23.10.2015

Sobre la apariencia y las apariencias

La noción que reclama una "sinceridad" a los edificios llega a alcanzar la difusión de una verdadera superstición. De hecho, para algunos ha alcanzado el rango de tabú: aquello que no puede ser discutido. Con lo que involuntariamente se obligan a lograr la apariencia de tal sinceridad, incluso a costa de las condiciones de habitabilidad o durabilidad de los edificios.

Se aspira a que la apariencia de un edificio sea la expresión de su propia naturaleza, de sus características constructivas y materiales. Pero esto no necesariamente lo hace un buen edificio. Durante muchos años, se aceptó que apariencia y construcción guardaran una independencia considerable, siendo los revestimientos externos e internos los encargados de producir la apariencia, incluso a despecho del sistema constructivo y los materiales que los mantenían en pie. Algo que tampoco hace malo a un edificio. Así los edificios de la antigüedad romana estaban revestidos en mármol, con pilastras y columnas adosadas que no dejaban ver el sistema murario de ladrillos que los sostenía. Lo mismo puede decirse de la arquitectura del renacimiento, del manierismo, el barroco, el clasicismo del siglo XIX y del tantas veces despreciado eclecticismo. De hecho, aún hoy es corriente, aunque a muchos resulte insoportable aceptar que practican esta clase de arquitectura. La noción de que tales revestimientos «ocultaban» algo es completamente ajena al espíritu y la percepción de épocas anteriores. Se trata de un modismo moderno, suerte de represión gramatical común en la enseñanza de taller de las últimas décadas, que integrándose a un léxico completo de axiomas enuncia lo implícitamente prohibido. Es interesante que esto obliga a muchos a una forzada simplicidad que no pocas veces ignora la complejidad y variedad de las condiciones de servicio que debe cumplir todo buen edificio. Gracias al tono represivo de vocablos tales como «decoración», los alumnos rápidamente aprendían a guardar las apariencias, logrando que sus edificios se vieran modernos. Eso da lugar a imperativos bastante irracionales, al mismo tiempo que surgen toda clase de gestos que se adosan al edificio pretendiendo ser parte necesaria de su concepción, cuando en realidad solo están allí para representar su modernidad. Tal el caso de las vigas diagonales que atraviesan cada piso del edificio entre medianeras de Viamonte 367, emulando la estructura de diagonales de la torre Hancock de Chicago (333 metros) (1), aunque no haya empuje de viento alguno que contrarrestar. Es lo que Robert Venturi llama «ornamentar con ingeniería». No demasiado distintos son los perfiles ornamentales (pragmáticamente denominados «cosméticos» por los proveedores) que decoran los muros cortinas, pero en tanto esta decoración representa la apariencia de la modernidad, parece gozar de una tolerancia de que no goza la ficción de otro pasado que no sea el moderno. En ese sentido, el test de Rorschach más completo de la arquitectura reciente ha sido el edificio Grand Bourg (2), donde la ficción de lo clásico ha desatado el espanto, y hasta la ira. La polémica desatada hace las veces de respuesta al conocido test psicológico en base a manchas de tinta, porque el edificio ha funcionado como un poderoso catalizador de realidades reprimidas y cuestiones no resueltas.

La razón no puede encontrarse en la simulación de lo clásico, porque es algo bastante recurrente, sino en la medida que el episodio revela la posible simulación de lo moderno. Posibilidad que sugiere el hecho que sus autores antes habían construido el Malba. Esto es sólo una posibilidad, pero se proyecta sobre la debilidad de aquellos edificios que son modernos, más que nada en sus apariencias o en el delgado espesor de sus revestimientos. La simulación de los perfiles miesianos sobre la superficie de muros cortina de puro vidrio, que mantienen ocultos sus perfiles estructurales bajo el propio vidrio, se ha hecho un recurso corriente. Y aunque estas decoraciones modernas encuentran menos justificaciones estructurales que la deliciosa inocencia de las crucetas del edificio de la calle Viamonte, sus autores no sienten los remordimientos que les produciría traicionar la «sinceridad» de sus edificios con decoraciones que no fueran modernas.

La condición posmoderna de los edificios neoclásicos no es mayor que la de los mismos edificios revestidos por decorados modernos. No hay ningún problema con la nueva independencia entre piel y contenedor, el problema parece ser, aceptarla. Revelando que fingir la modernidad después de la modernidad no es un fenómeno menos posmoderno que fingir el clasicismo Aunque el vocablo «posmoderno» es un adjetivo negativo y hasta despectivo entre los arquitectos, en todo otro campo de conocimiento el advenimiento de la condición posmoderna es un trauma, sino superado, reconocido. No sucede así en la arquitectura, donde debemos pretender que todavía somos modernos. Pero la inocencia perdida es imposible de recuperar, sólo queda fingir que los revestimientos modernos revelan la «sinceridad» de nuestros edificios. Si la inocencia ya no es posible, en cambio es posible guardar las apariencias. Y no es de buen gusto que nadie venga a hacérnoslo notar.

Fernando Diez.
Marzo 2007.

(1) SOM, 1969
(2) Atelman, Fourcade y Tapia, 2002

Publicado en la Ronda «Editorial» del Scalae Jorge Lestard, Mayo de 2007

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