13.6.2013

Alumnos competentes o meses competitivos

Uno de los problemas de las escuelas de arquitectura es que, en nuestra opinión, se incita a una excesiva competitividad. Es más, creemos que este camino no es el más adecuado para aprender arquitectura y genera más problemas que ventajas. Así que, con vuestro permiso, intentaremos ver otras opciones que pudieran mejorar este aprendizaje. Éste será el primero de una serie de post que queremos escribir con el tema de la enseñanza como eje vertebrador de los mismos.

La evolución de las especies, aparentemente, se ha basado en la supervivencia de las más competitivas; es decir, en la ley del más fuerte. Pero, la realidad, no es exactamente así: han sido las especies que mejor han garantizado su reproducción las que han ido evolucionando, mientras que el resto se fueron quedando por el camino. De esta forma, con el paso del tiempo aparecieron nuestros primeros antepasados, los Homo Habilis, que además de manejar conscientemente ciertas herramientas, comenzaron, por primera vez en la historia de los homínidos, a cooperar entre ellos. Así, esta pequeña cohesión social se fue desarrollando hasta convertirse en la clave de que hoy el Homo Sapiens esté aquí y no lo estén otros primos cercanos como los Parántropos o el Homo Erectus.

De hecho, cuando hace unos 50.000 años nuestra especie llegó a Europa, vía Eurasia occidental, se encontraron con un clima extremo y otra especie cercana, pero distinta, totalmente adaptada e su entorno: los Neardentales. Nuevamente, no fueron las armas ni el poderío físico lo que hizo que unos prevalecieran sobre los otros, ni lo que hizo que fueran los Sapiens quienes quedaran como dueños y señores del continente: fue su capacidad de cooperar entre ellos, según indican los últimos estudios sobre el tema. Ni más ni menos.

Sin embargo, por desgracia, en nuestra sociedad moderna, la cooperación siempre ha sido la prima pobre de la competitividad. De hecho, nuestro actual sistema educativo no se basa en formar personas, ni en desarrollar su humanidad o creatividad; se basa, tristemente, en garantizar la acumulación de información, inculcando como valor estrella la competitividad.

En este sentido, Eduardo Punset, en su libro “el viaje a la felicidad”, comenta: “este modelo educativo crea, inevitablemente, condiciones competitivas extremas. Los niños se comparan constantemente unos con otros. No aprenden a apoyarse, a colaborar ni a dividirse las tareas. Todos sirven para lo mismo, llevan a cabo tareas idénticas; no aportan nada específico al grupo, ni desarrollan sus cualidades personales, ni valoran su propio aprendizaje, y compiten por la atención del mismo profesor. Si se pretende formar adultos que sepan colaborar, éste es el peor sistema posible”.

Así es como, pasados los años, los alumnos llegan a las Escuelas de Arquitectura, y a diferencia de en otras Universidades, donde quizás, puedan mitigarse esta colección de errores, en la enseñanza de arquitectura lo normal es que, muchos de ellos, se enfaticen. En más de una ocasión, los profesores de arquitectura lo son por el “simple” hecho de ser arquitectos, sin que ello garantice ninguna capacidad docente. Evidentemente, en muchos casos su arquitectura ha sido de primer nivel, en otros no tanto, pero este no es el quid de la cuestión. La clave está en pararnos a pensar qué aptitudes didácticas adquiere un arquitecto por el hecho de construir. Y la respuesta está clara: ninguna. También es cierto que, si un profesor de proyectos en el aula enseña una cosa y fuera de ella no predica con el ejemplo, mal vamos.

Sin lugar a dudas, la capacidad de relacionarse a nivel personal entre el alumnado y el profesorado debiera ser uno de los requisitos más valorados. Sin embargo, hace poco leíamos una entrevista al famoso profesor Gerald Conti, en la que anunciaba su retirada del mundo docente, y decía, “para mí la educación debe centrarse en lo cualitativo y no en lo cuantitativo. La docencia no deja de basarse en las relaciones personales y en fomentar la curiosidad de los estudiantes. Una visión que he tratado de llevar a la práctica durante toda mi carrera profesional”.

Por otro lado, es evidente que para estar encima de la tarima hay que tener un alto conocimiento sobre la materia a tratar, y haberlo preparado expresamente para la asignatura en cuestión. Siguiendo la reflexión de Punset, parece evidente que un “maestro” no puede seguir en pleno siglo XXI sentando cátedra desde un inaccesible pulpito. Lo malo no es que lo haga, sino cómo lo hace. Ya no son de recibo, horas y horas de monólogo arquitectónico sobre el tema que interesa al profesor, en vez de pensar en lo que puede interesar al alumno.

Para rematar la jugada, en muchas ocasiones el profesor se encargará de provocar una lucha feroz por el aprobado, pues soñar con otra nota en la mayoría de las facultades de arquitectura es bien complicado. Ello en absoluto llevará a despertar en el alumno sentimientos de solidaridad y compañerismo. La búsqueda de alumnos competitivos en vez de alumnos competentes es moneda común en nuestra enseñanza. La diferencia entre unos docentes y otros es abismal; aun así, lo mismo que estamos criticándole hecho de que muchos profesores no transmitan para nada el entusiasmo necesario al alumnado, también tenemos magníficos profesionales, tanto como arquitectos como profesores, que saben hacer disfrutar de lo lindo a los estudiantes de arquitectura.

Por suerte, uno de los grandes aciertos de nuestra disciplina es tener la sana costumbre de lanzar bastantes trabajos para realizar en grupo; práctica, más que recomendable y que a pesar de todo, hace que los alumnos aprendamos a colaborar los unos con los otros. De hecho, una vez fuera de las aulas este tipo de trabajos seguramente son los que nos dejan mejores recuerdos y más nos pueden servir en nuestro día a día laboral.

Santiago de Molina, comentaba en una de las entradas de su blog, “he oído decir al maestro Javier Carvajal, y no una vez, que la carrera de arquitectura es la mejor carrera del mundo, pero la profesión peor del mundo.” Así que, estando en parte de acuerdo con estas palabras, y a pesar de lo mucho que queda por aún cambiar, creemos firmemente que la universidad es un periodo irrepetible. Así, entendemos que es una etapa necesaria donde se puede aprender a amar la arquitectura y a buscar ese soñado equilibrio entre el mundo de las ideas y la parte más práctica de la arquitectura.

Y, ya para terminar, rescatamos las palabras del arquitecto australiano Glenn Murcutt, quien decía: “A los estudiantes les doy siempre dos consejos: que sean pacientes porque la arquitectura necesita tiempo, y que observen. Quien observa termina por ver.” Así, no es casualidad que quien observa atentamente la realidad y se hace preguntas, vea cosas que los demás no ven. Si además de eso, somos capaces de que esa mirada sea la suma de muchas miradas, o incluso la sinergia de todas ellas, de verdad tendremos una nueva mirada sobre el mundo.

Por ello, abogamos porque, al igual que nuestros ancestros cuando consiguieron gracias a su capacidad de cooperar entre ellos sobrevivir en un entorno de lo más hostil, los arquitectos aprendamos a entendernos mejor dejando de lado la competitividad y apostando por la acción común. Si, además, logramos que esto ocurra desde la propia Universidad, a buen seguro nos irá mucho mejor en estos difíciles tiempos que nos toca vivir.

Fuente > http://www.laciudadviva.org/blogs/?p=17766

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