16.1.2009
Homenaje a la luz de la Solana
Pronto se cumplirán 20 años de la muerte de ese personaje inolvidable que fue Antonio Bonet Castellana, catalán hasta las tripas y porteño -digo porteño y me refiero a Buenos Aires- por adopción, arquitecto excepcional de quien es hora de hablar en estos días.
El episodio que viene a mi memoria debe haber acontecido hace más o menos 30 años, y carezco de la paciencia para ponerme a indagar en los papeles buscando fechas precisas. Lo mismo da.
Cuando venía a Buenos Aires, después de su exitoso regreso a la Barcelona de su infancia y juventud, Antonio solía telefonearme para compartir algunas charlas o, como sucedió en el caso al que me refiero, salir por la noche acompañados por nuestras respectivas compañeras. Fuimos, pues, a ver y escuchar a Mariano Mores en un recital que se hizo en el Metropolitan, un cine muy caro en la memoria de Bonet porque fue en ese edificio donde en 1938 (tenía escasos 25 años) encontró la hospitalidad de un pariente que lo acogió y le dio alojamiento en un piso superior.
A la salida fuimos a comer a Los Inmortales -no había muchas alternativas- después, caminando primero divididos (Perla y Ana María adelante y Antonio y yo a la zaga), doblamos por Uruguay hacia el Norte. Esto lo recuerdo como si estuviera filmado: al pasar por el estupendo edificio de Birabén en la vereda par, entre Corrientes y Lavalle, influidos seguramente por la música que todavía vibraba en nuestros oídos y por la nostalgia de sus años (más de cuatro décadas atrás) en un piso alto de la calle Corrientes, empezamos a cantar «Cuartito Azul». Primero fue un dúo Antonio-Luis, pero apenas las dos mujeres escucharon esos compases, se sumaron (debo decir que Perla cantaba muy, pero muy bien) justo al llegar el estribillo.
No sé cuánto duró ese cuarteto vocal en la interpretación de un tango tan hermoso como nostálgico. Pero ninguno de los cuatro olvidó nunca aquel momento fáustico (de los que hacen decir «detente, eres sublime»). Nos detuvimos a tomar café en la esquina de Uruguay y Córdoba, y esa fue la última vez que nos vimos con Antonio.
Él murió diez años más tarde, y a Ana María, que después enfermó y se volvió a casar, la volví a encontrar en varias ocasiones en Buenos Aires.
Bueno, se juntaron la evocación de Cuartito Azul, una noche inolvidable en la calle Uruguay, y la infausta noticia de la agresión que padece la Solana del Mar, una obra de Bonet que mereció poéticas palabras, bruñidas y relucientes, de Rafael Alberti. Conociendo la educación y refinamiento de los uruguayos, su «don de gentes» (como se decía en mi juventud) y su respeto por la buena arquitectura, me resulta inconcebible que se haya llegado a esta situación en un lugar tan singular y con una pieza arquitectónica de tanto valor.
Fueron muchos los años en los que pasamos parte del verano en Punta del Este, y en una de esas ocasiones nos comprometimos, mi mujer y yo, con un grupo de amigos a encontrarnos el 20 de enero del 2000, ¿dónde si no en la Solana del Mar?. Pasaron los años, hubo en aquel grupo muertes y divorcios, y la reunión -que coincidía con el cumpleaños de nuestro hijo menor- se frustró. Pero nunca, en los múltiples viajes que hicimos a esa península privilegiada, dejamos de ir a la Solana, para disfrutarla y para gratificarnos con las vistas desde y hacia el edificio.
Acabo de leer en el número 98 de Summa + (que trae también una valiosísima crónica de Roberto Segre por la desaparición de Joaquim Guedes) un documentado y conmovedor artículo que firman los colegas uruguayos Jorge Nudelman y Cecilia Ponte, y lamento no haberme enterado antes de esta penosa mutilación, este acto imperdonable que debe ser restañado de inmediato. Por la memoria de Antonio Bonet, por la dignidad del pueblo uruguayo y por el paisaje de Punta del Este.
De los cuatro amigos que cantaban felices mientras caminaban por la calle Uruguay, sólo he quedado yo. Así lo quiso el destino, pero eso me obliga mucho más a levantar la voz y reclamar la reparación de un desatino. En mi nombre y en el de los tres que ya no están.