18.1.2011

Por una Ciudad «Destrumanizada»

Hoy vamos a intentar dar un repaso sobre algunos aspectos que han influido en que, a día de hoy, tengamos las ciudades que tenemos. Y para hacerlo, nos vamos a apoyar en una de nuestras películas preferidas: el Show de Truman.

Desde ahí, intentaremos dar con ciertas claves sobre la construcción de las ciudades que habitamos en función de cómo han sido nuestras formas de vida y, a su vez, ver cómo nuestra manera de habitar condiciona nuestras urbes. Como consecuencia de ello, creemos que los límites entre realidad y ficción, y entre público y privado cada vez son más difusos. Así que, si os parece vamos a por ello y, como siempre, os animamos a que dejéis vuestra opinión sobre el tema. Ya han pasado nada más y nada menos que 12 años desde que Peter Weir consiguiera sacar del irregular Jim Carrey una de sus mejores actuaciones. La película con la que sorprendieron al mundo fue el “Show de Truman”, y en ella se narraba la vida de un vendedor de seguros que llevaba una plácida existencia. Todo rodaba sobre ruedas, hasta que nuestro protagonista (Truman Burbano), empezó a darse cuenta de que su entorno no era más que un perfecto decorado en el que se recreaba una especie de ciudad idílica. Gracias a este montaje, Truman podía vivir sin que nada le faltara y rodeado de los que más quería, con la única pega de que, evidentemente, sus familiares y amigos no eran más que actores que interpretaban a la perfección el papel que les había encomendado el creador del programa: Cristof. Un show televisivo de máxima audiencia, siete días a la semana durante todas las horas del día.

De esta forma tan terrorífica, Truman vivía en la ficción su única realidad y los espectadores vivían a través de él todo tipo de emociones que, seguramente, no eran capaces de sentir en su propia realidad. Esta trama cinematográfica hacía convivir lo real con la ficción, en un extraño pacto entre caballeros, con la esperanza de que no se descubriese tan cuidada escenografía. Pero, a su vez, esta “realidad” encubría otra ambigüedad que tenía que ver con la no menos perversa idea de “ciudad perfecta”. Es decir, se consolidadaza definitivamente el nuevo arquetipo de las ciudades de nuestra contemporaneidad, que por aquellos días estaba siendo exportado desde Estados Unidos a medio mundo. De hecho, al poco de estrenarse la película, nuestra vieja Europa no quiso ser menos y llenó sus pantallas televisivas de “Gran Hermanos” y Realitys Shows, mientras que, al mismo tiempo, alcaldes y el sector inmobiliario se encargaron de importar el modelo de la “ciudad trumanizada”. De esta manera, nos querían hacer creer que se colmarían todos nuestros deseos y sueños. Una ciudad en la que podríamos aislarnos de la infernal vida de nuestros viejos y sucios casos históricos, y dar a nuestros hijos ese futuro que, al igual que Truman, se merecían. Y por increíble que parezca, picamos en trampa y durante todos los noventa y parte del siglo XXI, nuestra sociedad, de repente, solo tenía ojos para un adosado con jardín.

Con todo ello, la oferta inmobiliaria aprovechó el tirón con la invención de una nueva necesidad para el ciudadano de a pie, que en realidad iba en contra de lo que era su verdadera identidad. Esta velada imposición comercial sobre un bien de primera necesidad, el uso y abuso del vehículo privado y la incipiente religión de las hipotecas (en la que todo se podía pagar mañana), comenzó a dar paso a una nueva forma de vida. Por lo tanto, como explica con detenimiento Zygmunt Bauman, los ciudadanos se desvivían por conseguir una plaza en esas urbanizaciones cerradas, selectas y, en consecuencia, muy caras. Estamos hablando de nuevas comunidades que darían la sensación de seguridad y de haber llegado a la anhelada meta a quien accediera a ellas. Al mismo tiempo, extensas zonas de las ciudades se convertían en auténticos guetos donde los más desfavorecidos quedaban condenados a malvivir soñando con salir algún día de ahí. El resto de los ciudadanos, que no se encontraban en ninguno de los dos reductos, por un lado, seguían sobreviviendo, mientras aspiraban a ser acogidos en las ciudades dormitorio y conjuntos de chalets para gente bien (o de bien). Mientras por otro, se producía una lucha en sentido opuesto para no caer en la desesperación que les llevaría acabar viviendo en la involuntaria segregación de los sucios y peligrosos viejos barrios. Pero, mientras la calidad de la vivienda se degeneraba a marchas forzadas, aparecían los nuevos centros comerciales que se autoproclamaban el corazón de la urbe. Inmensas moles, que crecían sin ningún miramiento en el extrarradio de nuestras ciudades. Lo hacían a poca distancia de su centro, para que pudieran acceder cómodamente a ellos tanto quienes todavía no habían quedado atrapados en los suburbios, como la gente que vivía en las nuevas urbanizaciones privadas.

