31.3.2008
En busca del Paraíso Perdido
A poco que se examinen antiguos grabados y dibujos con imágenes de las calles en tiempos de la antigua Roma o, más cerca todavía, de la Edad Media y el Renacimiento, puede advertirse en las figuras de los personajes que ilustran las escenas -sean éstos trabajadores, mendigos, paseantes, juglares o predicadores, entre muchos otros- una actitud complaciente y placentera. Las calles eran para esos ciudadanos, lisa y llanamente, el escenario de la vida.
Era el lugar urbano por antonomasia, donde se formalizaban las compras y las ventas, los encuentros de todo tipo, los juegos que entretenían momentos de ocio, las arengas de tipo político o religioso, los recitales de trovadores y músicos e incluso una serie de trabajos artesanales que se realizaban a la vista de la gente.
Esto ha quedado documentado no sólo en las estampas a las que me referí al comienzo sino también en textos literarios y piezas teatrales que utilizaban una calle o una plaza (o la combinación de ambas) como la escenografía de fondo de una ficción teatral u operística. Siglos más tarde, esa atmósfera singular de la calle pasaría a ser un personaje más de célebres filmes, tanto de cuño dramático o de comedia e incluso en legendarias comedias musicales.
Pero el siglo veinte trajo consigo un condimento que pasaría a convertir aquellas escenas como difuminadas imágenes de una suerte de Paraíso Perdido. Fue la aparición del automóvil y su rápida invasión de las arterias urbanas uno de los factores que distorsionó la sustancia de lo que la calle había sido.
Se redujeron así, progresivamente, las proporciones del territorio callejero disponible para la gente, al extremo de que, salvo en ocasiones muy excepcionales, el ensanche de una vereda es visto como una aberración desde el punto de vista vial.
La noción de peatonal
En muchos países, básicamente europeos, se reaccionó frente a este deterioro de la calidad de vida urbana, y empezaron a revalorizarse las virtudes de las calles peatonales. Aunque existía un antecedente glorioso en la ciudad de Venecia, donde no ingresan automóviles a partir del Piazzale Roma, donde deben dejarse antes de acceder a la trama de los canales.
El renacimiento de las calles para caminantes empezó a darse con impulso creciente en Alemania, en Italia y España, donde las áreas peatonales pueden contarse por millares. Y esto a pesar de las características climáticas que, por lo general, no son las mejores para estimular la vida al aire libre.
¿Cuáles son, entonces, las razones por las cuales ciudadanos del siglo XXI prefieren disfrutar de las calles peatonales?
La primera, acaso la más elemental, se origina en la condición de animal bípedo que define antropológicamente al ser humano. Y aunque cada vez más parece ser un ente con cuatro ruedas que un caminante, las características biológicas y anatómicas del hombre se exaltan y energizan cuando camina o corre. Y es bueno que lo haga, entes de que sea fruto de una receta médica para mejorar el funcionamiento de las coronarias.
La segunda, a mi juicio tan importante como la expuesta, alude a la necesaria sensación de libertad del ciudadano que vive inmerso en el paisaje de la ciudad contemporánea.
Son tantas las restricciones que impone una metrópolis, tantas las reglas a cumplir o las normas a respetar y tantos los peligros que acechan al viandante expuesto ante los vehículos, que circular sin rumbo fijo por un área peatonal propone una situación paradisíaca. Y subrayo lo de área peatonal por contraste con la linealidad de nuestras Florida y Lavalle, que sólo aportan un fragmento de esa libertad en el cruce con alguna galería comercial o en la esquina formada por las dos citadas.
Acaso sean las áreas peatonales de Córdoba capital, una idea que hay que ubicar en el haber del arquitecto Miguel Ángel Roca, las que dan mejor respuesta a lo expresado más arriba: una trama de arterias para caminantes, con escala adecuada para sus fines, se entreteje con las numerosas galerías que atraviesan las manzanas. Entonces, en la secuencia de pérgolas y cielo abierto, interiores y exteriores, se urde el tejido propicio para el disfrute de la vida urbana moderna.
Está claro que estas reflexiones no dejan de lado la necesaria solución para el tránsito de automotores (sobre todo los de transporte colectivo y taxis), la que debe ser negociada junto con la búsqueda de las metas expuestas. Entre nosotros, el péndulo suele oscilar sin pausa de uno al otro extremo. Y del mismo modo en que se inclinó en el último siglo a favor del automotor, sería deseable encontrar el equilibrio que privilegie al viandante, desaliente al auto particular, y proponga la mejor respuesta para el transporte colectivo.