Prólogo de Jorge Francisco Liernur

A diferencia de la construcción, que sólo se propone albergar una necesidad, la Arquitectura existe para mostrar un atributo valiéndose de los medios necesarios para albergar una necesidad. Ese atributo puede consistir en uno o más rasgos de carácter privado, personales o familiares, o bien en ciertos contenidos de carácter público en cualquiera de las escalas —religiosas o laicas— de la comunidad, desde la tribu hasta la nación, o incluso la humanidad entera.
La Arquitectura es, por naturaleza, uno de los modos en que se manifiesta el zoon politikon, el ser animal social que, en el sentido de Aristóteles, caracteriza a la condición humana. La construcción es un producto de la labor, de un trabajo de reproducción de la vida. Pero una labor, como la construcción o la cría de animales, puede llevarse a cabo en soledad, prescindiendo de los otros. La Arquitectura, en cambio, se manifiesta cuando aparece esa necesidad de exhibir —a los otros, precisamente— un cierto atributo. En otras palabras, podemos decir, siguiendo a Hannah Arendt, que la Arquitectura es uno de los modos en que se produce la aparición o, mejor, la apariencia, la presentación que los seres humanos hacen de sí mismos ante los otros.

En su estado de mayor organización y más compleja articulación, la Arquitectura está pues implícitamente vinculada al poder político. Es por naturaleza un arte político y en consecuencia vinculado al poder. De manera que no es posible narrar su historia sin narrar simultáneamente una historia de la política, esto es, de las acciones e ideas dirigidas a la organización de las sociedades. Por supuesto que hasta la Modernidad, el poder estuvo concentrado en pocas manos y la Arquitectura fue, en consecuencia, un instrumento de dominio de las minorías poseedoras de los recursos económicos, represivos e ideológicos por sobre las mayorías desposeídas o más débiles. Más que en ninguna otra expresión, la Arquitectura, al menos tal como se desarrolló hasta la Modernidad, se identifica perfectamente con la convicción que Walter Benjamin expresara en la tesis VII de su Filosofía de la historia: “No hay documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”. El nuevo rol de los sectores subalternos en la Modernidad supone un quiebre en esta historia y de ese cambio fenomenal son parte los ejemplos que aquí habrán de considerarse. Las estructuras democráticas, el concepto de igualdad ante la ley, la movilidad social permitida por el capitalismo están en la base de esa transformación.

Los regímenes autoritarios del siglo XX (e incluso algunos aún en el que ha comenzado recientemente) han continuado utilizando masivamente la Arquitectura como expresión de ese poder. Pero tampoco han dejado de hacerlo los Estados y gobiernos democráticos, antes y después de la Segunda Guerra Mundial. Es una idea equivocada, fomentada especialmente a partir de la Guerra Fría, la de suponer que el monumentalismo y las grandes operaciones edilicias de celebración del orden y ciertos valores tradicionales han sido exclusivo patrimonio de los primeros. Las simétricas construcciones llenas de mármoles lujosos e imponentes escalinatas no sólo caracterizaron las arquitecturas de la Alemania nazi, la Italia fascista o el comunismo en la Unión Soviética o en China, puesto que no fueron muy distintas buena parte de las operaciones del New Deal rooseveltiano, de la democrática Inglaterra de entreguerras o de la Francia del Frente Popular.

En la segunda mitad del siglo XX hubo en Occidente y sus áreas de influencia, es cierto, un cambio de estilo, y la simetría, los lujosos mármoles y las escalinatas dejaron su lugar a las inadornas fachadas vidriadas, los grandes voladizos, las plantas bajas libres y tantos otros rasgos de lo que se conoce como “arquitectura moderna”. Ya a comienzos de la década del 40 comenzó a hablarse de lo que se daba en llamar “nueva monumentalidad”. Para sus creadores y propagandistas, las primeras arquitecturas funcionalistas, presuntamente racionales y austeras, no habían sido capaces de expresar los sentimientos de la comunidad. La Arquitectura no debía limitarse a dar respuestas para las fábricas, los masivos programas de vivienda de los sectores populares o los hospitales para los trabajadores, decían los neomonumentalistas. Era necesario también que esa nueva Arquitectura fuera capaz de expresar los valores de la comunidad democrática, ya no con los recursos que ellos comenzaron a asociar con los regímenes autoritarios, sino con los de una nueva forma de concebir la profesión, asociada por ellos con la libertad y la democracia en sus versiones occidentales. Esa comunidad democrática estaba representada por los Estados modernos en sus distintos niveles, y era respuesta a los programas representativos o culturales de esos Estados como la “nueva monumentalidad” debería alcanzar sus máximas y mejores expresiones.

