estética.

exhibition-marcel-duchamp-image-exhibition.jpgEl título, Marcel Duchamp: Una obra que no es una obra «de arte», empieza por colocarse al margen de la posible controversia, y en mi caso, además de no buscar el catálogo (ya dije que accedí a MD hace casi seis décadas y de la mano de un fanático de su persona, Juan Esteban Fassio, que murió pobre y olvidado en L’ospitalet de Llobregat, Cataluña) me limité a caminar por toda la muestra como un espectador neutral.
Así verifiqué que en algunos trabajos es más interesante y atractivo el título que la propia obra (es el caso de La Mariée mise à nu par ses Célibataires, mëme, por dar el ejemplo más sonoro); que algunos ensayos ópticos son de gran anticipación y recuerdan ensayos de Julio Le Parc; que uno pasa frente a piezas «clásicas» en la producción total de Duchamp (como el mingitorio o la rueda de bicicleta) sin sentir más que aquella actitud cholula de turistas en el Louvre, cuando se paran delante de la Mona Lisa y hacen una marca en su catálogo-guía que significa «ya la vi».
Mientras escribo estas líneas finales, concluye en la costa del Riachuelo esta exposición singular de la obra de Marcel Duchamp (o como lo bautizara Julio Cortázar, Marcelo Del Campo). Supongo que se hablará de ella durante un período más o menos prolongado: mientras pido una disculpa a Jorge Helft y a Adriana Rosenberg, repito que yo salí más vacío de lo que había entrado.

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