24.12.2003

Ahora, el territorio

La gestión política se refleja en la forma en que el territorio se va transformando. Como si el presidente de la Generalitat fuera el arquitecto jefe de Cataluña, el territorio refleja sus ideas políticas e intereses económicos. Por esto, la herencia territorial de los 23 años de pujolismo es tan negativa.
No sólo ha sido incapaz de pensar modelos alternativos y propios, que supieran sacar provecho de las cualidades del paisaje, de la especificidad de las estructuras urbanas y de la riqueza cultural, sino que el modelo de crecimiento capitalista se ha aplicado de la manera más burda. Sólo algunos centros históricos, paseos peatonales, parques y edificios culturales, generalmente de gestión municipal, se han convertido en islas de calidad y de vida urbana en contrapunto a un territorio que existe como reserva de suelo para ser consumido.
No sólo se ha sido incapaz de inventar nuevas instituciones supraurbanas que gestionen coordinadamente la creciente complejidad de la construcción del territorio sino que, en un acto de barbarie, Jordi Pujol eliminó en 1988 la Corporación Metropolitana. Y como era de prever, la voluntad de debilitar la fuerza de Barcelona ha terminando por perjudicar a toda Cataluña.
Mientras la capacidad para gestionar la complejidad del territorio disminuía, los desafíos han ido aumentando: por ejemplo, la localización intramunicipal de nuevos sistemas construidos como conectores y ejes de circulación, áreas industriales, o centros logísticos, de negocios y comerciales.
Entre los fracasos en la política de infraestructuras, uno de los más sangrantes es el Eix Transversal, lugar recurrente de graves accidentes.
Pero es que la política de control, seguridad y disciplina vial, dentro del siniestro panorama español, es nula en un Gobierno que ha optado por favorecer a ciegas la industria del automóvil (y de la traumatología).
En este contexto, el retroceso, a pesar de los engaños mediáticos de los últimos años, ha sido grave en toda Cataluña, donde la insuficiencia y la pérdida de capacidad del Estado de bienestar no sólo se manifiesta en la enseñanza, la sanidad o los servicios sociales, sino que también es clara en el territorio: la degradación del paisaje, los incendios de cada verano, la desertización, la especulación, el deterioro del litoral, la destrucción de los deltas y los ecosistemas aún supervivientes, la imprevisión y los graves defectos en las infraestructuras viarias, la falta y el abandono en los transportes públicos metropolitanos e intermunicipales, la ineficacia para poner en práctica alguna alternativa más sostenible en todos estos campos.
Los ejemplos son hirientes en su evidencia: se ha frenado el magnífico proyecto del Anillo Verde de la Diputación de Barcelona, mientras el Gobierno conservador saliente de la Generalitat se ha despedido con un canto del cisne espeluznante: una exposición sobre el territorio catalán, Hyper Catalunya, presentada durante el pasado verano en el Macba, un despliegue de los planteamientos del urbanismo de extrema derecha, deslocalizado y simplista, insultante por su falta de conocimiento real del territorio, por su falta de sensibilidad ecológica y por su analfabetismo en materia de urbanismo y proyecto territorial. Es cierto que mientras que algunos siguen pensando sólo en las ciudades tradicionales, con sus centros históricos maquillados y sus esquinas modélicas, el auténtico reto está en periferias articuladas y no segregadas, en los nuevos complejos de centros comerciales, en las grandes infraestructuras de transporte, en la conversión de las carreteras en vías cívicas, en los intersticios que quedan entre núcleos urbanos, en los sistemas de suministro de energía e información, en la creación de corredores ecológicos y en la protección de parques naturales y zonas agrícolas. Pero la complejidad y escala de estos fenómenos no puede resolverse con un urbanismo hiperdesarrollista que devora paisaje con más infraestructuras, campos de golf, pistas de esquí y segunda residencia, o que construye en el mar y en la cima de las montañas.
El siglo XIX creó la cultura urbana, y uno de sus fundadores fue Ildefons Cerdà. En la primera mitad del siglo XX se produjo un salto trascendental con los principios del urbanismo moderno, que fue más urbano que nadie, a pesar de la leyenda negra que provocaron sus manifiestos dramatizadores contra la ciudad tradicional.
A partir de los años setenta, y especialmente en el contexto de la globalización, con el crecimiento masivo y descontrolado de las ciudades y el desbordamiento de los barrios residenciales, el pensamiento urbano y territorial ha necesitado transformarse y ponerse al día continuamente. Hace falta pensar el territorio con nuevos criterios, y ahora que el proyecto territorial de Cataluña va a ser decidido por la coalición de la izquierda plural, con un experimentado arquitecto jefe como Pasqual Maragall, ha llegado el momento de pensar, debatir y poner en práctica unos nuevos marcos urbanos y unos nuevos modelos territoriales, de dar un impulso más resolutivo a las agendas 21, dando prioridad a criterios sociales, integradores y sostenibles.
Tenemos una cultura de normas urbanísticas, pero hacen falta normas para el territorio y el paisaje; se sabe gestionar las ciudades, pero no las entidades intramunicipales, los consejos comarcales, las veguerías o las regiones. Hay que pensar y aplicar nuevas políticas territoriales, algo que ya han afrontado algunos autores como Oriol Nel.lo. Se trata de un reto que no es sólo para la cultura profesional del urbanismo, la geografía o la sociología, sino que lo es para todos.

Josep Maria Montaner es arquitecto y catedrático de la ETSAB-UPC.

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