En los años cincuenta y sesenta estas ideas tuvieron expresiones en todo el mundo, desde los nuevos centros cívicos en los Estados Unidos o en los países europeos, hasta las sedes de los nuevos organismos internacionales, como las Naciones Unidas en Nueva York y la Unesco en París. Pero la ideología del “nuevo monumentalismo” fue especialmente fructífera en los territorios de lo que entonces comenzó a llamarse Tercer Mundo. Las nuevas naciones surgidas de la Segunda Guerra Mundial pugnaban por su reconocimiento como pares en la escena internacional, procurando entrar de lleno y aceleradamente en los procesos materiales y simbólicos de la Modernidad. Así, los ejemplos más notables de esta Arquitectura, moderna y a la vez preocupada de manera explícita por su condición política, esto es, por su capacidad de ser expresión de su comunidad de pertenencia, pueden hallarse en África, Asia y América latina. Los grandes maestros creadores de los “modernismos” arquitectónicos construyeron o proyectaron obras de estas características en numerosos de esos países, y a modo de ejemplo sólo cabe recordar los trabajos para Bagdad de Frank Lloyd Wright y Walter Gropius, de Le Corbusier para India, de Oscar Niemeyer para Argelia, de Louis Kahn para Pakistán o de Maxwell Fry y Jane Drew para Ghana, Nigeria e India.
Luego de un par de décadas en las que, por numerosos motivos que es imposible abordar en el limitado espacio de esta sede, la confianza en la Arquitectura como herramienta de la política se vio debilitada, a partir de los años noventa comenzó a registrarse un nuevo cambio en sentido opuesto y creciente que llega a nuestros días.

Me arriesgo a sostener que, entre muchas otras razones, la recuperación de la Arquitectura en la actualidad como gran herramienta de la política —y me refiero aquí a la política en el sentido amplio al que aludí al principio— se debe a un motivo fundamental, esto es, a la expansión gigantesca de la producción y a la no menos gigantesca expansión de los medios de comunicación audiovisual en el contexto de la globalización. La expansión de la producción así como la de los medios de comunicación audiovisual han multiplicado la información más allá de los límites de su posible absorción. De este modo, podría decirse que los mensajes emitidos a través de esos medios generan una situación caótica y al mismo tiempo de consumo acelerado y existencia efímera. Por eso no es por casualidad que alguien como Norio Ohga, CEO de Sony Corporation, sostiene que en su firma ellos “asumen que todos los productos de [sus] competidores tienen básicamente la misma tecnología, precio, performance y características. El diseño es la única cosa que diferencia un producto de otro en el mercado” . En las actuales circunstancias, la Forma se presenta como un ancla o un referente claro frente a la sobresaturación informativa.

En medio de la tendencia a la paulatina pérdida de consistencia y límites de los Estados-Nación y, como parte del mismo proceso, a consecuencia de la importancia adquirida por la competencia interurbana a nivel internacional, puede decirse que del mismo modo en que la imagen/Forma ha venido adquiriendo una importancia central a la hora de diferenciar productos en el mercado, actualmente ya no se trata tanto de construir identidades nacionales como de generar claras representaciones diferenciadoras de estas ciudades entre sí. Como lo han estudiado autores reconocidos como Sassen en sus trabajos sobre la ciudad global o Castells en sus estudios sobre el paradigma informacional, las ciudades necesitan presentarse como óptimas receptoras de las grandes empresas, de las inversiones y de los crecientes flujos de personas en el territorio tanto a escala local como internacional.

Del mismo modo que el Diseño es un recurso fundamental de branding en el contexto del mercado, con su obligada visibilidad, su capacidad de permanencia y de síntesis comunicativa, la Arquitectura se ha transformado en un recurso fundamental de branding en el gran espacio de la política contemporánea global. En nuestros días, la articulación entre Arquitectura y política ya no pasa por el proyecto de construir “comunidad” en un contexto local, a la manera del “nuevo monumentalismo” de los años cuarenta y cincuenta, sino por la puesta en marcha de importantes operaciones de marketing, de manera de catapultar a los sitios en que se instala esa articulación ante una audiencia global. El público al que esas nuevas intervenciones están destinadas en última instancia ya no está integrado meramente por los vecinos o ciudadanos de una comunidad, sino precisamente por esa audiencia global.

