29.12.2005

Recursos humanos: elogio del artesanado

La imagen revela la naturaleza artística del retratado

La foto es conocida: Giacometti cruzando la rue d’Alésia retratado por Henri Cartier-Bresson en 1952. Mucho se ha hablado sobre esta imagen (1), pero vuelvo una vez más sobre ella como para definir el ámbito en que una obra, un artista, una foto y su tiempo, son posibles.

Describe Quetglas: «Llueve. Giacometti frente a una escuela, cruza la calzada desierta, hacia el fotógrafo, que está en la otra acera resguardado bajo un arbolillo. Giacometti no lleva paraguas. Para protegerse se cubre la cabeza con la gabardina, que lleva puesta, lo que hace que su rostro aparezca saliendo del pecho de un descabezado y que todo él figure como colocado dentro de una bolsa» (2). Hasta aquí la descripción. Pero, lo que llama poderosamente la atención es lo que Franz Meyer (3) dió en llamar, la expresión del cuerpo, la manifestación del cuerpo, el cuerpo emergiendo literalmente de la ‘bolsa’ al mundo, ligeramente encorbado hacia delante, producto de una temprana minusvalía, agazapado, por la presencia de la lluvia pero, satisfactoriamente expuesto y repuesto a la inclemencia del tiempo. Giacometti cruza la rue d’Alésia desprotegido, anónimo, frágil, como muchas de sus figuras, aunque también seguro de su posición ante el mundo; aferrado a la tierra, como esos pedestales, que parecen emerger de ella, o como ése árbol que comparece en un primer plano de la imagen, ligeramente fuera de foco, y que no es otra cosa que el contrapunto ideal a la presencia del hombre que avanza: «cada uno por su camino; totalmente solos, hacia una meta desconocida para los demás»

Por su relación con Genet y Sartre su obra quedó vinculada al existencialismo de la época, aunque poco o nada diga esto, acerca de la intemporalidad de su arte, más ligado a su propia condición y naturaleza que a exhumar fantasmas de su autobiografía. El equilibrio precario de sus piezas remite, no tanto a la alienación del hombre en la civilización pos industrial, como a la propia condición del ser, suspendido en una existencia vital, aunque también, insignificante y quebradiza, como recordaba Vargas Llosa.

Resulta fácil advertir en las figuras de Giacometti la continuación natural de su cuerpo, la expresión misma de él, reflejada en la acción del trabajo: la presión de los dedos hundiéndose fundiéndose- con el yeso o el bronce -especialmente en sus esculturas tardías-, o el trazo vigorozo y enérgico de cada uno de sus dibujos, inacabados, no por convicción estética, sino como resultado de una desesperada e inalcanzable búsqueda hacia la perfección.

Daría la impresión que con Giacometti se borrasen los límites entre la obra y el artista, como si nada se interpusiese entre ellos, como si uno fuese prolongación natural del otro. O algo así.
Sucede lo mismo con Glenn Gould y ciertas interpretaciones de J. S. Bach, más específicamente con las Variaciones Golberg, en sus dos registros: la rapidísima de 38′:27» del año ’55, y la lenta, muy lenta de 51′:15» del año ’81. Entre éstas dos versiones, Gould, ha logrado condensar el resto de interpretaciones posibles, o mejor dicho, ha convertirdo al resto de interpretaciones en meros sucedáneos de éstas últimas. Esta simultaneidad, o capacidad de multiplicación: de máxima concisión o de dilatada extensión, es lo que le confiere a la obra el carácter de complitud, excepcionalidad, pero tambièn de originalidad -condición necesaria en todo arte que aspire a trascender-, que el resto de versiones carece. Transcribo la recreación de Thomas Bernhard en El malogrado, a propósito de las variaciones Golberg: «Glenn tocó en los Festivales de Salsburgo las variaciones Golberg, que dos años antes había practicado día y noche y repetido una y otra vez con nosotros en el Mozarteum. Los periódicos describieron después de su concierto que ningún pianista había tocado tan artísticamente las variaciones Golberg, así pues, escribieron después de su concierto de Salzburgo lo que nosotros habíamos afirmado y sabido dos años antes». (4) No se trata, pues, de juicios interpretativos en torno al rigorismo, o al virtuosismo pianístico, o a la técnica contrapuntística de tal o cual intérprete -del que Gould, por su manejo de forma, saldría con ventaja-, sino a la comunión natural que surge entre la obra, el artista y su tiempo, y esa capacidad superior de convertir en intransferible y trascendental lo que comenzó siendo una magnífica partitura de Bach, y acabó como una monumental obra de Gould.