En estos malls, al igual que en el Show de Truman, se prometía una estancia realmente feliz, limpia y, sobre todo, segura. Creándonos, como comenta Zaida Muxi, la sensación de que podíamos acceder a todo tipo de servicios, actividades y productos sin ningún tipo de restricción (cuando en realidad estábamos dentro del más férreo control jamás antes asumido libremente por el hombre). Todo en ello, tenía una sola misión: el recrear ese espacio público de “nuestros sueños”, pero con la paradoja de que, en realidad, era un espacio privado (incluidas sus reglas, su financiación o su seguridad) y los sueños no eran nuestros, sino que eran los que nos habían hecho creer que teníamos. A pesar de ello, rápidamente fueron asumidos estos “no lugares” de los que ya hablaba Marc Augé hace muchos años, como el estandarte de la “la ciudad sedada”. Así que visto lo visto, parece prudente rescatar a personajes como Jane Jacobs, y apostar, otra vez, por “la calle y la plaza como las verdaderas garantes de la seguridad”. El miedo cada vez está más presente en nuestra sociedad y eso tiene, como hemos visto, una traducción directa en el tipo de ciudades que hemos creado. Por ello, conviene poner sobre la mesa cuáles son estas causas (y cuáles han sido sus mecanismos de actuación), para no cometer los mismos errores en la futuras planificaciones urbanas.

Ante esta perspectiva, conviene también tener presente la frase de Walter Benjamín ”la calle es el refugio de lo colectivo” con la cual se cerraba una de las últimas emisiones de Arquitectura en Beta. Por lo tanto, será fundamental cuidar este espacio público para que, como comentaban en su último post Bea y Paco, sean lugares de calidad y no nos dejemos engatusar por la tentación de privatizarlo todo. El , muchas veces injustificado, reclamo turístico para que nuestras calles se llenen a toda costa de gente, nos lleva, a museificar una estampa de la ciudad, que poco o nada tiene que ver con la realidad de la vida que en ellas se desarrolla. Buscar este equilibrio para que el comercio (y otro tipo de actividades privadas) pueda convivir a la vera de estos espacios públicos, sin que éstos pierdan su condición de lugares donde poder interactuar de manera libre, parece una misión más importante que nunca. Debemos tener presente que si nos descuidamos, se corre el peligro de que el espacio público solo pueda aspirar a convertirse en una especie de “espacio común”. Por todo ello, los límites entre lugares privados y lugares públicos son, cada vez, más difusos y, en los tiempos que corren, todo tiende, como nos recuerda Paula Alvarez, a hibridarse. Lo cual no es ni bueno ni malo, pero conviene ser conciente de que esta realidad será la que nos acompañará en los próximos años, aumentada aún más con aparición de las nuevas tecnologías que no hacen sino hibridar todo mucho más.

Ojalá entre todos consigamos crear lugares en los que, al igual que el zorro del Principito, podamos seguir “creando lazos de unión” para acabar, de una vez por todas, con esta ciudad trumanizada. Al fin y al cabo, parafraseando a Truman, “… se trata sólo de la vida… de nuestra vida…”.

Fuente > http://www.laciudadviva.org/blogs/?p=8497

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