En una línea interpretativa común a otros autores, Otilia Arantes señaló que el cambio comenzó a manifestarse en los Estados Unidos en la segunda mitad de los años setenta con intervenciones en Baltimore, Boston y San Francisco, dirigidas a recuperar confianza luego de los convulsivos años que culminaron con el quiebre de Nueva York en 1974 . Para caracterizar este cambio hacia la ciudad como growth machine, o lo que ella llama “la intervención urbana como proceso de producción de lugares de éxito”, la autora brasileña recuerda lo dicho al respecto por David Harvey: “Una nueva y radical élite financiera tomaba evidentemente posesión de la ciudad, liderando una coalición pro crecimiento que manipuló hábilmente el apoyo público y combinó fondos federales y privados para promover una urbanización comercial en gran escala”.

Sin embargo, si esa observación es legítima en referencia a la nueva relación ciudad/economía, puede decirse que el cambio en la relación ciudad/Arquitectura/política comenzó a verificarse con las grandes obras para París impulsadas por el presidente Mitterrand en la década del 80. En este caso ya no se trataba sólo de masivas inversiones destinadas a redefinir el rol de determinadas ciudades sino, además, de la aparición de la “cualidad arquitectónica” como un elemento central dentro de una operación que, por otra parte, tenía una finalidad claramente política.

Es cierto que en el caso de París la operación aún incorporaba, al menos en su retórica, las dimensiones cívicas que habían sido características del neomonumentalismo de Posguerra. Por eso no fue ésta la intervención que verdaderamente marcó una ruptura definitiva con aquel enfoque. El nuevo tipo de relación entre Arquitectura, ciudad, economía y política local y global se inició algo más tarde, en el Museo Guggenheim en Bilbao. Como es bien sabido, el propósito explícito de la construcción del museo era el de recibir exposiciones generadas por el “sistema” Guggenheim, en expansión mundial. En política, el objetivo era doble: por un lado, recuperar una nueva función global para una ciudad construida en torno a la decadente industria naval y del acero y, por otro, derrotar la imagen de una comunidad, la vasca, asediada e inaccesible a causa de las acciones terroristas. Por cierto que el museo no está destinado al desarrollo de las artes plásticas españolas ni, mucho menos, del país vasco; ni tampoco ha sido su propósito jugar un rol específico en relación con los habitantes de la ciudad o la región en la que se encuentra implantado.

A partir del caso de Bilbao, el empleo de piezas de arquitectura de gran visibilidad mediática internacional como instrumento de construcción de las nuevas growth machines se expandió en todo el mundo en paralelo con el surgimiento de lo que, en el campo de la cultura arquitectónica, se ha dado en llamar starchitects system, esto es, un sistema de oficinas de arquitectura que han adquirido el estatus de las grandes marcas del mercado.

Las costosísimas operaciones llevadas a cabo en ocasión de las Olimpíadas 2008 en Beijing o los megaproyectos en Abu Dhabi o Dubai son algunas de las expresiones recientes más extremas de esta tendencia internacional.

En América Latina, el proceso de construcción de relaciones entre Arquitectura, ciudad y política, que brevemente hemos reseñado, ha tenido expresiones particulares y de gran relevancia a lo largo del último siglo.

Como ha sido advertido, el ingreso forzado de los países de la región a los procesos de modernización determinó que los modernismos culturales adquirieran un rol político fundamental, a la manera de lo ocurrido en otras sociedades relativamente rezagadas como Rusia, Italia o incluso la Alemania de finales del siglo XIX, según el enfoque de Perry Anderson.

De modo que en numerosos casos de primordial importancia, la Arquitectura moderna fue claramente un instrumento prioritario de las políticas modernizadoras. Consideremos en sus grandes rasgos dos ejemplos relevantes, los de México y Brasil. En el primero de ellos, la primera época de la revolución tuvo en los planes sanitarios y escolares, pero también en numerosos proyectos de viviendas populares, un claro propósito de mostrar sus principales rasgos, buscando identificar la modernidad e incluso la condición revolucionaria de la nueva arquitectura con los propios propósitos de la revolución social. En la segunda Posguerra, en cambio, una nueva concepción de la modernización la imaginaba y proponía como el resultado del progreso científico y tecnológico, y el símbolo de ese nuevo estadio del proceso fue la construcción de la Ciudad Universitaria en el Distrito Federal. Obviamente ese impresionante conjunto de edificios de altísima calidad arquitectónica fue consecuencia del talento de sus creadores, pero es probable que su concepción ni su realización hubieran sido posibles si al frente del proceso no hubiera estado Carlos Lazo, una figura central del aparato gubernamental del Partido Revolucionario Institucional en esos años, al punto de haber sido considerado uno de los presidenciables posibles en el período de tránsito de Adolfo Ruiz Cortines a Adolfo López Mateos.