Como sucediera con Giacometti, es el cuerpo el que expresa la naturaleza artística del retratado: «Ni una sola nota tocó Glenn, jamás sin cantarla al mismo tiempo, pensé, ningún otro pianista tuvo jamás esa costumbre. El hablaba de su enfermedad pulmonar, como si fuera su segundo arte. Pero Glenn no pereció por esa enfermedad pulmonar. Lo mató la falta de soluciones en las que, durante casi cuarenta años, se metió tocando, pensé.» (4). El cuerpo, el cuerpo como expresión natural de su arte, el cuerpo, que se manifiesta a través del sonido, en ese acompañamiento débil y quebradizo de la melodía. El cuerpo que se expresa, en la posición casi fetal que adquiere su silueta, como avanzando sobre el teclado, deliberadamente alto o con la silla deliberadamente baja, costumbre, posiblemete adquirida en sus años de iniciación. La silla cobra así un marcado protagonismo dentro del universo ‘gouldiano’. La silla será pues, un instrumento más de su arte, la extensión natural del cuerpo, el último eslabón del Steinway.

«durante toda su vida, quiso ser el Steinway mismo, odiaba la idea de estar entre Bach y Steinway sólo como mediador musical y de ser triturado un día entre entre Bach y Steinway.  Lo ideal sería que yo fuera el Steinway, que no necesitara a Glenn Gould, decía, que pudiera, al ser el Steinway, hacer a Glenn Gould totalmente superfluo. Pero todavía no ha conseguido ningún pianista hacerse a sí mismo superfluo, siendo Steinway, según Glenn. Despertar un día y ser Steinway y Glenn en uno, decía, pensé, Glenn Steinway, Steinway Glenn, sólo para Bach.»(4).

Tres en uno. Tres en uno y una silla. Las imágenes de Don Hunstein consagran el momento. (5)

La imagen revela la naturaleza arquitectónica del retratado
La foto es de Brassaï (6): Le Corbusier en Cap-Martin en el verano de 1952. Durante los años inmediatamenete anteriores y posteriores a esta imagen LC trabaja en encargos relacionados a Chandigarh, Ronchamp, las casas Jaoul y la unité d’habitation en Nantes y poco más; brillantes encargos para cualquier profesional, aunque periféricos o menores, para quién supo tener mejor gloria. Fue en torno a esos años que también comienza a cuestionarse muchos de sus principios, especialmente los relacionados con la Carta de Atenas, siendo los mismos jóvenes que lo habían aupado, los que comiencen a impulsar su lenta y progresiva retirada. Ellos serán pues, y según el propio LC, «los únicos capaces de sentir personalmente los problemas reales, los objetivos que se han de perseguir, y los medios para llegar a ellos y la patética urgencia de la situación actual. Ellos son los que saben. Sus predecesores ya no cuentan», escribía, no sin cierta ironía. De modo que estamos en presencia de un LC en franco repliegue de la escena internacional; un LC que encuentra en la ladera de Cap-Martin, su habitat natural, el lugar donde acabar su días: ‘Je me sens si bien dans mon cabanon que, sans doute, je terminerai ma vie ici‘. Un retorno a los que fueran sus inicios en la Chaux-de-Fonds, pero ahora en la costa Mediterránea.

LC es ‘sorprendido’ por Brassai saliendo del cabanon en un naturalismo escensialista, que nada tiene de imagen impostada y que bien resume la situación de su arquitectura durante aquellos años. El torso al desnudo, como sus extremidades, apenas cubierto por un taparrabo y las gafas – soporte necesario de su mirada-, las ramas a cada uno de los lados y el cerramiento de madera al natural, le confiere a la imagen un cierto aire primitivista y artesanal del que LC, tal vez, nunca había abandonado.

La imagen es diáfana: LC ya no contempla la natureleza desde su confortable chaise longue, tampoco la representa con matières brutes. LC es, en esta imagen del cabanon, manifestación misma de la naturaleza. Cuerpo, arquitectura, y naturaleza en una única expresión.

Dos imágenes de Mies: una en torno a 1950, la otra de 1967. En la primera, Mies comparece de espaldas, frente a la estructura de la casa Fansworth en Illinois. En la segunda, Mies de frente a la imagen, en el preciso momento en que se eleva la estructura de la Neue Nationalgalerie de Berlín.

Ambas, comparten un momento esencial de su arquitectura: la organizacion del espacio a través de la estructura.

