21.2.2018

Casa Ortega

Diseñar una casa para alguien es construir un retrato. El retrato de uno o más seres humanos en su relación con otros y con el mundo. La Casa Ortega fue diseñada para un hijo devoto. El encargo estaba claro: un pabellón para mamá y papá, otro para Raúl y una potencial familia. Dos casas en una: independientes e interconectadas. Dos eslabones abiertos que se concatenan. Una forma de desatar los lazos sin rasgarlos es ofreciéndoles su justo espacio. Lo social (cocina, comedor, sala) podía compartirse; lo privado (habitaciones y baños) podía separarse.

El punto de partida fue, entonces, el ensamblaje de dos piezas de igual forma pero distinta escala: una C que abrazara un jardín para Raúl, otra C que abrazara otro jardín para sus padres. La primera recibiría el sol de la tarde y se orientaría hacia la cordillera que perfila su horizonte, la segunda recibiría el sol de la mañana y se orientaría hacia el interior. Por la naturaleza doble de la casa, la superficie de la zona privada, en segunda planta, superó a la superficie de la zona compartida y semi-compartida, en planta baja. Un par de muros inclinados salvan la diferencia y adquieren su propia función y vida: uno como biblioteca escalonada, el otro como jardín interior, donde se escalonan las macetas.

¿Cuáles serían los materiales, las texturas? Raúl administra, junto con su padre, dos fábricas: una se especializa en la manufactura de piezas de madera, otra en la extrusión de envases plásticos para hospitales. Visitarlas fue memorable. La fábrica de madera es un gran galpón bien iluminado, construido por Raúl. La de envases plásticos: un laboratorio químico. La Casa Ortega tenía que incorporar un carácter industrial: la estructura sería de acero y su lógica, una de ensamblaje. Pero Raúl no quería vivir en una fábrica. Creció en Sangolquí, hace no mucho un valle agrícola punteado con hornos de ladrillo, cuyas burbujas negras de melcocha marcaban la caligrafía de los muros. La casa tenía que ser un híbrido de fábrica y vivienda rústica de campo, específicamente, de ladrillo. Era imperativo que no se divorciase de su contexto.

Y, lo más interesante para mí, la casa tenía que tener “un toque femenino”. Raúl es un ser profundo. Se proyecta no pensando en sí mismo, sino en otros: sus padres y, algún día, sus hijos, su mujer. “Si trabajo con un hombre, la casa será una casa de hombres, con demasiada energía yang. Yo quiero una casa donde puedan ser felices también las mujeres y los niños”. Raúl lo había meditado antes de escribirme: quería que su casa fuese diseñada por una mujer.

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La última vez que lo visité, fui con mis hijos. Se la tomaron como a una fortaleza llena de recovecos y madrigueras donde esconderse y jugar. Se llenó de sol y de bulla.

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