La situación fue en muchos aspectos similar en el caso del Brasil. Es perfectamente conocida la importancia otorgada a la Arquitectura moderna por el ministro Gustavo Capanema en su proyecto para la construcción de una nueva sociedad y la forja de un nuevo hombre brasileño. Pero así como se desplazaron entre los extremos de la política, los gobiernos de Getulio Vargas fueron igualmente oscilantes en la identificación de sus objetivos modernizadores con los modernismos arquitectónicos. Por eso, de la relación a que hacemos referencia, el ejemplo más significativo y claramente definido lo constituye la actuación de Juscelino Kubitschek en asociación con las dos mayores figuras de la arquitectura de ese país: Oscar Niemeyer y Lucio Costa. Esa asociación no se expresó solamente en la gestación de piezas de altísima calidad y fuerte significado, como había ocurrido con el Ministerio de Educación de Río de Janeiro promovido por Capanema, sino que se expandió hasta completar la relación con la inclusión de políticas urbanas. La primera actuación relevante en este sentido de Kubitschek fue, precisamente, la puesta en valor de unas tierras suburbanas en Belo Horizonte gracias a la inclusión de piezas arquitectónicas de gran valor. Y, como es sabido, esa articulación adquirió su máxima intensidad nada más ni nada menos que con la construcción de Brasilia, la nueva capital del Brasil, cuando de su cargo de gobernador de aquel Estado, el político brasileño había pasado a ser elegido presidente de la República.

Para completar el marco en el que me parece necesario inscribir el caso de Medellín, quisiera mencionar otros dos ejemplos que vienen teniendo lugar en los años recientes: uno en Chile y el otro en Argentina. En relación con nuestro tema, en ambos casos son las ausencias lo que interesa destacar. En Chile está ausente la política y con ella la relación Arquitectura/ciudad. En Argentina lo que está ausente es la Arquitectura. Obras, proyectos y jóvenes figuras chilenas han saltado en los últimos años a las páginas de las publicaciones internacionales. Llama la atención que, habiendo comenzado esta proyección con la repercusión obtenida por el pabellón chileno en la Feria Internacional de Sevilla de 1992 —vale decir, con una clara articulación entre Arquitectura y programa político —, de ahí en más el brillo de la producción de ese país haya iluminado lo que pareciera la emergencia de una nueva clase media y con ella de nuevos sectores dirigentes, mientras que ningún intento de articulación ha surgido, del lado de los arquitectos ni del lado de la política, para que ese mismo brillo se proyecte hacia la construcción de growth machines urbanas. En otras palabras, la notable calidad de una parte de la arquitectura en Chile podría vincularse a la autorepresentación personal de los comitentes o a los mecanismos de branding del mercado, mientras que de sus expresiones más significativas está ausente ese otro rol de comunicación, sea a nivel local como en el plano internacional, tan característico del momento actual.
Por contrapartida, en la Argentina se han puesto en marcha operaciones político/económico/urbanas de gran magnitud, claramente orientadas por el objetivo de construir ciudades como growth machines. Los casos de la remodelación del viejo Puerto Madero en Buenos Aires o las intervenciones en la ciudad de Rosario proponen dos enfoques diferentes de esa búsqueda de proyección. En el primero, el modelo parece haber sido una combinación entre el antecedente de Barcelona y los mencionados ejemplos norteamericanos, además de la posterior acción en el puerto de Londres, con el claro propósito de atraer nuevas inversiones y generar un ámbito urbano de alta calidad capaz, asimismo, de atraer en lo posible sedes regionales de empresas globales. Parte de un complicado y singular contexto político, económico y profesional, la operación Puerto Madero se caracteriza, sin embargo, por una notable ausencia de piezas arquitectónicas de alta calidad . En el caso de Rosario, la idea de una necesaria articulación entre Arquitectura, ciudad y política ha caracterizado buena parte de las acciones, razón por la cual la ciudad ha apelado a proyectos de figuras internacionales como Oriol Bohigas, Oscar Niemeyer o Álvaro Siza. Sin los recursos de la rica capital del país, sin embargo, si bien el resultado de estas operaciones ha redundado en una revitalización de la ciudad, su alcance no alcanza a trascender el territorio de su región.

