23.2.2017

Colorín Colorado

Esta historia inicia como todas las historias, con un momento y un lugar, uno que hubiese podido ser cualquiera, pero no lo fue, o al menos no para nosotros, este cuento comienza de la misma forma en que inicia el día de Milena.

Antes de verse el sol. Sacudida por el grito de un pequeño que anuncia el amanecer primero que los gallos. Ella, Milena la mamá de pocos pero responsable de muchos recorre un pasillo abierto al campo que parece brotar de la tierra, rodeada por una pared espesa de niebla que se forma cada mañana como vapor helado escupido por la tierra impidiendo ver mas allá de dos pasos, su primera estación es el fogón de leña, entre cucharones, trastes y carbón de monte prepara los traguitos diarios para el despertar de su familia, café clarito en paila tiznada y agua de panela con arepa de maíz. En el otro costado, casi finalizando la vereda doña Alicia recibe el día con el cantar de su risa ronca, característica que atribuye a 72 años de hablar “mierda”, un alma de niña atrapada en un armazón de huesos frágiles y articulaciones oxidadas. Camuflada con una sonrisa estirada y bajo una capa de arrugas que parecen prestadas se esconde una vida que luce ajena a su ser, mamá de dos hijos que murieron ojeados antes de poder caminar y viuda por mas de 15 años Alicia es un testimonio de la vida del campesino colombiano, en sus propias palabras, de “la ingrata vida del campo”.

El campo es el lugar para reencontrarnos con lo que habíamos ocultado, es una ventana para ver nuevamente nuestros ancestros y descubrir que en el cielo hay mucho más que tres estrellas. Los astrónomos dicen que las estrellas son luces antiguas y distantes que se extinguieron hace muchos años y que no se puede elevar la mirada al espacio sin viajar en el tiempo, con el campo pasa lo mismo, no podemos verlo sin recordar, así que supongo que esta será una historia de un viaje al pasado, a un lugar muy cercano, en una de las montañas de Belén de Umbría, en Risaralda. Una comunidad llamada el Abejero será el lugar en el que se desarrollara este cuento, será el lugar en el que se desarrollara la vida.

El primer viaje para entender esta historia es al 9 de abril de 1948. El asesinato del caudillo del pueblo Jorge Eliecer Gaitán escribiría un nuevo capitulo en la historia del Abejero, el país marchaba bajo el estallido de los vidrios, las tiendas eran saqueadas mientras se instalaban barrotes en las ventanas de las casas, un nuevo despertar de violencia llenaba las iglesias y vaciaba las calles, en Colombia solo se hablaba del Bogotazo, pero en las veredas se susurraba guerra civil, en las fondas se cambio el compartir una cerveza, por el destierro y las peleas de gallos por enfrentamientos políticos. La violencia en el Abejero comenzó con el aterrador cantar de “los pájaros” que se extendió del Valle del Cauca hasta los pueblos de Risaralda, el bipartidismo se traduciría a guerrillas, paramilitares y finalmente a bacrim. Ninguno pasaría sin dejar su devastadora huella en la vereda, desde aquel día ha pasado una vida, casi 70 años, los mismos que ha vivido doña Alicia, hay quienes piensan que la memoria hay que enterrarla y que el conflicto es pasado, hemos caminado por muchas generaciones y muchos territorios sin hablar, las heridas están más abiertas que nunca y la tierra y el café sobre ellas no a sido suficiente para sanarlas; el campo necesita encontrar su voz y para el hombre reconocer lo que paso es la mejor forma de hacerle frente al olvido, el origen de la guerra es una sombra sin rostro que con el pasar de los años se desvanece, no vimos quien dejo las huellas pero sabemos que existió y que dejo marca en cada uno de nosotros. ¿y que nos queda? Ahora quizás estemos seguros de cual de los caminos surcados con pala y sangre es el que no queremos recorrer. El destruirnos no nos funciono, es lógico probar lo contrario: construirnos, pensarnos y sentirnos colectivamente quizás nos funcione mejor.