De la obra americana sorprende el cariz metafísico que adquiere la imagen, producto de la sordidez que impone el paisaje bucólico, y de la aparente hostilidad del clima; reforzado por la presencia contemplativa, descentrada, del hombrecillo urbano (a lo Magritte): absorto, quieto, detenido en un espacio sin tiempo.

Aunque, lo que probalemente fije la atención de Mies, más que el paisaje, sea la porción de aire resultante entre los forjados, el volumen de aire interior, el límite definido y preciso de los pilares en relación a la virtualidad del cerramiento, y la presencia de la naturaleza, finalmente enmarcada y disciplinada por la incipiente estructura; algo que ya había previsualizado, con diez años de antelación para la casa Resor, pero que ahora, con la Fansworth se hace realidad.

La segunda imagen en la Nationalgalerie nos coloca en presencia de un Mies ya muy mayor, distraído en apariencia, aunque rigurosamente sometido a las nueve horas que duró el ejercicio de levantamiento de la estructura.

Me gusta imaginarme a Mies, en ése preciso momento, cuando las 1.250 toneladas van subiendo, lentamente, cada dos milímetros y Mies va encontrando el vacío… La expresión natural de su arquitectura.

La ausencia de imagen revela la naturaleza del tiempo
Desde luego que los ejemplos citados no contituyen los únicos: el embaucador de Picasso, con las manos de masapan sobre la mesa, retratado por Robert Doisneau; algunas autofotografías de Brancussi en su taller; la mirada extraviada de Rothko en la Betty Parsons Gallery; Pollock en acción, literalmente montado sobre uno de sus lienzos etc., etc., etc.

Lo mismo ocurre con la arquitectura: Jacobsen pintando delicadamente sus acuarelas; los Smithson con Palaozzi y Henderson, ‘tomando’ las calles de Londres, en la famosa fotografía para el catálogo de la exposición This is Tomorrow; la cándida mirada De la Sota, sosteniendo infantilmente un lapicillo, como jugueteando con él, etc., etc., etc.; incluso imágenes más actuales, como las de Souto de Moura dibujando distraídamente -o haciéndose el distraído- en su taller -con especial atención del lente hacia las manos-; o los retratos desgarbados, esbeltos, casi verticales, casi Giacomettianos, de Sejima+Nishizawa, servirían para explicar la naturaleza de sus arquitecturas, más que el trillado, remanido, aunque no menos cierto, ascendiente regional, por poner sólo algunos ejemplos.

Bastaría, tan sólo, con reconocer al artista o al arquitecto legítimo, para que la imagen acontezca. Y esto, no es una cuestión generacional.

Algo debe suceder con nuestra arquitectura, la más reciente y la menos reciente, que no logro identificarla con quiénes la suscriben. Como si a medida que se aproxima el zoom, más se alejase de quiénes la producen. La distancia en las publicaciones -de todo tipo- es corta, a veces es dar vuelta una página. Valdría la pena fijarse en ese detalle e intentar un juego: mezclar los proyectos, borrar los nombres de los autores, quitar su fotografía, y comprobar cuanto se parecen éstas arquitecturas en toda su trivialidad o grandeza. Elija usted la opción, y juegue.

Los tiempos han cambiado, pero no tanto.

Me conformo, por el momento, con leer detenidamente los créditos: si el número de colaboradores supera ampliamente al de los autores, comienzo a tener -al menos desde esta perspectiva- motivos para desconfiar.

(1) John Berger: Abaut looking, London 1980; M. Vargas Llosa: Giacometti en La Coupole, El País, Noviembre de 1996.
(2) J. Quetglas, WAM Nª1, BCN 1996.
(3) Alberto Giacometti: dibujo, escultura, pintura. MNCARS, Madrid, 1996.
(4) T. Bernhard, El malogrado, Alfaguara, España, 1998.
(5) Glenn Gould, The Glenn Gould edition, Colección Sony Classical, 1994.
(6) Le Corbusier à Cap-Martin, Parenthèsis, Marsella, 1989.

Créditos fotográficos:
(1) Henri-Cartier Bresson: Alberto Giacometti, cruzando la rue d’Alésia, Paris, 1961.
(2) René Burri: Alberto Giacometti, trabajando en un busto de Diego, Paris, 1960.
(3) Don Hunstein: Glenn Gould, al piano S/F.
(4) Don Hunstein: Las manos y el teclado de Glenn Gould S/F.
(5) Mies frente a la estructura de la casa Fansworth. (1950).
(6) Mies en el momento de la elevación de la cubierta de la Nationalgalerie de Berlín, (1967).

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