Es de esperar que esta rápida recorrida en torno a los antecedentes más notables permita una apreciación más ajustada de las operaciones actualmente en marcha en la ciudad de Medellín, que son objeto de este libro. No es función de este prólogo abundar en consideraciones al respecto, a las que ha dedicado una cuidadosa atención y largo tiempo de estudio Jimena Martignoni, como podrá comprobarse en los textos que nos ofrecen las páginas que siguen. De todos modos, creo que lo que he tratado de mostrar en estas líneas permite anticipar algunas observaciones.

Queda claro que el de Medellín es el único de los casos mencionados en el área de América latina en nuestros días en el que se viene dando un proceso de intensa articulación Arquitectura/ciudad/política/economía, de una magnitud comparable en todo caso a otras notables operaciones a nivel internacional como las mencionados en Europa, Asia y Medio Oriente.

Puede observarse que en la región existen relevantes y exitosos antecedentes de la relación entre intervención local y proyección política nacional, de los que seguramente pueden obtenerse numerosas enseñanzas y comparaciones. Pero lo que hace especialmente relevante y singular el caso de Medellín es que esa articulación no se ha buscado simplemente o exclusivamente como estímulo a la construcción de la ciudad como growth machine a la manera norteamericana, o como medio de pacificación a la manera de Bilbao. Lo notable es que, además, en el caso de Medellín se procura recuperar esa capacidad cívica de la Arquitectura que buscaba promover el neomonumentalismo de Posguerra. Más aún, es especialmente remarcable que se haya tomado la decisión —y se la esté llevando a cabo— de hacer de esa potencialidad cívica un instrumento para la reorganización y la transformación progresiva de los sectores sociales más desposeídos. En este sentido puede decirse que en su equilibrio entre acciones urbanísticas, Arquitectura y programa político-social se trata de un episodio único y de extraordinaria importancia que podría inspirar acciones similares en muchos otros lugares del mundo.

El uso de la mayúscula no es accidental. Las obras que componen esta operación no son sólo programas de potencialidad cívica albergados por construcciones cualesquiera, sino piezas que se destacan además por su destacada calidad como obras de la Arquitectura, por su importante densidad comunicativa. Es evidente que, probablemente debido a lo reciente y veloz del proceso que dio lugar a su gestación y construcción, no es posible todavía caracterizarlas como producto de una reflexión profunda sino más bien como sensibles —y en varios casos originales— variantes de la cultura arquitectónica contemporánea. Pero el potencial exhibido en estas obras permite albergar esperanzas en que su presencia estimule la emergencia de un debate y la consolidación de un campo crítico que evite que el impulso que se ha generado se diluya en los fugaces entusiasmos de la moda.

No escapa a un observador común el notable despliegue de recursos que han supuesto estas intervenciones arquitectónicas cuya retórica está en los antípodas de la vieja austeridad socialdemócrata de entreguerras. Así, ante la aparente eficacia estética y social de lo realizado: ¿cómo no preguntarse acerca de la sustentabilidad a largo plazo de estas potentes inversiones y acerca de la efectiva condición modélica de la operación, teniendo en cuenta las dificultades para disponer de similares recursos en otros contextos con necesidades no menos acuciantes?.

Y el mismo observador seguramente también habrá de preguntarse acerca de la eficacia de largo plazo de estas políticas. Como tendencia general, sabemos que en la medida en que se aumenta la acumulación de valor en una localización urbana cualesquiera, tiende con ello a aumentar el valor de la tierra. Como consecuencia se desatan o estimulan procesos de gentrificación. Sin medidas paralelas que afecten radicalmente el problema de la pobreza, lo que termina ocurriendo son simplemente desplazamientos de la población. Queda en pie, en otras palabras, un interrogante fundamental sobre esta articulación: además de transmitir un cierto atributo o mensaje, ¿es capaz efectivamente la Arquitectura de contribuir a transformar la realidad social? Las numerosas experiencias conocidas hasta ahora nos hacen ser tan pesimistas en cuanto a que la disciplina cuente con esa atribución, como optimistas en cuanto a los efectos beneficiosos en términos de economía urbana si no nos preocupara la distribución equitativa de sus beneficios.

De todas maneras no habría que demandar efectos directos y mecánicos. En principio, y esta publicación es una muestra de ello, no caben dudas de que, además de los evidentes efectos beneficiosos en el corto plazo para las comunidades directamente favorecidas por este proceso de transformación, la energía que ha desplegado es capaz de generar entusiasmos, confianza, y dar lugar a nuevas ideas, nuevos actores y nuevas configuraciones sociales y culturales. En la capacidad de apreciarlo críticamente en todas sus dimensiones radica la clave de su productividad futura.

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