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Nuestra llegada al Abejero estuvo acompañada por un intermitente espectáculo distante de cordilleras; montañas, curvas, rocas y guaduales tras los que se descubrían casas en bahareque y teja de barro, de paredes rugosas y onduladas como mar de verano, con pasillos adornados por ollas viejas como materos y vírgenes multicolores en altares asimétricos. Entre caminos de arrieros avanzamos, al subir las casas se convertían en gotas de briza dispersa, las fincas se hacían cada vez más distantes la una de la otra, hasta el punto que la palabra vecino era tan ajena que se transformaba en lenguaje de alquimista. el  sonido crujiente del camino rocoso que había anunciado la llegada de botas y fusiles, se volvía a escuchar, pero ahora bajo un paso diferente, eran las mismas botas pero en esta ocasión el propósito era construir y reconstruir, de abajo a arriba el Abejero se convertía en un carrusel de experiencias, al llegar teníamos la ingenua sonrisa de quien aprieta la mano de un extraño sin saber que le cambiará la vida.

Los antiguos creían que el hombre había recibido el don de construir ciudades de los dioses lo cierto es que la arquitectura debe su origen a la agricultura, nacieron juntos y en el camino se olvidaron. Construir un parque en un manto verde de montañas fracturado por quebradas resulta contradictorio, ¿que podemos construir en un lugar donde los mitos de perros gigantes con ojos como brazas y el galopar nocturno de un caballo de tres patas atormenta jóvenes enamorados?, en un lugar donde el tiempo y el espacio se relativizan, las horas se vuelven más largas y las distancias más cortas, pues en el campo todo queda “allí no más”. ¿Que podemos hacer cuando no solo flotamos en un manto verde sino que además nos cobija un velo de estrellas y nos ilumina un hoyo en el cielo?. Y cada noche aquel manto negro perforado por puntos blancos se funde con las luces amarillas de las ciudades distantes, las que desde este lugar se visten de estrellas, para componer un único y fugaz espectáculo que nos muestra lo pequeños que somos y lo tonto que a sido el matarnos por la tierra, si al mirarla de lejos se viera toda la sangre que hemos derramado en su nombre el planeta rojo no seria marte.

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El 30 de junio de 2016, un jueves pasadas las 5 de la tarde 22 voluntarios de todo el país descargaron sus maletas en esta denominada zona roja, en una capilla sin cura de estatuas mutiladas y antiguo campamento paramilitar que por una semana seria hogar de constructores, era época de cosecha baja, días en los que el café se lleva más de lo que deja y cuando el plátano si es tostado da pa´ lo justo. Al llegar fue imposible ignorar en su piel una vida de trabajo, jornaleros de manos callosas y pieles oscurecidas con las marcas irregulares que dejan los sombreros deshilachados. Teníamos todo lo necesario para iniciar, frutas, revuelto, “algo” de chicharrón y anfitriones con una generosidad desbordada, las madres del campo son el testimonio del musculo incansable de la mujer colombiana, Milena y Luisa las que en época de cultivo alimentan a 40, trasformaron la experiencia de comer en un sinónimo de compartir, nos reconocimos como iguales y nos unificamos en contornos tras la neblina de aquel pasillo de dos metros de ancho, entre perros saltando como resortes y con un pequeño que aprendía a caminar bajo la incansable sombra de su abuelo. En las obras la comida nos acerca, nos unifica, ya no existe campo o ciudad, blanco o negro, solo somos amigos compartiendo los recuerdos que nos deja el sueño de construir un parque para niños en un campo que envejece solo.

Cada rincón en la vereda tenia que ser el parque, en un territorio tan disperso y diverso encontramos más coherente hacer varias y pequeñas intervenciones en lugar de hacer una gran construcción, una sala de cine con vista a montañas y estrellas, columpios entre arboles, toboganes, escaleras para ver pueblos distantes y un árbol de recuerdos para depositar memorias y expresar diferencias, pues ya no existen comandantes, patrones o toques de queda que lo prohíban. Es la tierra que cultivan y debían sentirla suya, el campesino necesita reivindicarse con el territorio después de años de relación tormentosa; apropiarse y construir con lo que tenían a la mano fue un lindo gesto de reivindicación: guaduas cortadas del monte, llantas por montones, zocas de café, costales y un par de canecas viejas se convirtieron en Colorín Colorado, el nombre que los niños decidieron asignarle al parque, nosotros creemos que muy dentro de si nos querían decir: colorín colorado este cuento de violencia se a acabado y a partir de ahora en la vereda habrá otra historia que contar y no de terror, será una historia de reconciliación, del día en que ellos y algunos amigos que pasaron de visita le apostaron a construir país con la escusa de construir un parque.

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